A pesar del dicho que relata que no se
pueden poner puertas al campo, vamos a colocar unas cuantas por
aquí; pues no son, sino puertas, los portillos, “engarillas” y
demás cierres rústicos que sirvieron para colocar barreras de
propiedad en los campos de aquella verde Extremadura que aquí proso
en estos tragicómicos relatos.
Los portillos eran pequeños e
irrisorios obstáculos, que bloqueaban la entrada de prados y
cortinales, en los bellos parajes de aquellas tierras de “cachimán”
y granito. Podían ser, tan sólo, una informe membrana de palos
engarzados con alambres, o unas tablas viejas recicladas para el
caso, o unos ramajos
arrancados a la maleza, para darles un nuevo cuerpo de
resistencia, como desnutridos guardianes de
escasas pertenencias...,
o a veces guardianes de la nada.
La anatomía del portillo era grotesca,
deforme, irregular, pero a un tiempo bella. El portillo era, tal vez,
una barrera imaginaria, más que real; un inofensivo vigilante
fácilmente abatible: apenas una patada a una piedra de la entrada, o
a un palo seco de higuera, bastaban para franquear tan endeble
fortaleza prerromana. El portillo, más que evitar el paso, lo
estorbaba, como si tal vez su misión
fuese más bien disuasoria.
Nuestro amigo, el portillo, era un
humilde custodio de las pequeñas cosas, deportado a veredas o
callejas de menor importancia; al contrario que su prima hermana, la
“engarilla”, de mayor estatus, que ejercía en caminos de primer
orden, con una estampa altanera de hierros oxidados y
cerrojos chirriantes,
aunque también, a veces, dislocada y aquejada de reumas
invernales, olvidada por lejanos herederos y
hundida sobre tierras húmedas y yerbajos.
Un buen día, el surrealismo popular
hizo su aportación funcional al portillo de toda la vida, y
aparecieron los portillos tapados con somieres viejos: son esos
somieres de láminas y alambres que ahora vemos por todas partes,
con mejor voluntad que acierto estético por parte de los artistas
rurales de la improvisación. Estos somieres
tuvieron sus días de vino y rosas, supliendo a las antiguas jergas
de tablón y bálago, pasando a recibir las costillas de afligidos
campesinos, o a servir de soporte en nuestro propio nacimiento.
Posteriormente, ya digo, fueron relegados a un papel menor, oxidados
y expatriados por esos campos de dios, a la intemperie de soles,
vientos y lluvias.
El portillo era también un punto
de confluencia, una especie de embudo donde esperar animales
despavoridos: “¡Jalea lah ovejah, que van pal portillu!”
Hasta incluso, con cierta ironía rural, surgió la figura, casi
literaria, de “El salvaje al portillo,” que definía,
perfectamente, con un extraño “fino humor” extremeño, a los
hombres especialmente toscos en sus maneras, que eran reclamados para
cualquier comando de operaciones especiales. Cómo serían los tales salvajes, cuando eran considerados así en un ambiente donde las
delicadezas no recibieron nunca el visado.
Por estas esqueléticas entradas,
pasaron, como Pedro por su casa, los sempiternos conejos de aquella
Hispania, que así, como “tierra de conejos”, describieran a su
llegada los fenicios. De la misma manera pasaron por allí, zorros,
lobos, hurones, y toda suerte de alimañas..., incluyendo algunas humanas, que haberlas haylas.
Los niños llevábamos los burros a
bucólicos cortinales perdidos en hondonadas propias de monasterios
benedictinos. Los burros, apeados, se saltaban con frecuencia los
portillos, para nuestra desazón, y la bronca consiguiente de algún
abuelo que no perdía detalle: “¡No sabih apeal el burru, ni
claval la ehtaca..., con la de vecih que te he enseñau a jacelu..., quierih jacel lah cosah... y luegu no tienih albeliá...!”
Algunas paredes derruidas quitaban
protagonismo al portillo, no sabiéndose muy bien cuál era la
entrada oficial, con paredes caídas por doquier, cual ruinas de una
Numancia celtíbera, de arévacos tristes e inertes, entregados,
ahora ya, a un moderno imperio neo romano, de oropeles y fanfarrias.
La gente de aquel tiempo tenía por
costumbre ir a levantar portillos en los ratos libres (que la verdad
no eran muchos). También lo usaban como antídoto contra el
holgazaneo de mozos ociosos. Cuando nuestros abuelos veían a los
jóvenes vagueando o escuchando música en
algún radio cassette de Andorra,
en aquellos días vacacionales de los años ochenta, solían
decir por lo bajini: “A ehtuh loh mandaba yo a levantal
portilluh”, o tal vez: “Con la de portilluh caíuh que
tieni su agüelu, y ehti paí jaciendu bobah...”
Había portillos de carrascal, de
cortinal, de prado, de melonar, de olivar, y, sobre todo, portillos
caídos, más que en pie; portillos siempre mostrándose en su
condición más pobre, sin alharacas ni
tonterías, dándonos, sin saberlo, pequeñas lecciones de
humildad.
A través del portillo pasaron
toda la flora y la fauna que conformaron la variopinta piel
curtida de aquellos tiempos: alacranes en noches de tormentas
veraniegas; perrinos falderos pegados al pantalón de pana de su amo;
burros con carricoches cargados de pasto; mujerinas con calderillas
de higos chumbos; “guarrapos” ibéricos hozando suelos en busca
de bellotas imposibles; niños de un pasado en blanco y negro,
buscando nidos y nueces en el nogal; inocentes niñas de posguerra
recogiendo moras en verano, o flores para los versos de mayo,
cantando canciones de su tiempo, que devolvían los ecos de las
vaguadas: “Tiene la Tarara un
vestido blanco, que sólo se pone en el Jueves Santo;
la Tarara sí, la Tatara no, la Tarara madre que la bailo yo...”
Una tarde cualquiera de los noventa, un
hombrino viejo, de esos que pululan por estos textos, se adentró por
la selvática maleza, en su postrero viaje al cortinal. Agarró la
última piedra que le dejó levantar la “rabaílla”, y comprendió
que aquella era, sí, la última piedra que sus manos nunca más
levantarían. Miró triste a lo lejos, con el ceño fruncido y las
recias arrugas marcadas en el entrecejo, vencido, y ya perdido ese
punto colérico de nervio y furia, que otrora
le diese fama de hombre “jerrizo”. En ese mismo instante,
supo que aquel era el último portillo..., el último portillo de la
vida y de la muerte. Fueron testigos, el sol del ocaso, las montañas
nevadas de Traslasierra, los últimos pájaros de la tarde, y el aire
cierzo, que se llevó, como un villano, las últimas gotas de sudor
hacia las más lejanas constelaciones del olvido.
JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS