A veces estaban al sol, como a veces a la sombra, a veces en un poyo,
como a veces en una desvencijada silla de nea.
A veces estaban presentes, como a veces casi ausentes. Eran los
viejos y viejas que vimos desde niños; viejos viejísimos,
antediluvianos, con las arrugas marcadas a fuego, y viejas
viejísimas, con el luto adosado a la piel, y
numerosas faltriqueras donde
guardaban los caramelos para los nietos que se dignaban en ir a
visitarlas. Ancianos que vimos y aún seguimos viendo, pero aquellos
abuelos y bisabuelos de nuestra infancia, venían como de otras
épocas lejanas, como de otras edades rancias
de olor a cretona. Eran el reducto de siglos pasados, que
dejaron una delegación en el siglo veinte, para que conociésemos
las formas de vida que durante muchos años permanecieron inmutables.
En aquel tiempo,
podíamos distinguir dos generaciones de viejos: nuestros abuelos,
que nos hablaban de la guerra civil, de la “Cuesta de las perdices”
o “La batalla del Ebro”, y nuestros bisabuelos, con sus holgadas
blusas de dril, que nos relataban episodios de la Guerra de Cuba, o
nos contaban peripecias, por ejemplo, de algún legendario personaje
de su época, que andaba descalzo y se desplazaba montado en una vaca
por mitad del pueblo.
Los bisabuelos hablaban
con voz trémula y débil, ya casi desde el palimpsesto de la urna
cineraria, que diría el escritor pedante y socarrón. Nos hablaban,
sí, con un tono aflautado y quebradizo, de sus cosas de entonces, de
vivencias perdidas en la noche de los tiempos..., de
cuando no existía la luz eléctrica..., de cuando la palabra dada
era más importante que los contratos por escrito, que llegaron
después, de la mano de los prestidigitadores de la mentira, que a
día de hoy podemos percibir por todas partes.
Aquellos ancianos
cretácicos se sentaban en poyos de cantería, o en sillones de
mimbre, cual figuras indiferentes de
un museo de cera derretido al sol, rígidos y estáticos durante
horas, como mantis religiosas con las manos encima del bastón,
inclinándose ligeramente para soltar alguna débil
ventosidad, inaudible en el
silencio octogenario de la tarde. Al cabo de un rato, salía la hija
de alguno de ellos buscando al progenitor: "Amuh
pa' entru, padri...; ¡¡uyyyyyy, cómu se ha puéhtu
loh pantalonih de tierra..., poh no le diji que se sentara pa' ehta
otra parti, que ehtá el poyu máh limpiu!!
Había algún viejo
“pirongu” que aún montaba en burro, a
la manera de un “Conde Olinos extremeño”, que en las
mañanas de San Juan llevase a su burro a beber a la laguna, y en vez
de un lindo cantar, canturrease “El Algabeño” u otras coplas
flamencas de su tiempo. O podíamos verlo, también, cargando leña,
o poniendo la cincha al mulo, o haciendo un receso y apurando un
Celtas Cortos con los dedos agrietados y
amarillentos de la nicotina.
Aquellos viejos tenían
aún esa "extraña costumbre" de hablar durante horas, a
veces martilleando sobre el mismo tema, como una gota malaya ajena a
los relojes. Ellos, allí, erre que erre, inmersos en las redes
sociales de su tiempo, hasta que un burro rebuznaba en el corral, y
los devolvía a la realidad, haciéndolos cerrar el “facebook” de
su época, en favor del tocino y los garbanzos que esperaban a la
mesa.
Por todas partes del
pueblo se repartían las “viejinas” sentadas en minúsculas
sillas de nea, zurciendo medias y calcetines sobre originales huevos
de madera, luego sustituidos por bombillas fundidas. Hablaban
entre ellas, con voz de alcahuetillas, y rompían
los silencios con algún escandaloso suspiro de España: ¡¡Aaaaayyyyy,
Crihtu benditu!! También podíamos verlas detrás de las
cortinas, que a veces apartaban un poco para mirar disimuladamente, o
aprovechaban algún roto de las mismas, que les permitía avistar la
actualidad, y hacer la consiguiente crónica social, como sagaces
reporteras de aguja y retal, trabajando para la universal emisora del
chismorreo, a través de las ondas hertzianas del boca a boca.
Otra estampa
costumbrista era la del viejo, al atardecer, comiéndose el chorizo y
el pan en el poyo de “la su puerta”, y el gato, al lado,
esperando ver caer la tripa al suelo, cosa que era harto difícil,
pues, al caer la tripa, el gato se encargaba de dejar en evidencia al
mismísimo Newton.
Algunos abuelos eran
sobradamente verbales, y nos exponían curiosos problemas de ingenio,
nos cantaban canciones heredadas de sus
ancestros y, cuando el
ambiente lo requería, nos contaban cuentos de lobos. Los lobos eran
el único elemento de terror que daba la tierra extremeña, pues aún
no estaban de moda los hollywoodienses vampiros,
ni la repulsiva casquería zombi, abigarrada de símbolos satánicos.
Por cualquier parte
podíamos encontrar a viejos sordos, que hablaban a voces sentados en
los poyos, y aireaban a grito pelado sus comentarios inoportunos
sobre los transeúntes que pasaban por la calle delante de sus mismas
narices: "¿Éhta eh la que queó preñáaaa?”/ "Esu
dicin; a mi tampucu me jágah muchu casuuuu”/ “No hablih tan
reciu, coñu, que te va a oil”.
Al oscurecer, podíamos
ver a dos comadres ancianas cruzarse por la calle, una de ellas, con
la imagen de la Sagrada Familia a la cadera, y la otra con una
calderilla de huevos del corral: “¿A qué hora dijerun que
era mañana la novena?”/ “A lah nuevi, creu... o esu me paeci
habel entendíu.”
Estaba también el
viejo “tullíu” (tullido), que se resistía a quedar al margen de
la hacienda, y sentía pavor imaginando las cosas manga por hombro,
preguntando constantemente por esto y por aquello, y recibiendo un
largo rosario de mentiras piadosas que le dejaban, tan sólo, un
momentáneo estado de tranquilidad.
Viejos que se
“remuaban” en la fiesta del patrón del pueblo, y olían desde
lejos a alcanfor. Viejos haciendo vino de pitarra. Viejos echando
bellotas a las cabras en el “jerrau” de madera. Viejas matando a
besos al “nietinu”, de manera compulsiva. Viejas picando pan duro
en las sopas de ajo. Viejos sonriendo, con dos dientes por sonrisa.
Viejos depositarios de un saber que no viene en los libros, ni en los
modernos tratados de marketing. Viejos y viejas que nunca volverán,
pero que antes de irse nos enseñaron a ser buenas personas, frente a
un mundo y un sistema de cosas que nos quiere, en cambio, miserables.
Nos dejaron, en fin,
principios morales, cuentos, refranes, chascarrillos... Aún recuerdo
un tesoro verbal que me contaba mi abuelo sentado al sol, que a su
vez le enseñó un viajante, cuando él era apenas un muchacho, y que
versa sobre un hermoso y surrealista diálogo entre un borracho y el
eco:
Cruzaba un borracho enteco,
cierta calle, cuando el eco
respondió a su voz potente...
¡¡teeeeenteeeeee!!
Dijo el borracho parándose:
Quién manda.
Por estas calles ¿quién anda
que mis palabras oyó?...
¡¡Yooooooo!!
¿Y quién eres, que me cucas tanto
el bulto?
¡sal cobarde, de rabia mi pecho
arde
por echarte mil pelucas!
¡Luuuuuucaaaas!
¿Lucas Gómez, el del
Cese,
el que tanto porfiaba,
que la voz se le
enroncaba
esperando a que
bebiese?
¿Eeeeeese?
Y que haces aquí a
estas horas chafarino,
¿quieres alegrarme el
paso con algún recio sabino?
¡¡Viiiiiino!!
¿Vino dices?, pues
aquí sentado te espero.
Pero antes Lucas, sólo
una cosa te pido:
¿cuántos tragos me
consiento?...
¡¡sieeeeentoooo!!
¿Ciento?, ¡virgen
soberana!...
Dijo, y se durmió al
instante,
y en la calle un
vigilante
lo encontró por la
mañana.
JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com