Al “pardeal” (al atardecer), los hombres transitaban por las calles
hacia la taberna, como una procesionaria de orugas encurtidas en pana
y tristeza, con carraspera tabacuna y mirada perdida al suelo.
Saludaban con un “¡Ey!” escueto y seco, camino del
santuario, buscando ávidos el chato de vino como el que busca el
Bálsamo de Fierabrás. Al doblar la esquina, paraban un instante, y,
entornando los ojos como los orientales, daban una calada profunda
al Ducados y arqueaban ligeramente una pierna, soltando una
estruendosa ventosidad que se oía en la distancia como un
interminable “solo de trompeta”. A la vuelta, ciertamente
perjudicados, algunos regresaban dando “zambutonih”, ya
sin saludar, y en los casos más extremos, “jaciendu ringu ranguh”
de pared a pared. Tantas veces vi este tipo de escenas en mi
infancia, que me ahorraré detalles por no aburrir al respetable.
Hasta bien entrados los ochenta, el bar
se llamaba taberna o casino. La taberna antigua era un lugar escaso
en espacio y catálogo, y el casino, algo más grande, con algunas
mesas para echar la partida.
El bar era un lugar hombruno, de vicio
y humareda irrespirable. Entre la cortina de humo se veían los
rostros difuminados, como ectoplasmas poco amigables..., como tétricas
caras de Bélmez jugando a la cuatrola, que apenas emitían ásperas
psicofonías sacadas de un inframundo de tabaco y alcohol. Los niños
participábamos de aquello como de todo lo demás, con la alegría o
la tristeza que tocase en cada instante. Éramos permeables al mundo
adulto, e imitadores de todo lo grotesco y sus proximidades.
La partida de cartas era un momento más
de tensión que de asueto, con un rictus en las caras, más propio de
un duelo del oeste americano..., en este caso extremeño. Había un
marcado acento del oeste, sí, en casi todo. Las generaciones de varones
jóvenes de los años cincuenta en adelante, vieron con devoción
todas los westerns que había que ver, y alguno más. De esta manera,
pusieron a “la muerte un precio” en cada gesto, en cada pose, en
cada chulería, impregnando sus biografías de absurdos pistoleros que
apuraban el cigarro y perdonaban vidas por rutina.
Los bares horteras de los años sesenta
y setenta eran de corte pseudoamericano, como casi todo lo que fue
llegando a España a partir de aquel tiempo. La estética y las
maneras "espagueti western" predominaron en aquellos años,
aunque por allí, más bien, se gastaba una marca blanca que podríamos
denominar "Belloti western".
El ruido habitual de las partidas era
de golpes secos en las mesas y voces de cazalla que gritaban cosas
como: “Arrahtru”; “No me toquih loh cojonih”; “Teníah
la sota e bahtuh y no la hah dau... hah siu tú el que no la hah
queríu dal..., me cagu en la lechi puta, si al final me vah a
dejal pol embuhteru”...
La decoración de los bares os la
podéis imaginar: trofeos de fútbol, caza y pesca, una cabeza de
jabalí en la pared, y al lado de la barra un cartel de refrescos
Mirinda. En aquel escenario, los duros varones se comían las toreras
en vinagre, al tiempo que apresaban un chato de vino con gaseosa La
Molina, o una cerveza extremeña El Gavilán. Algunos se atrevían,
incluso, con el sol y sombra, ya que el whisky de los
pistoleros aún no había llegado por aquellos lares nuestros de olivares y
encinas. Otros permanecían sostribados en la barra, cigarro va,
chato viene, con la mirada perdida en una tele en blanco y negro, de
marca Telefunken, junto a un calendario Michelin de rubias en bikini.
No hay barra que se precie que no lleve
adosados a uno o dos borrachines, de los de toda la vida. Aquellos borrachines daban la paliza a su manera, a la manera
al uso en aquel tiempo. Si llegaban a juntarse dos en la barra, ya
podemos relatar la escena: desafíos a lengua trabada, apretones de
manos reconciliadores, vuelta la burra al trigo, amenazas con supuestas escopetas, abrazos repentinos y escenas surrealistas que
podrían recordar a la obra teatral “La taberna fantástica” de
Alfonso Sastre. Pero borrachines y pesados siempre hubo, seguramente
desde la prehistoria misma. No me cabe la menor duda que en las cuevas de
Altamira, mientras uno pintaba, ya había otro al lado dándole la
tarde.
Los frigoríficos fueron un
acontecimiento por aquellos años, y, en principio, sólo estaban en
los bares. Luego fueron incorporándose poco a poco a los hogares. En
las miserables cubiteras cuadriculadas de los congeladores de las tabernas, se hacían polos de naranja o limón, con un simple palillo
mondadientes por agarradero, y se vendían como auténticas joyas
veraniegas a los niños. A los dos o tres chupetones sólo quedaba el
hielo, pero marchábamos ufanos con nuestro polo en la boca, como un
signo distintivo de golosa modernidad.
De vez en cuando, había un día
concreto en que el bar se encontraba a rebosar, los campesinos apuraban las tareas para llegar a tiempo, y allí, sin apenas
sitio en las mesas ni espacio en las paredes, todos miraban
extasiados a la tele, donde un toque de clarín anunciaba la salida
del toro... Todo el mundo en silencio, aunque con frecuencia se oía
un vozarrón: “¡¡Oleeee loh túuuuuhhhh cojoooonih..., no
hay otru comu el Viti!!”; y la euforia culminaba con El Cordobés
haciendo el salto de la rana. Los toros eran, sí, una religión.
Los niños, ya digo, estábamos como
los jueves, en medio de todo y en todas partes, entrábamos en los bares y donde hiciera
falta..., en lo bueno y en lo malo, en lugares de vicio y en lugares
de culto, entrábamos, en fin, tanto en los algodones como en las
azucenas, que diría Miguel Hernández.
Aún guardo un bonito recuerdo de
alguna taberna antigua, de las de mis abuelos, de las de siempre, de
aquellas que perduraron en el tiempo sin apenas cambiar
durante siglos, hasta ese punto de inflexión y modernidad que fueron
los años sesenta y setenta, donde se aparcaron formas de vida que
habían sido heredadas sin solución de continuidad ni grandes
cambios aparentes. Estas tabernas sobrevivieron agonizantes hasta
principios de los ochenta. Eran tabernas austeras, sin tele tonta,
pero con vino peleón, aguardiente y anís del mono, y un tabernero
que sacaba el vino de la cuba succionando por la goma. Allí la barra
no era barra, sino un escueto poyo de pizarra para servir la bebida en vaso de
chato o panilla. El espacio era mínimo, apenas para una o dos
pequeñas mesas cojas, sobre las que estrellar unas
desdibujadas cartas desgastadas por los ancianos dedos, dedos ya sin
huellas, huellas borradas por sachos y
sigurejas que golpearon hasta la saciedad los surcos y troncos del
pasado. Los hombres de edad provecta seguían acudiendo a sus
tabernas de siempre, fieles e impermeables a la idiotez
importada que nos llevó al culmen de la basura consumista de este
tiempo. En algunas de estas tabernas no había ni siquiera nevera, o
bien la incorporaron más tarde, y las pocas cervezas que vendían las
enfriaban con una red dentro un pozo de agua fresca, oculto en alguna extraña ventana de madera. Qué libres eran y qué lejos
estaban de los lobbys energéticos.
Por una calle de barro y piedras, se
retiraba de la taberna un hombre taciturno, con la noche caída, bajo
el tenue rocío de un “agüina moja bobuh”. Marchaba
cabizbajo, acumulando años por
rutina, sin haber hallado más sentido a su vida que el trabajo en el campo...,
en algún pantano de posguerra, o en jornales y siegas entregadas al
tiempo justiciero; con mujer hacendosa y los hijos criados a pan, tocino y gazpacho. El cigarro adosado como un fósil al dedo.
Con la tos siempre perruna y hollín en los pulmones. Héroe y
villano, pasaba lentamente. Caminaba callado sin plantearse nada, sin
grandes dudas existenciales, sin luz en la mirada, sin voz, sin
pensamientos. Como diría mi admirado poeta y cantautor, Pablo Guerrero:
“Buscaba, creo, el sol en un vaso
de vino,
empaparse de lluvia y descalzarse
luego,
hasta vivir, hasta sentir de lleno
el contacto del barro de la tierra”.
jsmpombal@gmail.com