La navidad, como
todo en aquellos pueblos, se resolvía con la austeridad que tantas
veces hemos contado por aquí. Las calles eran más bien oscuras y el
ambiente navideño se vivía en la mayor de las intimidades, con olor
a leña de encina, adobo matancero y chorizos colgando de los
cuarterones. Pero había un halo de ilusión y misterio, difícilmente
superable por la excesiva luminaria comercial y los Papá Noeles
americanos de este tiempo de compraventa que nos ha tocado en suerte.
Por las calles
sombrías, ya de noche, la gente recorría el pueblo empleándose en
villancicos de toda la vida, tocando botellas de anís El Mono,
raspadas hasta la extenuación con viejos tenedores, que le dejaban
la cara al Darwin de la etiqueta, similar a la del "Ecce Homo de Borja". También sonaban panderetas, almireces y zambombas hechas con tripa de la matanza.
La algarabía nocturna se cerraba con algún tímido y afónico
cohete en Nochebuena, que daba dos estallidos, y el segundo ya casi
ni se oía, al tiempo que dos o tres mujerinas enlutadas pasaban
sigilosas sobre la oscuridad, regresando de la Misa del Gallo.
No había decoraciones por las calles, no, ni árboles de navidad anglosajones (de origen celta), pero sí
belenes en algunas casas, que en los pueblos se llamaban "nacimientos".
Los niños íbamos a buscar musgo a los canchales sitos en las
umbrías escarpadas, para alfombrar de verdor los suelos de aquellos
parajes navideños de corcho, palos, piedras y demás elementos
naturales, y dar soporte a las viejas figuras de barro, a las que faltaban
piernas, brazos y manos, y había que colocar el musgo estratégicamente para mantenerlas en pie, en una especie de hospital de lisiados del
siglo uno. El nacimiento de la iglesia era el nacimiento estrella por excelencia, en
el que todo el mundo se volcaba. Los artistas locales colaboraban
haciendo chozos con escobas del campo, “engarillas” de palo,
yugos, puentes de corcha, molinos de tabla y toda suerte de aperos de labranza propios de una forma de vida extremeña que no distaba mucho de la
Judea de aquellos lejanos tiempos evangélicos.
Las cenas navideñas se salvaban con un
guiso de conejo, que los niños detestábamos, y algún abuelo
diseccionando el turrón de cacahuete con la precisión de un
cirujano, junto a la mirada pasmada del
nieto goloso, poco acostumbrado a chocolates y demás “dulzainas”
de tiempos venideros. No faltaba alguna abuela que siempre, ante el rechazo del guiso, te decía: “¿Tú érah el que teníah jambri ?..., tú lo que tiénih eh jambri golosa”.
Al final de la cena, los
comensales hablaban con una peladilla en la boca, y los mayores se
atrevían con una copa de rancio coñac, que podía tener más años
que alguno de los presentes, pero que aún era apto para trabar
lenguas..., o para soltarlas más de la cuenta.
En las teles en
blanco y negro de los bares, sonaban Las muñecas de Famosa, que tardaban un mes en llegar al portal, o el
incombustible Raphael, por entonces joven, gustándose con el
villancico de “El tamborilero...”; o tal vez Matías Prats en las
campanadas de nochevieja..., o los anuncios de juguetes que nunca
aperecían en los escaparates del pueblo.
Alguna vez, cada equis años, nos
sorprendía una nevada inesperada, y hacíamos muñecos de nieve,
vistiéndolos con el abrigo apolillado del abuelo, mientras sonaba
tímidamente el sorteo de lotería por la vieja radio del vecino,
entre silbidos e interferencias: “Cuarenta y cuatro mil setecientos
noveeeeenta y uuuunooooo / cincuenta miiiiiil peseeeeetaaaaasss”.
Una voz campestre y tabacuna, con tono de cazalla, preguntaba: ¿Ondi
ha caíu el gordu? / En Sevilla, creu... / ¡¡Pa´quí no moh toca
nunca una puta mierda!!
Por supuesto, el
día mágico para los niños, por encima de todos los días del año,
eran los Reyes Magos, y quizá, aún más en especial, esa madrugada
de ensueño. Teníamos el privilegio de que aún no había sido
localizada Extremadura en el mapa por el gordo comercial y mediático de Santa
Claus, con sus ínfulas
televisivas y su opulencia de Quinta Avenida neoyorquina.
Los niños aguantábamos sin dormir
hasta entrada la madrugada, en silencio, a la espera de algún
indicio que nos hiciera sospechar la cercanía de tan sublime
acontecimiento...; tal vez un ruido de pezuñas de camello en las
calles recién asfaltadas, quizá. Mirábamos por la ventana unos "cagajones" recientes en mitad del cemento, y sospechábamos que eran de algún
camello que andaba ya en pleno reparto, pero siempre había algún
familiar que nos sacaba del embeleso, diciéndonos que no, que el excremento era del burro de tío no sé quién, que acababa de pasar por la calle. Decepción. Al final el cansancio nos vencía, y cerrábamos los ojos, poco a
poco, perdiendo un año más la oportunidad de aguantarle el
tipo a sus esquivas majestades.
