Cuántas veces quedábamos en silencio, extasiados,
hipnotizados, frente a la llama de la lumbre, dejando al torpe y limitado
intelecto en manos de la magia del fuego, que es fuente de calor y vida. En
medio de aquel sabio silencio, trascendían los pensamientos mucho más allá de la
menesterosa realidad social y cultural que nos tocaba vivir.
En ocasiones nos sorprendía la lluvia y la tormenta, y,
claro está, se iba la luz…, una luz trémula, de bombilla de cuarenta vatios, que
aprovechaba cualquier desliz para dejarnos. Al momento se escuchaban los
truenos y aparecía, por entre las tinieblas, sigilosa, como una aparición
espectral, una abuela con el candil de aceite, rezando aquella antigua oración de
protección contra los truenos:
Santa Bárbara bendita,
En el cielo estás
escrita,
Con papel y agua
bendita.
En el ara de la cruz,
Pater noster amén
Jesús.
Recuerdo, de muy niño, sentado ante aquel fuego, mirar hacia
atrás y ver nuestras sombras proyectadas en la pared trasera, como enormes
gigantes en movimiento, que amenazaban el sueño infantil, en aquel tiempo en que
el susto estaba siempre impreso en el guión. Allí entendí aquello de tener
miedo hasta de tu propia sombra.
La chimenea recibía el nombre de “chupón”, que a veces no
chupaba, y se formaba una abundante humareda, en extremeño llamada “zorrera”: “¡¡Abril toah lah puertah, que menúa zorrera se ha formau, meee cagueeen toaaa laaaa…!!” Y en
efecto, la zorrera obligaba a abrir todas las puertas, por las cuales, de paso,
se iba el poco calor que nos quedaba, como un lujo imposible de retener, como
un injusto y obligado diezmo a los cuatro vientos, que hace siempre, a los
pobres, entregar lo poco que les queda. Así parece haber sido desde la noche de
los tiempos.
Quizá no estábamos tan lejos (ni lo estamos ahora) de aquel Homo Erectus que descubrió el fuego, y al
que apenas permitieron evolucionar, hasta nuestros días, mucho más allá de lo
puramente tecnológico, sustituyendo el resplandor del fuego en la cara por el
reflejo de una pantalla de móvil, ordenador o tv, en una clara e involutiva
conversión hacia nuestra actual y ovina condición de Homo Estupidensis.
En la noche de San Juan, se hacía en las calles una
gran hoguera llamada "Sarna". Saltábamos a la Sarna para purificarnos, de no se sabe qué, de no
se sabe quién, pero saltábamos alegres en uno de los pocos ratos de distensión
que podíamos vivir, en medio de tanta escasez de recursos y, sobre todo, de
espíritu. Una vez más, la lumbre, en este caso grande y generosa, nos daba ese
hálito necesario de vida. ¡¡Sarna aquí,
sarna allí, sarna en casa de tío Fermín!!
A la lumbre descubrimos el calor necesario, el calor más
humano, el calor de la gente; ese calor que, al fin, nos usurparon falsos dioses mundanos, apartándonos pronto de lo más verdadero, y vendiéndonos siempre una
alquimia invertida, que nos cambia nuestro oro por un plomo de nada, pero claro, eso sí, muy bien publicitado. Desde aquí clamo y pido por las cosas
cercanas, esas que no nos cuestan, ni
nos dan frustración a cambio de dinero. Y así vamos pagando a precio de
diamante la escoria más vulgar. Valga el sabio refrán que viene tan al pelo a estas lumbres por aquí retratadas, y que a la letra dice:
“El que va a por leña verde, cuanto más
anda, más pierde”.
JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com