Aquellos hombres orquesta,
que eran los tamborileros, tocaban hasta ponerse el sol en las
plazas de tierra de los pueblos. El revoloteo de
golondrinas y las luces ocres de las bombillas de plato,
ponían el broche final a las danzas del tiempo. Los tamborileros admitían
también peticiones, como antiguos pinchadiscos de piel de cabra,
encarados al sol y al viento: ahora “El Redoble”, luego “Qué
bonitas son las cacereñas”, después... un pasodoble, quizá
“Ay mi sombrero”. Y todo en un espacio abierto, sin luces de neón
ni ambientes cegados por el humo artificial. Así fueron los bailes
del pasado, hasta los años cincuenta, donde se alternaba el tamboril
en las plazas con el acordeón en algún salón reservado al efecto.
Pero luego llegaron, cómo no, los bailes de la modernidad, la
implacable modernidad aquí sobradamente denostada, y no tanto por el
progreso en sí, sino por el obstinado empeño en amputar las cosas del pasado con cualquier soplapollez que trajese un no sé qué de
innovación. Llegaron los nuevos tiempos, sí, de la mano de la tele
y el cine, con José Sacristán, Mónica Randall y cía, y las
discotecas horteras de principios de los setenta que veíamos en las
pelis del tardofranquismo, donde se bailaba con aquellos movimientos
histriónicos de los brazos para arriba y los brazos para abajo, más propios
del baile de San Vito.
Las primeras orquestas que
aparecieron por los pueblos, como todo lo de entonces, eran
raquíticas: apenas tres o cuatro músicos. En algunos casos,
incluso, se añadían falsos músicos de relleno para impactar y dar
un toque más profesional a la cosa. El músico de relleno sujetaba
una guitarra eléctrica y simulaba un somero punteo, al tiempo que
ponía cara interesante y apartaba el flequillo con un seco revés de
cabeza, en un definitivo gesto yé-yé. Estas orquestas ya se
atrevían con Eva María, Un Rayo de sol y esos nuevos ritmos veraniegos y
televisivos que se escuchaban en los festivales de Benidorm y
Eurovisión. Las orquestas opacaron al tamboril combinando los
primeros atisbos de modernidad con los pasodobles de siempre, los
cuales seguían siendo bailados por jóvenes y niños, en una pura
armonización entre un pasado recio que se resistía a entregar la
cuchara, y un presente que llegaba insultante, con arrogancia e
irreverencia pueril. Era una lucha de pantalón de pana versus
pantalón de campana, donde la pana acabó hincando la rodilla en una
pobre y castiza rendición de Breda.
Al principio, los miembros
de estos grupos musicales portaban una estética más tradicional,
todos uniformados, como no queriendo transgredir todavía las reglas
y el orden de un largo pasado hegemónico. De esta forma, llevaban,
por ejemplo, chaquetas de color granate, pantalones blancos y zapatos
de charol, al estilo Orquesta Topolino, para luego ir derivando, poco
a poco, hacia una estética más de corte yé-yé, con camisas
ajustadas y pelo largo al viento, en una suerte de “The Beatles
de corral”. Y digo bien lo de corral, pues la génesis de
algunos de estos músicos estaba en los corrales, donde empezaron
ensayando de adolescentes, y allí, a su manera, aprendieron música
al atardecer, después de haber echado por la mañana el “verbaju”
a los “guarrapuh” y haber pasado el día trillando o
atendiendo al ganado, bajo la “Vardasca de Damocles” del padre,
que echaba iracundo la bronca por
dejar las faenas a “mediu mogati pol la puta música”.
Los chavales de los pueblos
improvisaban orquestas y exhibían sus “talentos” musicales por
todas partes, con instrumentos de cosecha propia, faltaría más:
baterías formadas por calambucos de hojalata, botes de papillas o Pelargón,
platillos sacados de latas grandes de bonito, palitroques de olivo a
modo de baquetas, guitarras de tabla con cuerdas de hilo coco... en
fin, una clara avanzadilla de lo que nos dieron a conocer Les
Luthiers más adelante. Estos grupos se dedicaban a dar por saco en
las siestas veraniegas, desafinando temas de lo más variado. Por
calles y plazas, en verano, se colocaban las voluntariosas orquestas
irrumpiendo a grito pelao con canciones de Toni Ronald o Fórmula V,
mientras algún viejo, al pasar con el burro, miraba circunspecto
desde la sombra pétrea del sombrero de paja, tal vez pensando para
sí mismo: “¡Con la de portilluh que hay pa´ tapal..., y éstuh paquí jaciendo bobáh!”
