Entre la niebla mañanera de un día
cualquiera de diciembre o enero, desfilaba un pobre gorrino ibérico
hacia su altruista inmolación en favor del hambre comunitaria,
hambre de un pueblo que no hacía tantos años que acababa de “echar
la gajera”. En plena calle se disponía la mesa matancera y la
chamusquina. Los niños más sensibles corríamos lejos de la escena
del sacrificio, para no oír, ni siquiera en la distancia, la
acústica del sacrificio de un cerdo que a buen seguro un día
asistimos con “berbajos”, mondajas y alguna carantoña
desconfiada. Luego, todo transcurría en detalles que no son objeto
de esta crónica, pues aquí me recrearé más bien en los aspectos
amables de las jornadas matanceras, que tanta magia desbordaban para
los críos, ávidos siempre de novedades y
aventuras.
El mismo día de
la matanza, íbamos con madres y abuelas a los arroyos de las
cercanías a lavar las tripas. Una vez más, las corrientes generosas
se llevaban la inmundicia y nos limpiaban de todo lo que nos sobraba,
que era bien poco.
Los niños marchábamos con la lengua
del cerdo en un plato de porcelana, hacia el veterinario, con sumo
cuidado de que no se cayera. La lengua iba tapada con un trapo, como
un cadáver mínimo, camino del
ayuntamiento. Antiguamente, cuando salía un cerdo con triquinosis,
era un drama para la familia afectada, pues suponía la pérdida de gran
parte de los recursos alimentarios para el resto del año.
Posteriormente se decidió crear una sociedad, donde cada vecino
abonaba una cantidad de dinero por quilos, al
objeto de recibir una indemnización, llegado el caso.
Por las noches, alrededor de una mesa
camilla, y bajo una luz timorata, se jugaba a la lotería con unas
fichas de madera ajada y unos cartones descoloridos; o quizá al
Cuco, con viejas cartas desgastadas, que tal
vez pertenecieron a alguna antigua taberna de la familia. Allí se
compartían ratos entrañables, en un entorno hospitalario y
netamente humano. Mientras tanto, hasta la mesa llegaba el calor y el
resplandor de la lumbre, y un olor a ajo y guisos matanceros
impregnaba el ambiente.
Los escasos placeres gastronómicos,
venían de la mano de los dulces caseros:
tortas de anís, jeringuillas, buñuelos de caña, roscas
fritas, perrunillas y demás repostería rural, combinando lo más
rudimentario con lo más exquisito de las cosas naturales.
La gente joven de la matanza recorría
el pueblo con pequeños y adaptados instrumentos caseros, dando
pasacalles al estilo navideño, y en ocasiones coincidiendo con la
propia Navidad. Los más pequeños iban detrás, con los ojos como
platos y el entusiasmo que llevan los niños a todas partes. Se
entonaban bellas canciones del folklore más añejo, que retumbaban
por las calles medio oscuras, como salidas de un coro descompasado de
antiguas tradiciones y miserias: “Esta noche ha llovido mañana
hay barro, pobre del carretero que está en el carro, quítate niña
de ese balcón...”
Por las mañanas, temprano, los anfitriones de la matanza agasajaban a los vecinos con
un chupito de aguardiente, higos secos y algunas “dulzainas”
matanceras, y al terminar la matanza invitaban a “asar un cacho”
a la gente allegada. Se
compartía lo poco que se tenía, pues, como es sabido, los más
pobres han sido siempre los más generosos; así parece repetirse
esta máxima desde el principio de los tiempos.
A los niños los mandaban las madres a
llevar huesos a las familias de confianza, para dar curso a los
diversos compromisos. Algunos niños detestaban los guisos de huesos,
y se alegraban viéndolos salir en una u otra dirección, con la
esperanza de que nunca más volvieran..,, pero los huesos eran de ida
y vuelta, y regresaban con las matanzas de los propios beneficiarios,
como un vengativo boomerang extremeño que acababa devolviéndonos siempre las cosas menos deseadas.
Sobre algún árbol de las cercanías,
los mayores nos colocaban columpios hechos de soga, con algún
aparejo de asiento. Algunos de los niños más pequeños quedaban
marginados, y lloraban amargamente reclamando al hermano mayor su
derecho al columpio: “¡¡Me quieeeeeru
ehcolumbeaaaaal...!!” El columpio era una de las cosas más
esperadas en las matanzas por parte de los críos. Allí, en
aquella cuerda de magia repentina, volábamos al viento entre
pájaros y cielos interminables, y nuestros pies parecían tocar las
nubes, como Heidi en las montañas de los Alpes. Mientras tanto, al
compás del balanceo, las niñas cantaban: “Este columpio está
abierto, nunca lo veo cerrado, pasa la Virgen María, vestida de
colorado...”.
Pero tal vez el acontecimiento más
esperado por los muchachos de la matanza, era
el momento nocturno y alevoso de ir a “tirar los tiestos”.
Esta tradición nada tenía que ver con devaneos amorosos, como la conocida expresión de “tirar los tejos”, asociada al galanteo pueblerino,
que parece tener su origen en un antiguo juego segoviano, llamado "El
tejo", consistente en lanzar un trozo de teja contra un palo de
madera clavado en el suelo. Los mozos que jugaban en las plazas de
los pueblos segovianos, aprovechaban para lanzar el tejo cerca de la moza
deseada, para acercarse a ella con la excusa de recoger el tejo... Ni nada que ver con aquella otra que escuché un buen día, de un pueblo de la España
profunda, donde el pretendiente de alguna moza en cuestión, una vez
llegada la noche, se acercaba de incógnito a la puerta, y tiraba la
boina en casa de la pretendida, esperando, con el corazón en un
puño, a ver si la boina salía disparada otra vez por la puerta, o
si en cambio era bien recibida, y le era entregada en mano al día
siguiente, dando lugar a la oportuna formalización, una vez
dilucidado el asunto en el pequeño sanedrín familiar...
“Tirar los
tiestos” era otra cosa, era sencillamente lanzar objetos de barro
por las puertas de las casas, aprovechando el descuido de sus
moradores. Era un acto de travesura, de vandalismo de baja
intensidad, integrado en las costumbres de aquellos pueblos norteños.
Se arrojaban por las puertas cacharros rotos de lo más variado:
cántaros, botijos, tejas, bombillas fundidas, e incluso alguna
tinaja de pequeño tamaño..., quizá la tinaja donde estuvo el
puchero de beber el agua, el mismo que aguantó con paciencia las
babas de un par de generaciones.
El cántaro roto que se tiraba, puede
que fuese el cántaro que se le rompió a la lechera en la fábula de
Samaniego, pues eran muchos los planes que aquella pobre gente hacía,
y muy pocos los que fructificaban.
Nos acercábamos a las puertas con un
silencio monacal, y una vez lanzado el tiesto, éste se estrellaba
con estrépito sobre el suelo de cemento pulido del patio. Después
de la emoción del tiesto lanzado, esperábamos la respuesta inmediata,
que casi siempre llegaba en forma de mujerina chillando: ¡Qué ha
sonauuuu paíííí!; y una voz tosca y hombruna, que a continuación
contestaba: “Qué hóhtiah va a sel... poh algún tiehtu que
habrán tirau...” Emprendíamos
la carrera de manera desaforada, entre risas y nervios,
mientras se oía en la lejanía la voz amenazante de la mujer: ¡¡Uyyy
si loh cojuuuu..., uyyyyyyy si loh cooooojuuuuuu!!
A veces salían viejos encolerizados
corriendo detrás de los muchachos gamberros, a los cuales no podían
coger (y ni siquiera identificar), despotricando y blasfemando hasta
la extenuación. La gente solía reaccionar con irritación, a pesar
de que el tiesto se tiraba en el marco de un
contexto puramente matancero, que contaba con la aquiescencia
de los mayores, y estaba relativamente asumido. Me cuentan,
incluso, de una mujer que iba a tirar tiestos con los niños más pequeños, y, una
vez lanzado el tiesto por ella misma, caminaba con los infantes cogidos de la mano, y al
asomarse a la puerta los receptores de la maceta perturbadora, esta
mujer gritaba: ¡¡Uyyyyyy, loh tíuh joíuuuu, por ahí van corrienduuuuu ahora mihmuuuu!!
De peor gusto que los tiestos eran los
“zahumerios...”: un bote de lata lleno de trapos sucios,
plásticos y pringues de toda índole, que, una vez prendidos, soltaban
un humo maloliente dentro de las viviendas.
Esta broma de los tiestos se daba también entre gente de la máxima confianza. Contaba mi abuelo que, en cierta
ocasión, llevó una tinaja pequeña a un corral que tenía próximo a
la casa de un amigo (participante en la misma matanza), con el
pretexto de desecharla y confinarla a un rincón mugriento del citado corral; pero este
buen hombre, al ver a mi abuelo de esta guisa, sospechó que la tinaja llevaba como destino la entrada
de su humilde vivienda, y acto seguido cerró todas las puertas a cal y canto. Mi
abuelo lo contaba muerto de risa, pues, evidentemente, le habían
adivinado las intenciones.
A mi abuelo lo enseñó a tirar tiestos
su abuela, quedando de manifiesto que era una tradición centenaria,
heredada y aprendida (pues tenía su arte). Los tiestos, cántaros,
tinajas o vasijas, estuvieron siempre presentes en la historia de la
sufrida gente rural. Aquellos tiestos representaban, quizá, el barro
frágil de la existencia, la metáfora misma de la propia vida, hecha
añicos sobre un suelo de granito o pizarra..., representaban, en fin, las semblanzas de unas biografías forjadas en el barro, y como el
barro, un día, precipitadas.
JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS