Era un día de calor sahariano, de un verano cualquiera de los
ochenta; dos ancianos sentados en un umbral, junto a una
puerta llena de “talleras” y latas oxidadas, bajo un silencio de
moscas y olor a cáscaras de melón. Al cabo de un espacio de tiempo
insobornable, uno de ellos, en tono pausado y misterioso, le dice al
otro: “Cuarenta añuh jaci que no me metu en el agua”.
Tras un rato sin contestar, y con gesto hierático y sentencioso,
responde el compañero: “Yo quizá jaga máh entoavía”.
Alguien, desde dentro de la puerta, escuchaba el breve diálogo, y un
tercero, el que suscribe, lo cuenta ahora por aquí.
Era la guerra del secano contra el regadío, la guerra de las
“cascarrias” contra los jabones; guerras
que escribieron el pasado de unos octogenarios que llegaron a
longevos distanciados del agua, que es fuente de vida, mira tú.
El baño era una palabra tabú. El único baño que se conocía
era el baño de zinc, o el de plástico, ya en los tiempos de la
plastificación del mundo, o el baño que te daban cuando perdías en
cualquier juego o asunto: “Le han dau un bañu a la bríhca ehta
tardi en el casinu, y vieni enfurruhcáu.” Todos los baños posibles se
conocían de primera mano, menos el baño corporal, que era un
intruso rara vez invitado a la fiesta.
Los baños en los ríos y pantanos empezaron a hacerse frecuentes
por los años setenta, y ya con mayor profusión en los ochenta. Los
adolescentes, en más de un caso, teníamos que escaparnos al baño
de manera clandestina, como furtivos traficantes de aguas embalsadas,
burlando los miedos atávicos de nuestros antepasados. Marchábamos
en pequeños pelotones ciclistas por aquellas descarnadas carreteras
de baches que parecían elegidos a propio intento. Circulábamos por allí en una
suerte de Verano Azul televisivo, aunque nuestro azul era más bien
un azul tirando a grisáceo, y sin Chanquete, pues los chanquetes de
los pueblos, eran de tinte malhumorado y se quedaban viendo los toros
o jugando la partida, sin acercarse a las playas castizas de los
pantanos que antiguamente ellos mismos pisaron cuando, tiempo atrás,
fueron grandes dehesas de encinas y espléndidos alcornocales.
El contacto más corriente con el agua, generalmente, era en un
palanganero, o en las versátiles “palancanas”, donde el
labriego se lavaba los pies después de las tareas campestres, viendo
asomar los dedos como perfectos calamares en su
tinta, después de una dura jornada de haber faenado por ahí, entre
su corazón y sus asuntos, que diría el poeta.
Los únicos nadadores que la tradición contemplaba, eran algunos
pastores o cabreros, que nadaban siempre a braza, en un estilo
particular que podía haberse llevado a las olimpiadas con el nombre
de “Braza rural”, donde el nadador olímpico, además de avanzar,
tuviese la obligación de entornar los ojos y poner la boca
retorcida, como de vieja galaica, tal y como describiera Umbral la
mueca perenne de Torrente Ballester. También nadaban los antiguos
pescadores en los ríos, aquellos que aún pescaban con redes en
pequeñas barcas artesanales, como antiguos pescadores neotestamentarios por las aguas del mar de Galilea. Estos
nadadores locales fueron considerados auténticos “hombres
peces” por el resto de
habitantes del secano extremeño, y los ancianos no concebían que
tú, un simple adolescente, nadases mejor que estos últimos, y que,
además, nadases en distintos estilos, como por ejemplo a “crol”...
¿a qué coñu hah dichu? Por
eso, cuando
contábamos en casa nuestras destrezas natatorias, situándolas en un
nivel superior a las de aquellos acuáticos cabreros, nuestros
abuelos se echaban a reír, pensando que éramos unos pobres ilusos.
Claro que nunca se tomaron la molestia de venir a vernos nadar.
El miedo al agua siempre estaba presente: el miedo al agua de los
pozos, con un monstruo intangible que llamaban “La Mora del pozo”,
y que atrapaba a los niños que se asomaban al brocal; el miedo a los
estanques, a los ríos..., el respeto siempre al agua como una amenaza
ancestral heredada de siglos o milenios. Y, por supuesto, ni hablar
de la inmersión o el nado; el sólo hecho de mentarlos imponía un
severo respeto a los adultos. Cuando preguntabas a los mayores si
sabían nadar, solían responder con sorna: ¿Yoooo?, comu el nau
del gorrón, del primel golpi al jondón”, y todo el
personal circundante miraba con risilla cómplice, al tiempo que un
traicionero hormigueo, de zozobra y respeto, les recorría por detrás “dendi loh
carcañalih hahta la cotorina”.
A los primeros baños setenteros se iba, preferentemente, en
bestias, o en el socorrido coche de San Fernando. Recuerdo, de niño,
haberme ido a bañar con mi abuelo al río, con burra y merienda
incluida. Fuimos a un charco de las márgenes del Alagón, que apenas
tenía un metro de profundidad. Mi
abuelo, campesino alejado de las procelosas aguas, pero práctico
hombre de campo, para su
tranquilidad, decidió atarme con una soga por el cuerpo, a la altura
de las axilas, en un aldeano y seguro método salvavidas. Mi
abuelo me observaba en la distancia, con el extremo de la soga a su
lado, riendo y preparando las viandas. Desde la lejanía, algunos
bañistas contemplaban la escena en jocosa actitud.
Otro tipo de salvavidas muy acorde al ingenio
agreste y surrealista de aquellos pueblos, eran los flotadores
de cámaras de coche, y la opción, en tamaño familiar, de cámaras
de camión, con numerosos parches que dejaban fallas de seguridad, y
una cierta desconfianza en los nadadores más bisoños. Pero allí
estaban siempre ocho o diez niños subiéndose encima, sin nada que envidiar
a ningún parque acuático de los de hoy. Algún día
comercializarán este tipo de cámaras poniéndoles colores rosados y
monigotes de moda con los que hacer negocio.
Los varones más jóvenes se adaptaban pronto a la modernidad,
usando calzoncillos slip de color
oscuro, que hacían las veces de bañadores..., para qué más. Las
cremas protectoras eran pura anécdota, aún vistas por los hombres
rurales como potingues para
señoritas o varones de escasa masculinidad.
El moreno en la piel nunca gozó de gran aceptación entre
nuestros mayores, pues era sinónimo de pobreza y trabajo a la
intemperie. Cuando los viejos se enteraban que algunos jóvenes
tomaban el sol para coger color, sonreían pensando para sí: ¡Qué
sacho les daba a cada uno!
Un buen día, a finales de agosto o
principios de septiembre, alguna tormenta inoportuna nos enfriaba el
rostro y nos marcaba el final del baño, y del verano; los grandes
flotadores negros se desinflaban hasta el año siguiente y, sin
solución de continuidad, presentíamos los albores del otoño con
las fiestas de los cristos en los pueblos, y el olor a “sequío”
que nos llegaba con las primeras lluvias. Pero no importaba, pues
después del baño veraniego nos quedaba el otro baño, el baño
humano, el que ahora hemos visto menguado o sustituido por una
absurda y bastarda sublimación del individualismo, que nos ha dejado
desnudos y desprovistos de lo más elemental y necesario: los otros. Se nos acababa el baño estival y teníamos, sí, el baño
humano, ese otro tipo de baño que con pluma finísima y poética tan
bien describiese Vicente Aleixandre, allá por 1954:
...no te busques en el espejo,
en un extinto diálogo en que no te oyes.
Baja, baja despacio y buscándote entre los otros.
Allí están todos, y tú entre ellos...
Entra despacio, como el bañista que, temeroso,
con mucho amor y respeto al agua,
introduce primero sus pies en la espuma,
y siente el agua subirle, y ya se atreve,
y casi ya se decide.
JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com