martes, 27 de mayo de 2014

Viejos al sol



A veces estaban al sol, como a veces a la sombra, a veces en un poyo, como a veces en una desvencijada silla de nea. A veces estaban presentes, como a veces casi ausentes. Eran los viejos y viejas que vimos desde niños; viejos viejísimos, antediluvianos, con las arrugas marcadas a fuego, y viejas viejísimas, con el luto adosado a la piel, y numerosas faltriqueras donde guardaban los caramelos para los nietos que se dignaban en ir a visitarlas. Ancianos que vimos y aún seguimos viendo, pero aquellos abuelos y bisabuelos de nuestra infancia, venían como de otras épocas lejanas, como de otras edades rancias de olor a cretona. Eran el reducto de siglos pasados, que dejaron una delegación en el siglo veinte, para que conociésemos las formas de vida que durante muchos años permanecieron inmutables.

En aquel tiempo, podíamos distinguir dos generaciones de viejos: nuestros abuelos, que nos hablaban de la guerra civil, de la “Cuesta de las perdices” o “La batalla del Ebro”, y nuestros bisabuelos, con sus holgadas blusas de dril, que nos relataban episodios de la Guerra de Cuba, o nos contaban peripecias, por ejemplo, de algún legendario personaje de su época, que andaba descalzo y se desplazaba montado en una vaca por mitad del pueblo.

Los bisabuelos hablaban con voz trémula y débil, ya casi desde el palimpsesto de la urna cineraria, que diría el escritor pedante y socarrón. Nos hablaban, sí, con un tono aflautado y quebradizo, de sus cosas de entonces, de vivencias perdidas en la noche de los tiempos..., de cuando no existía la luz eléctrica..., de cuando la palabra dada era más importante que los contratos por escrito, que llegaron después, de la mano de los prestidigitadores de la mentira, que a día de hoy podemos percibir por todas partes.

Aquellos ancianos cretácicos se sentaban en poyos de cantería, o en sillones de mimbre, cual figuras indiferentes de un museo de cera derretido al sol, rígidos y estáticos durante horas, como mantis religiosas con las manos encima del bastón, inclinándose ligeramente para soltar alguna débil ventosidad, inaudible en el silencio octogenario de la tarde. Al cabo de un rato, salía la hija de alguno de ellos  buscando al progenitor: "Amuh pa' entru, padri...; ¡¡uyyyyyy, cómu se ha puéhtu loh pantalonih de tierra..., poh no le diji que se sentara pa' ehta otra parti, que ehtá el poyu máh limpiu!!

Había algún viejo “pirongu” que aún montaba en burro, a la manera de un “Conde Olinos extremeño”, que en las mañanas de San Juan llevase a su burro a beber a la laguna, y en vez de un lindo cantar, canturrease “El Algabeño” u otras coplas flamencas de su tiempo. O podíamos verlo, también, cargando leña, o poniendo la cincha al mulo, o haciendo un receso y apurando un Celtas Cortos con los dedos agrietados y amarillentos de la nicotina.

Aquellos viejos tenían aún esa "extraña costumbre" de hablar durante horas, a veces martilleando sobre el mismo tema, como una gota malaya ajena a los relojes. Ellos, allí, erre que erre, inmersos en las redes sociales de su tiempo, hasta que un burro rebuznaba en el corral, y los devolvía a la realidad, haciéndolos cerrar el “facebook” de su época, en favor del tocino y los garbanzos que esperaban a la mesa.

Por todas partes del pueblo se repartían las “viejinas” sentadas en minúsculas sillas de nea, zurciendo medias y calcetines sobre originales huevos de madera, luego sustituidos por bombillas fundidas. Hablaban entre ellas, con voz de alcahuetillas, y rompían los silencios con algún escandaloso suspiro de España: ¡¡Aaaaayyyyy, Crihtu benditu!! También podíamos verlas detrás de las cortinas, que a veces apartaban un poco para mirar disimuladamente, o aprovechaban algún roto de las mismas, que les permitía avistar la actualidad, y hacer la consiguiente crónica social, como sagaces reporteras de aguja y retal, trabajando para la universal emisora del chismorreo, a través de las ondas hertzianas del boca a boca.

Otra estampa costumbrista era la del viejo, al atardecer, comiéndose el chorizo y el pan en el poyo de “la su puerta”, y el gato, al lado, esperando ver caer la tripa al suelo, cosa que era harto difícil, pues, al caer la tripa, el gato se encargaba de dejar en evidencia al mismísimo Newton.

Algunos abuelos eran sobradamente verbales, y nos exponían curiosos problemas de ingenio, nos cantaban canciones heredadas de sus ancestros y, cuando el ambiente lo requería, nos contaban cuentos de lobos. Los lobos eran el único elemento de terror que daba la tierra extremeña, pues aún no estaban de moda los hollywoodienses vampiros, ni la repulsiva casquería zombi, abigarrada de símbolos satánicos.

Por cualquier parte podíamos encontrar a viejos sordos, que hablaban a voces sentados en los poyos, y aireaban a grito pelado sus comentarios inoportunos sobre los transeúntes que pasaban por la calle delante de sus mismas narices: "¿Éhta eh la que queó preñáaaa?”/ "Esu dicin; a mi tampucu me jágah muchu casuuuu”/ “No hablih tan reciu, coñu, que te va a oil”.

Al oscurecer, podíamos ver a dos comadres ancianas cruzarse por la calle, una de ellas, con la imagen de la Sagrada Familia a la cadera, y la otra con una calderilla de huevos del corral: “¿A qué hora dijerun que era mañana la novena?”/ “A lah nuevi, creu... o esu me paeci habel entendíu.”

Estaba también el viejo “tullíu” (tullido), que se resistía a quedar al margen de la hacienda, y sentía pavor imaginando las cosas manga por hombro, preguntando constantemente por esto y por aquello, y recibiendo un largo rosario de mentiras piadosas que le dejaban, tan sólo, un momentáneo estado de tranquilidad.

Viejos que se “remuaban” en la fiesta del patrón del pueblo, y olían desde lejos a alcanfor. Viejos haciendo vino de pitarra. Viejos echando bellotas a las cabras en el “jerrau” de madera. Viejas matando a besos al “nietinu”, de manera compulsiva. Viejas picando pan duro en las sopas de ajo. Viejos sonriendo, con dos dientes por sonrisa. Viejos depositarios de un saber que no viene en los libros, ni en los modernos tratados de marketing. Viejos y viejas que nunca volverán, pero que antes de irse nos enseñaron a ser buenas personas, frente a un mundo y un sistema de cosas que nos quiere, en cambio, miserables.

Nos dejaron, en fin, principios morales, cuentos, refranes, chascarrillos... Aún recuerdo un tesoro verbal que me contaba mi abuelo sentado al sol, que a su vez le enseñó un viajante, cuando él era apenas un muchacho, y que versa sobre un hermoso y surrealista diálogo entre un borracho y el eco:

Cruzaba un borracho enteco,
cierta calle, cuando el eco
respondió a su voz potente...

¡¡teeeeenteeeeee!!

Dijo el borracho parándose:
Quién manda.
Por estas calles ¿quién anda
que mis palabras oyó?...

¡¡Yooooooo!!

¿Y quién eres, que me cucas tanto el bulto?
¡sal cobarde, de rabia mi pecho arde
por echarte mil pelucas!

¡Luuuuuucaaaas!

¿Lucas Gómez, el del Cese,
el que tanto porfiaba,
que la voz se le enroncaba
esperando a que bebiese?

¿Eeeeeese?

Y que haces aquí a estas horas chafarino,
¿quieres alegrarme el paso con algún recio sabino?

¡¡Viiiiiino!!

¿Vino dices?, pues aquí sentado te espero.
Pero antes Lucas, sólo una cosa te pido:
¿cuántos tragos me consiento?...

¡¡sieeeeentoooo!!

¿Ciento?, ¡virgen soberana!...
Dijo, y se durmió al instante,
y en la calle un vigilante
lo encontró por la mañana.



JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com