Nunca faltaron al deber, al sacrificio, a la entrega por los
suyos, al trabajo bien hecho y merecido. Los llamábamos de “usted”, sin saber
que ese tratamiento implicaba un mérito ganado con sudor, ganado con arrojo...;
los tratábamos de usted por inercia cultural, pero sin ser conscientes de los
galones que se habían ganado a fuerza de darse sin reservas… sin esperar a
cambio casi nada, como guerreros ejemplares procedentes de una estirpe humilde
y anónima, que conformó también el curso de la historia.
El respeto a los mayores estaba entre las normas emanadas de
la costumbre, que no hacía falta explicarlas en exceso... Ni los muchachones
más gamberros, que lanzaban piedras y fiscalizaban las calles aldeanas, osaban
faltar al respeto abiertamente a un anciano (otra cosa muy distinta es que lo
hiciesen en petit comité, todo hay que decirlo); si acaso, todo lo más, hacían
burlas y chistes por lo bajini; tal vez alguna mofa por aquí o por allá,
dirigida a un viejo borrachin que pasaba por la calle desentonando antiguas
canciones de la mili, pero siempre con el freno de mano echado, y conscientes
del rapapolvo que se les venía encima si llegaba cualquier queja a oídos de sus
progenitores.
Los mayores nos mandaban a hacer recados con suma frecuencia,
y nunca fuimos capaces de negarnos. Corríamos endiabladamente a hacer cualquier
mandado sin rechistar... De repente, un hombre que pasaba inopinadamente por la
calle, te mandaba a su casa (que estaba al otro extremo del pueblo) a recoger
una cuerda olvidada en el corral, y tú, sin más dilación ni preguntas de por
medio, salías disparado, como un repartidor de pizzas del futuro, acompañado de
otros dos velocirráptores, cogiendo esquinas sin mirar, sorteando burros
cargados de tarmas, y viejas con calderillas de patatas. En tiempo récord
estabas de vuelta con la cuerda, y, casi sin tomar tierra, se la dabas en la
mano con un escueto: “Tomi uhtéd”, al tiempo que seguías el vuelo hacia
tus juegos infantiles, como las golondrinas en su alocado revoloteo sorteando
chimeneas.
Allá por los setenta y los ochenta, los chavales de los
madriles, ya muy modernos ellos, se sorprendían al oírnos tratar de
"usted" a nuestros padres, y mostraban una disimulada sonrisa, sin
ocultar un cierto tonillo de superioridad. Luego nos preguntaban, aparte, el
porqué de nuestro tratamiento a los mayores, a lo que nosotros, descolocados,
no sabíamos realmente qué responder, pues para nosotros, ellos, los altaneros
impúberes llegados del asfalto, estaban siempre a la vanguardia de las cosas, y
nuestra actitud era tendente a imitarlos, sin más, aceptando como válida
cualquier mercancía de procedencia urbana.
Por todas partes escuchábamos el “usted” respetuoso, ante
cualquier cumplido o saludo: ¿Va uhtéh pa llá…? / Pueh uhtéh verá… / “Y uhtéd que lo
conóhca… / ¿Ha vihtu uhtéh pasal un perru que se me ha ehcapáu?...
Especialmente chocante resultaba el trato dado por las hijas
a sus ancianos padres, cuidados por ellas mismas. Resultaba curioso observar el
contraste, por ejemplo, cuando combinaban alguna regañina, como quien se dirige
a un niño, con el tratamiento de usted, como quien se dirige a un padre: “¡Quieri
uhtéh dejal de rebacal ya de una veh, que ehtá tol día rebacandu…!” (Dándole
vueltas a la cabeza, generalmente en actitud pesimista).
Entre el “tú” y el “usted,” normalmente mediaba una
generación, pero no siempre era así, como veremos en algunos casos
verdaderamente llamativos.
Los "mozos viejos", aquellos eternos solterones de
mirada retraída y cigarro adosado a la mano, eran relegados al
"tuteo" hasta muy avanzada edad, aún incluso por nosotros, los más
pequeños, y sobre todo por los indómitos muchachones mayores, que olían la
debilidad del prójimo como los tiburones huelen la sangre... Es como si la
soltería, a estos ancianos mozos, les otorgara un irónico elixir de juventud, a
pesar de las arrugas bien marcadas que, en cambio, para nada respetaban el
celibato rural. Era una soltería a la que, en muchos casos, no llegaban por
vocación, sino más bien por su espíritu pusilánime para enfrentar las artes del
galanteo, donde ni el vino peleón de la taberna consiguió redimirlos de su
cortedad. Y así, de esta forma, se quedaron con el tuteo de unos y otros, como
pequeños dardos envenenados que les dejaban un poso de derrota, hasta que un
buen día “doblaban la servilleta” para siempre, dejándole en herencia a una
sobrina, no más allá de una angosta casilla sin luces a la calle, con cuatro
aperos de labranza, y un viejo burro “cojilitranca” de mirada mohína, que
esperaba a la postre igualmente su final.
Las personas con alguna deficiencia mental, también estaban
indefectiblemente condenas al tuteo, independientemente de su edad. Eran
tratadas de tú por chicos y mayores, aunque quizá el tuteo no fuese el mayor
menoscabo al que se viesen abocadas, pues había otros peores que no son materia
de este texto. Podíamos ver, por ejemplo, cualquier tarde soleada de otoño, a
algún pobre aldeano deficiente, ya casi anciano, sentado en un poyo al sol, con
la boina torcida y la mirada hacia ninguna parte, al tiempo que unos y otros
pasaban por su lado, brindándole saludos de lo más variado: a veces cariñosos y
a veces un tanto guasones, mientras él contestaba de forma mecánica, con
monosílabos o respuestas recurrentes, en una rueca de frasecillas pueblerinas
aprendidas, usadas a modo de comodín: “Ehhh, Antoniu, ¿qué bien ehtáh ahí al
sol?” / “Siiii, mu bien…”
El tratamiento de “don” y “doña”, normalmente llevaba
aparejado el tratamiento de usted, independientemente de la soltería. Así pues,
maestros y maestras, médicos, boticarios…, y demás gente de carrera, gozaban
siempre el privilegio del “usted”; y por supuesto el cura del pueblo, por joven
que éste fuera: “Don Constantinu, querémuh bautizal a la niña, pa que uhtéh
lo vaya supiendu con tiempu”.
Los hombres y mujeres recién casados, mantenían el estatus
juvenil por pocos años. En la medida en que iban llegando sus hijos al mundo,
ellos iban adquiriendo el nuevo tratamiento de personas mayores de cara a la
población menuda, a la par que las patas de gallo, y el rostro curtido por el
sol de justicia de los campos extremeños, les dejaban la impronta que les
servía de garantía para su nueva condición de adultos.
Un buen día, los jovenzuelos "urbano-rurales," a
caballo entre el semáforo y el corral, henchidos de modernidad, decidimos
cambiar el "usted" por el "tú" a todo quisqui, y las
primeras víctimas fueron, cómo no, nuestros propios padres, que apenas se
enteraron, pues lo hicimos con nocturnidad, en un timo verbal perfectamente
dosificado. Fuimos alternando ambas formas, para que no se notase en exceso: a
veces los tratábamos de usted, y otras de tú... y en la medida en que fueron
bajando la guardia, se quedaron con el tú ya para siempre. A los que no fue tan
fácil cambiarles el tratamiento, fue a nuestros abuelos, que aún se resistían,
con esa ancestral manera de concebir el respeto jerárquico por edades, tal y
como ellos lo vivieron, y nos lanzaban alguna que otra protesta en defensa
propia. Pero al final, con la poca energía de quien se sabe ya vencido por los
años, también fueron claudicando, derrotados, en parte, por el vertiginoso y
moderno estado de cosas que se les venía encima, sin apenas tiempo para
digerirlo... Fue ese mismo y moderno estado de cosas que un buen día les cambió
el reloj de bolsillo por un Casio digital importado de Japón. La misma
obsolescencia, sí, de un nuevo tiempo insolente donde ellos mismo sintieron,
quizá, que al igual que a los yogures, les habían colocado un sello en la boina
con la fecha de caducidad... Y así fueron aceptando nuestro tuteo, como fueron
aceptando el resto de cosas, alternando una sonrisa con una mueca de
resignación.
Fueron, y son, nuestros mayores, sí, nuestros padres y
abuelos, nuestros héroes de un pasado ya olvidado… de antiguas estaciones de
tren con olor a zotal…, de escobas de baleo a la puerta, de calderillas de zinc
cargadas de higos chumbos…, de cántaros a la cabeza que nunca se cayeron… y de
bocas desdentadas prestas siempre a la sonrisa. Fueron las últimas generaciones
del “usted”, las últimas generaciones con mayúsculas, a las que nunca pagaremos
en justicia. Se merecían, y se merecerán por siempre, esa atención y cariño que
algunas veces les racaneamos, y ese reconocimiento, en fin, de que todo lo
mucho o poco que somos se lo debemos. Cuidemos sin reserva a esos pocos
supervivientes del naufragio que aún nos quedan por aquí, como reliquias de un
pasado de olor a galapero, sentados, quizá, en un sillón de escay, con la
mirada perdida, pero sin perder la dignidad.
JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS