domingo, 18 de enero de 2015

Tirando tiestos




Entre la niebla mañanera de un día cualquiera de diciembre o enero, desfilaba un pobre gorrino ibérico hacia su altruista inmolación en favor del hambre comunitaria, hambre de un pueblo que no hacía tantos años que acababa de “echar la gajera”. En plena calle se disponía la mesa matancera y la chamusquina. Los niños más sensibles corríamos lejos de la escena del sacrificio, para no oír, ni siquiera en la distancia, la acústica del sacrificio de un cerdo que a buen seguro un día asistimos con “berbajos”, mondajas y alguna carantoña desconfiada. Luego, todo transcurría en detalles que no son objeto de esta crónica, pues aquí me recrearé más bien en los aspectos amables de las jornadas matanceras, que tanta magia desbordaban para los críos, ávidos siempre de novedades y aventuras.

El mismo día de la matanza, íbamos con madres y abuelas a los arroyos de las cercanías a lavar las tripas. Una vez más, las corrientes generosas se llevaban la inmundicia y nos limpiaban de todo lo que nos sobraba, que era bien poco.

Los niños marchábamos con la lengua del cerdo en un plato de porcelana, hacia el veterinario, con sumo cuidado de que no se cayera. La lengua iba tapada con un trapo, como un cadáver mínimo, camino del ayuntamiento. Antiguamente, cuando salía un cerdo con triquinosis, era un drama para la familia afectada, pues suponía la pérdida de gran parte de los recursos alimentarios para el resto del año. Posteriormente se decidió crear una sociedad, donde cada vecino abonaba una cantidad de dinero por quilos, al objeto de recibir una indemnización, llegado el caso.

Por las noches, alrededor de una mesa camilla, y bajo una luz timorata, se jugaba a la lotería con unas fichas de madera ajada y unos cartones descoloridos; o quizá al Cuco, con viejas cartas desgastadas, que tal vez pertenecieron a alguna antigua taberna de la familia. Allí se compartían ratos entrañables, en un entorno hospitalario y netamente humano. Mientras tanto, hasta la mesa llegaba el calor y el resplandor de la lumbre, y un olor a ajo y guisos matanceros impregnaba el ambiente.

Los escasos placeres gastronómicos, venían de la mano de los dulces caseros: tortas de anís, jeringuillas, buñuelos de caña, roscas fritas, perrunillas y demás repostería rural, combinando lo más rudimentario con lo más exquisito de las cosas naturales.

La gente joven de la matanza recorría el pueblo con pequeños y adaptados instrumentos caseros, dando pasacalles al estilo navideño, y en ocasiones coincidiendo con la propia Navidad. Los más pequeños iban detrás, con los ojos como platos y el entusiasmo que llevan los niños a todas partes. Se entonaban bellas canciones del folklore más añejo, que retumbaban por las calles medio oscuras, como salidas de un coro descompasado de antiguas tradiciones y miserias: “Esta noche ha llovido mañana hay barro, pobre del carretero que está en el carro, quítate niña de ese balcón...”

Por las mañanas, temprano, los anfitriones de la matanza agasajaban a los vecinos con un chupito de aguardiente, higos secos y algunas “dulzainas” matanceras, y al terminar la matanza invitaban a “asar un cacho” a la gente allegada. Se compartía lo poco que se tenía, pues, como es sabido, los más pobres han sido siempre los más generosos; así parece repetirse esta máxima desde el principio de los tiempos.

A los niños los mandaban las madres a llevar huesos a las familias de confianza, para dar curso a los diversos compromisos. Algunos niños detestaban los guisos de huesos, y se alegraban viéndolos salir en una u otra dirección, con la esperanza de que nunca más volvieran..,, pero los huesos eran de ida y vuelta, y regresaban con las matanzas de los propios beneficiarios, como un vengativo boomerang extremeño que acababa devolviéndonos siempre las cosas menos deseadas.

Sobre algún árbol de las cercanías, los mayores nos colocaban columpios hechos de soga, con algún aparejo de asiento. Algunos de los niños más pequeños quedaban marginados, y lloraban amargamente reclamando al hermano mayor su derecho al columpio: “¡¡Me quieeeeeru ehcolumbeaaaaal...!!” El columpio era una de las cosas más esperadas en las matanzas por parte de los críos. Allí, en aquella cuerda de magia repentina, volábamos al viento entre pájaros y cielos interminables, y nuestros pies parecían tocar las nubes, como Heidi en las montañas de los Alpes. Mientras tanto, al compás del balanceo, las niñas cantaban: “Este columpio está abierto, nunca lo veo cerrado, pasa la Virgen María, vestida de colorado...”.

Pero tal vez el acontecimiento más esperado por los muchachos de la matanza, era el momento nocturno y alevoso de ir a “tirar los tiestos”. Esta tradición nada tenía que ver con devaneos amorosos, como la conocida expresión de “tirar los tejos”, asociada al galanteo pueblerino, que parece tener su origen en un antiguo juego segoviano, llamado "El tejo", consistente en lanzar un trozo de teja contra un palo de madera clavado en el suelo. Los mozos que jugaban en las plazas de los pueblos segovianos, aprovechaban para lanzar el tejo cerca de la moza deseada, para acercarse a ella con la excusa de recoger el tejo... Ni nada que ver con aquella otra que escuché un buen día, de un pueblo de la España profunda, donde el pretendiente de alguna moza en cuestión, una vez llegada la noche, se acercaba de incógnito a la puerta, y tiraba la boina en casa de la pretendida, esperando, con el corazón en un puño, a ver si la boina salía disparada otra vez por la puerta, o si en cambio era bien recibida, y le era entregada en mano al día siguiente, dando lugar a la oportuna formalización, una vez dilucidado el asunto en el pequeño sanedrín familiar...

“Tirar los tiestos” era otra cosa, era sencillamente lanzar objetos de barro por las puertas de las casas, aprovechando el descuido de sus moradores. Era un acto de travesura, de vandalismo de baja intensidad, integrado en las costumbres de aquellos pueblos norteños. Se arrojaban por las puertas cacharros rotos de lo más variado: cántaros, botijos, tejas, bombillas fundidas, e incluso alguna tinaja de pequeño tamaño..., quizá la tinaja donde estuvo el puchero de beber el agua, el mismo que aguantó con paciencia las babas de un par de generaciones.

El cántaro roto que se tiraba, puede que fuese el cántaro que se le rompió a la lechera en la fábula de Samaniego, pues eran muchos los planes que aquella pobre gente hacía, y muy pocos los que fructificaban.

Nos acercábamos a las puertas con un silencio monacal, y una vez lanzado el tiesto, éste se estrellaba con estrépito sobre el suelo de cemento pulido del patio. Después de la emoción del tiesto lanzado, esperábamos la respuesta inmediata, que casi siempre llegaba en forma de mujerina chillando: ¡Qué ha sonauuuu paíííí!; y una voz tosca y hombruna, que a continuación contestaba: “Qué hóhtiah va a sel... poh algún tiehtu que habrán tirau...” Emprendíamos la carrera de manera desaforada, entre risas y nervios, mientras se oía en la lejanía la voz amenazante de la mujer: ¡¡Uyyy si loh cojuuuu..., uyyyyyyy si loh cooooojuuuuuu!!

A veces salían viejos encolerizados corriendo detrás de los muchachos gamberros, a los cuales no podían coger (y ni siquiera identificar), despotricando y blasfemando hasta la extenuación. La gente solía reaccionar con irritación, a pesar de que el tiesto se tiraba en el marco de un contexto puramente matancero, que contaba con la aquiescencia de los mayores, y estaba relativamente asumido. Me cuentan, incluso, de una mujer que iba a tirar tiestos con los niños más pequeños, y, una vez lanzado el tiesto por ella misma, caminaba con los infantes cogidos de la mano, y al asomarse a la puerta los receptores de la maceta perturbadora, esta mujer gritaba: ¡¡Uyyyyyy, loh tíuh joíuuuu, por ahí van corrienduuuuu ahora mihmuuuu!!

De peor gusto que los tiestos eran los “zahumerios...”: un bote de lata lleno de trapos sucios, plásticos y pringues de toda índole, que, una vez prendidos, soltaban un humo maloliente dentro de las viviendas.

Esta broma de los tiestos se daba también entre gente de la máxima confianza. Contaba mi abuelo que, en cierta ocasión, llevó una tinaja pequeña a un corral que tenía próximo a la casa de un amigo (participante en la misma matanza), con el pretexto de desecharla y confinarla a un rincón mugriento del citado corral; pero este buen hombre, al ver a mi abuelo de esta guisa, sospechó que la tinaja llevaba como destino la entrada de su humilde vivienda, y acto seguido cerró todas las puertas a cal y canto. Mi abuelo lo contaba muerto de risa, pues, evidentemente, le habían adivinado las intenciones.

A mi abuelo lo enseñó a tirar tiestos su abuela, quedando de manifiesto que era una tradición centenaria, heredada y aprendida (pues tenía su arte). Los tiestos, cántaros, tinajas o vasijas, estuvieron siempre presentes en la historia de la sufrida gente rural. Aquellos tiestos representaban, quizá, el barro frágil de la existencia, la metáfora misma de la propia vida, hecha añicos sobre un suelo de granito o pizarra..., representaban, en fin, las semblanzas de unas biografías forjadas en el barro, y como el barro, un día, precipitadas.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS