Por una calle de piedra, hierba y "cagajones", avanzaba un niño con su abuelo, camino del zapatero. El
zapatero era uno de aquellos hombres afables que ya casi se perdieron,
charladores y joviales. Ambos se sentaron en una banqueta, al calor
humano del humilde zapatero, que machaba el calzado sobre la
bigornia, al rescoldo de un brasero de picón encastrado sobre una
oquedad hecha en el suelo, todo bajo un techo de teja vana. Este
hombre podía llamarse tal vez... Venancio, no importa, era el
antiguo zapatero de un pueblo cualquiera, un batallador de aquellos
oficios perdidos que hicieron de la honradez y el trabajo bien hecho,
la mejor garantía de calidad, sin papel alguno que sellar. El niño, claro
está, desde ese mismo instante, soñó con ser un honrado zapatero,
exactamente igual a lo que vio, y hacer un día “bordeguines”
(borceguíes) campestres, botas de piel de hierro con
cordones, sandalias de piel calada para niños... calzados, en fin,
para pisar los guijarros de una tierra extremeña tan bizarra como
bella.
Fueron oficios diluidos en el tiempo,
donde nada había “made in China”, pues todo era “made in
pueblo”; una suerte de autarquía en la que todo se fabricaba a muy
poca distancia, todo lo más en algún pueblo de las cercanías, sin
residuos sólidos urbanos con que dañar el medio, ni obsolescencias para esquilmar los bolsillos de la gente cabal.
En los días de lluvia y tormenta, los
herreros herraban las bestias con una corrobla de hombres a su
alrededor, disertando sobre lo más
rudimentario de la filosofía
popular. Cada herrero era especialista en distintas variantes del
oficio: algunos estañaban cacharros de toda índole y procedencia:
orinales, pucheros, tazas o fuentes de porcelana; otros eran diestros
en hacer “engarillas”, otros arreglaban y aguzaban con maestría
las rejas de arar... El ambiente de la fragua era sombrío y antiguo
como ninguno, con fuegos infernales que a los niños nos servían
para dar imagen a las famosas calderas de Pedro Botero, de las que
tantas veces habíamos oído hablar. Los herreros machaban hasta la
saciedad los hierros incandescentes, no haciéndose recomendable
vivir al lado de la herrería, como le pasara al pobre Favio, de
Quevedo, entre otras muchas tribulaciones.
En la misma línea, los caldereros se
afanaban en sartenes, trébedes y demás menaje rural de hierro, que
abastecía a las casas de la más elemental logística
destinada a la subsistencia.
Otros ilustres machadores eran los
carpinteros: fabricantes de escaños, puertas, camillas, banquetas
para niños, ventanas, sobrados... y hasta algunos, incluso, cajas
funerarias. El ambiente de las carpinterías rurales era similar a
aquellas carpinterías de las antiguas películas en blanco y negro
de Pinocho; aquí, en cambio, con un Gepetto aldeano que tenía, tal
vez, a un muñeco de carne y hueso como ayudante.
Un día cualquiera sonaba la voz del
pielero: “¡¡El pieleeeerooooo, piel de conejoooo, quién
vendeeeeee...!!” El pielero era lo más parecido al tío del
sebo que pudiéramos imaginar los más pequeños, y no podía ser de otra forma, con aquellos pellejos colgando del hombro y la tétrica imagen
de asesino en serie de la España profunda, con su blusa de dril
manchada de sangre y sebo, y esa imagen de conjunto que podría
encajar perfectamente en el entorno de
la familia de Pascual Duarte; aunque quizá, el pielero, hasta fuese
buena persona, mira tú.
Otro buen día, como llevado por el
viento, sonaba el inconfundible silbato del afilador, venido desde
tierras galaicas, con su bicicleta adaptada a la piedra de afilar, y
las cubiertas de las ruedas raídas de andar por mil caminos. Los
niños se arremolinaban en torno al afilador, frecuentemente bromista
y dicharachero. Las mujeres aparecían con sus tijeras, cada vez más
desgastadas: “Cuántu cuehta... hay
que vel... ca´ añu eh máh caru...”
También estaban los albarderos y los
guarnicioneros, encargados de albardas, cinchas, cabezadas, colleras
y toda suerte de aparejos asnales tan propios
de aquel tiempo.
De vez en cuando surgían unos pequeños
Leonarnos Da Vincis por los pueblos, como salidos de un famélico
Renacimiento español, capaces de hacer artesanías y apaños de lo más variado, adaptándose, claro está, a las necesidades propias
del momento. Estos Da Vincis, lo mismo hacían cortinas de papel de
periódico, ramos y cintas para las defunciones, que arreglaban
transistores y radios viejas, todo ello con especial maestría y
esmero, con amor al trabajo bien hecho.
Aún quedaban estancos con un pequeño
mostrador, donde vendían paquetes de ideales, celtas cortos, cajas
de cerillas (aquellas minúsculas cajas del gallino), sellos del
generalísimo, sobres, papel de fumar y tabaco de liar. La estanquera
compaginaba el estanco con sus tareas domésticas, y al entrar por la
puerta, el tiempo se ralentizaba, transportándote, no sé, a una
especie de Macondo, de García Márquez, donde el estrés no formaba
parte de lo cotidiano. Los niños íbamos a hacer recados al estanco.
Abrías la tranca de la vieja puerta y pronunciabas, con voz de pito,
el nombre de la dueña, y al cabo de un rato, desde el fondo del
pasillo, aparecía una sombra sigilosa, que iba cobrando forma y te
decía: “Qué quierih, bonitu”, / “un paqueti de Idealih pa´
tíu Eduardu”..., dejando
claro que no era para nosotros... qué inocentes. En
los pueblos todo tenía un dueño o un destinatario; era
algo que formaba parte de un protocolo, donde cada cosa tenía que
tener, indefectiblemente, sus propias señas de identidad.
Los Barberos/peluqueros apuraban las
fieras barbas extremeñas. Aquellos hombres polivalentes, que podían
ser barberos y albarderos, al tiempo que hacerse cargo del correo del
pueblo, todo con la misma probidad y buen
hacer. A los niños nos dejaban
el pelo casi al cero, por recomendación de nuestras madres, y con un
gallino en la parte delantera del flequillo, con el consiguiente
cabreo por nuestra parte, que veíamos ya triunfar en la tele a Camilo Sexto, Nino Bravo, Pirri, Johan Cruyff y otros melenudos de postín.
Los padres tardaron en aceptar el mundo yé yé, que llamaba a las
puertas con insultante arrogancia anglosajona,
pero al final, como era de esperar, pudieron más las cosas del mundo
que las cosas de siempre.
El esquilador de burros, que no era el
mismo que el esquilador de ovejas, grababa filigranas en el lomo del
pollino, logrando que el burro pareciese una alfombra persa andante,
falseando la realidad del jumento, con unas galanuras que nada tenían
que ver con su triste vida “desgalanada”.
Por los barrios de piedra y soportales,
sonaba la trompeta de los antiguos alguaciles: “Con permiso del
señor alcalde, se hace saber, que durante dos días estará el
cobrador de la luz en la posada de...” Después
del ruido de la trompeta, se hacía un silencio sepulcral, y hasta
los niños intuíamos que algo muy solemne e importante estaba a
punto de escucharse. Nunca faltaba la exhortación al
silencio por parte de algún
rudo viandante, con un seco y cortante: “¡¡Callálsuh ,
hohtia!!”
Los cabreros de concejo partían con
las cabras por las mañanas. La gente le llevaba las cabras, y éstas
se encargaban de volver solas a casa, al atardecer. En
cierta ocasión, aún siendo un chaval, me presté a llevar unas
cabras de alguien que llegaba ya tarde, y tuve un largo peregrinar
por caminos y veredas, detrás del cabrero al que nunca encontraba.
Preguntaba a la gente, y me decían: “Por
ahí mihmu va, corri que lo cogih”,
y nada... al cabo de un rato, otra vez: “Ahí
mihmituuuu acaba de pasal, corri
que le echah manu...”, y tampoco.
Así estuve hasta bien entrado en la dehesa, cuando por fin di caza
al cabrero,
ya al borde de la desesperación.
Al llegar las fiestas aparecían los
buhoneros, que vendían golosinas en modestos puestecillos, o
aquellos otros que venían con la pequeña ruleta de la suerte, donde
lo más que te tocaba era un cigarrillo de caramelo, que te ponías
en la boca, a caballo entre el niño goloso que aún eras, y el
hombre chulesco del oeste que te obligaban a
ser.
En los pueblos
había siempre alguna mujer encargada de las chucherías: pipas,
globos, cromos... Las vendía en una humilde cesta los domingos, y
luego en su propia casa. Salíamos por la puerta de su vivienda,
mascando chicle americano y cambiando el cromo de Santillana por el
de Asensi, que estaba siempre repetido.
Los "luceros" (electricistas) aparecían con largas
escaleras para arreglar los cables que habíamos fastidiado los niños
con algún balón. Llegaba el lucero al atardecer, y gateaba a las
alturas, escoltado por golondrinas, con un
fondo de chimeneas y un cielo lírico, entre rojizo y gris.
Aún quedaban parederos de aquellos que
sembraron de paredes de granito, o de pizarra, los campos extremeños,
ahora ya casi derruidas en los montes, como en un Machu Pichu propio ofrendado a los falsos viracochas.
También vimos silleros que
venían a las plazas a arreglar los hondones de las sillas de nea,
desvencijadas por las ásperas posaderas campesinas y
las uñas de los gatos. Panaderos que
amasaban con amor un pan sin antioxidantes ni química alguna...
Alfareros embadurnados de arcilla, que llenaron las casas de cántaros
y tinajas para beber el agua de los pozos y las fuentes, y que
recordamos como auténticos hombres de barro, dándole al torno, con
niños y vecinos a su alrededor... En fin, y junto a
éstas, otras tantas ocupaciones que
dejaré sin duda en el tintero.
Por detrás de
nosotros hubo oficios de los que sólo supimos por boca de nuestros
mayores. No
llegamos a conocer a los legendarios ciegos que venían
con sus coplas, casi sacados del Lazarillo de Tormes. Me cuentan
cosas sobre el ciego del Casar: con gafas negras, alto y delgado, y
un niño que tocaba un triángulo, mientras el ciego, con voz
trémula, canturreaba coplas con argumentos lacrimógenos: “En
la estación de Alicante, / a un tren subió un militar, / en un
coche de segunda que para su casa va, (…) Señora no tengo madre, /
pero buena no será, / que siendo yo muy pequeño me entregó a un
militar...”
Tampoco conocimos a los porqueros de
concejo, boyeros de concejo, pescadores en los ríos, ni a sus
barcas o balsas hechas con planchas de corcho...
ni a los loberos... ni a los rabanes en las montaneras... ni a los
vendedores de especias que llegaban por las matanzas pregonando:
“Anísss,
cominooooo, pimieeeeeeeeeeenta y
clavoooooo! También
se nos escaparon los fotógrafos
en las fiestas, que hacían retratos familiares con el reclamo del
pajarillo para los niños. Son esas fotos ajadas que ahora duermen
dentro de cajas de camisas, en el fondo de un baúl, y que algunos un
buen día tuvimos a bien rescatar para gloria de un libro que circula por ahí.
Era un tiempo manufacturado, de
entrega, rectitud y denuedo, donde el trabajo, aunque duro, aún era
patrimonio de las personas, y donde la honradez, aún con salvedades,
era moneda corriente. Casi todos eran pluriempleados de las pequeñas
cosas, ajenos a un mundo que había de llegar luego, parasitado de
opulencias e injusticias, y ofrecido a los dioses paganos de la
usura.
JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com