Los bailes aún tenían dos
versiones: “sueltos y agarraos”. En los pueblos existía todavía la
exclusiva de pedir los bailes sueltos. El suelto consistía en
colocarse uno frente a la otra, bailando suelto, sin más, en una clara
herencia de las jotas de toda la vida, que aún subyacían en lo más
arcano y profundo, como parte de un folklore que no estaba dispuesto
a dejar que los modismos le quitaran así como así su primacía. Tal
es así, que los mozos iban de dos en dos, muy varoniles, con la mano
por el hombro, allí donde vieran a dos mozas bailando entre ellas.
Las mozas miraban hacia otro lado, muy femeninas e indiferentes, y
estos mancebos, de inspiración etílica, pedían baile a las
susodichas, de tal forma que, si la empresa era exitosa, se colocaban
ambas parejas frente a frente e iniciaban el baile moderno,
conjugando la jota extremeña con el Black Is Black
de los Bravos.
En la mayoría de municipios
había un salón de baile con tribuna de maderas rojigualdas, a modo
de coso taurino, y unas madres rigurosas presidiendo el baile. Las
madres colocaban la rebeca doblada sobre la baranda, se sentaban en
la grada y ponían delante al niño pequeño, que se dedicaba a
roer la madera de la baranda con los dientes, poco antes de quedarse
dormido al ritmo lento de un “Sorbito de Champán”, de los
Brincos.
A veces se arrimaban al
baile los mal llamados “solterones”, sin mucha fe, cansados de
repetir década tras década la misma actitud pusilánime, sin fruto,
sin recompensa, sin nada..., pero en fin, se acercaban allí “por si
las flies”, que diría Paco Umbral, pero las “flies” se iban
volando siempre.
A estos bailes acudían
algunos jóvenes foráneos de pueblos cercanos. Aún recuerdo de niño
a unos mozos forasteros que llegaron al baile en burros, y los ataron
a unos olivos, sin grandes problemas con parquímetros ni miedo a las
multas por burro en doble fila. Posteriormente, ya en los ochenta, se
amplió la movilidad comarcal con el auge de las verbenas por
todas partes y el aumento del número de coches per cápita. Éstas,
las verbenas, tuvieron su irrupción en los años setenta, con las
humildes y entusiastas orquestas citadas, y el posterior éxito
en los ochenta y los noventa, con aparatosas y caras orquestas
rimbombantes, en unos años donde los presupuestos festivos fueron
holgados, en aquella España que tiró la casa por la ventana, y luego hubo que salir a buscarla a la calle.
Las mujeres bailaban entre
ellas con total naturalidad. Las jóvenes y adolescentes también, y
los chavales de esa misma edad íbamos a pedirles baile, imitando los gestos y poses
de los mozos, con desigual éxito, aunque a veces el éxito estribaba
en que alguna madre estuviera, o no, con el periscopio a una cierta
distancia de la escena.
Los vocalistas de aquellas
primeras orquestas eran de distinto nivel; algunos no hubieran pasado
un casting para cantante de ducha matutina, pero allí estaban, con
total ilusión, que esta última no faltaba en aquel tiempo. El
entusiasmo, ya digo, se vertía a raudales por todas partes, y el
nivel crítico bajaba a ras del “vicio del tinao”. A veces, el
vocalista, no sólo desentonaba, sino que, además, tenía serios
problemas con la gramática, y
terminaba, por ejemplo, alguna canción de Nino Bravo, con un firme y
desgarrador grito: “¡¡...y hasta el fin, teeeee quedréeeeee!!
En las posteriores verbenas
ochenteras aún había un amplio repertorio de bailes pachangueros
aceptados por gente de todas las edades. Ahora es impensable, pues
tan sólo va quedando un sector de personas, a partir de una cierta
edad, que son, claramente, la última generación del pasodoble.
Así, con estas y otras
cosas se divertía la tropa agropecuaria, junto a las huestes
capitalinas que reforzaban los días y las noches veraniegas de
aquella convulsa Extremadura que aquí me ofrezco a relatar.
Un buen día, María Isabel,
cogió su sombrero, se lo puso y se marchó, chiribiribí, poropopó,
y así, perdidamente perdidos, nos fuimos diluyendo en nuevos
tiempos, en nuevos bailes, en nuevas cosas, en nuevas formas de
distracción para el rebaño. Luego, ya en los ochenta,
un conocido grupo musical nos daría la respuesta que en un futuro íbamos a
recibir a todas nuestras quejas, por variadas que éstas fuesen. Y es que,
cuando preguntamos el por qué de tanta sinrazón, latrocinio e
injusticia, la culpa de todo, por si no lo sabéis, es siempre del "cha cha chá".
JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com