Los reyes ponían escaleras en los
rollos de las calles, para subir a las viejas ventanas de madera
desgastada; o bien subían por los balcones de rejas oxidadas,
rozando los líquenes
del granito. A pesar de lo gordos
que sabíamos que estaban, pensábamos que tenían algún don
antigravitatorio que les permitía
subir a todas partes, porque, claro está, ellos eran magos, y no
había que darle más vueltas.
Nuestros abuelos engañaron a la
generación de nuestros padres con reyes que tenían dificultad para
acceder a las casas, debido a la estrechez de las calles, y por eso, pobrecillos, les contaban que venían más escasos de la cuenta; cosa que aquellos
niños no entendían, pues ya sabían calibrar muy bien la anchura de
las calles y la gordura de los camellos, y
acababan sospechando que todo era, como de costumbre, un subterfugio de la
imaginación que nace de la escasez, y termina haciendo un brindis
con la mentira piadosa.
Los críos quedaban extasiados frente a
los escaparates con juguetes, como los niños pobres de los cuentos
de Dickens. Eran pequeños escaparates rurales que se cerraban con
cuarterones de madera pintada de marrón oscuro, y que exhibían un
escueto muestrario, con turrones Monerris Planelles de cacahuete (la
almendra aún era un lujo), alguna muñeca vestida al estilo de la
revista Hola, un caballo blanco de plástico, con ribetes en la
grupa, y el regalo más solicitado, que podía ser, por ejemplo, una caja de
Juegos Reunidos.
Los reyes magos estaban adaptados a las
circunstancias geográficas y socioculturales de cada lugar. Según
nuestros mayores, los reyes venían en bestias que alguien les
dejaba, para que descansaran los camellos en el Villar de Plasencia,
y desde allí traían los regalos en enormes serones. Al enterarnos
que los reyes llegaban al pueblo con
serones, y tal vez en burro, teníamos nuestras dudas sobre la
generosidad de aquellas campechanas majestades, que ya, de entrada,
empezaban a darnos “burro por camello”, algo que nos sonaba quizá... a gato por liebre; pero todo valía, porque nuestra ilusión era
insobornable, y no cabía en todos los serones del mundo. Los reyes
llegaban escasos a los pueblos, sí, y quizá no eran tan magos como
nos habían contado, pero la magia nuestra consistía en rellenar los
huecos que dejaba el desánimo, con el entusiasmo infantil, que era lo único que nos sobraba en cantidad. Posiblemente hoy se cambiaría la ilusión de aquel tiempo
por el exceso de consumo absurdo, innecesario, yermo, que
nos vuelve banales y hasta incluso, con perdón, un poco idiotas.
El despertar de
la mañana de reyes solía ser un tanto contradictorio, alternando
felicidad con decepción: no era extraño encontrar algún juguete
que para nada habíamos pedido, pues los juguetes de la tele, no
sabíamos muy bien por qué razón, no llegaban a los pueblos, siendo los
reyes tan magos como eran... Te sentabas allí, junto a la hoguera de
la chimenea, a madurar un rato tu ambivalencia
anímica, y luego corrías raudo a casa de los padrinos, a ver
si Melchor había dejado alguna cosa a tu nombre, aunque allí el
regalo estaba exento de pedidos, y podía ser cualquier cosa
inesperada. Te costaba creer lo listos que podían llegar a ser los
reyes, que conocían incluso el compadreo de cada una de las familias
de aquellos pequeños pueblos extremeños perdidos en el mapa.
A
pesar de los pocos regalos, aún éramos afortunados. Nos contaban
que a los niños de otros tiempos pasados los despachaban con una naranja y
un real. Aún así, estos niños
seguían creyendo en los reyes con auténtico fervor,
hasta que un día, para desquitarlos del asunto, cuando tenían
cierta edad, en lugar del consabido carbón, les dejaban tres o
cuatro "cagajones" de burro en los zapatos, ni siquiera cagajones de camello. Los cagajones (excremento de los equinos), como podemos ver,
tenían una presencia demasiado abundante y cruel en aquel tiempo, degenerando en un áspero mensaje escatológico, aplicado a numerosos lances de la vida aldeana.
Un buen día te
confirmaban la cruel noticia, ya ligeramente sospechada, de que los
reyes eran los padres. Aunque ya te lo habían contado con malicia
los muchachones gamberros que capitaneaban las calles, no habías
querido creerlo, aferrándote a esa burbuja frágil y evanescente de
la ilusión. El mundo siempre acaba colocando diques de racionalidad
a la fantasía. Así fue desde siempre, y así parece seguir siendo.
Corría el año
ochenta y ocho, y un grupo de jovenzuelos ochenteros, allá en el
pueblo que me vio nacer, tuvimos la ocurrencia, una buena tarde, de
improvisar una cabalgata de reyes. Era la primera cabalgata que se
hacía, y se preparó todo de manera precipitada y sin más medios que los que pudimos
encontrar en tiempo récord: capas antiguas de los antepasados, ropas
viejas, coronas forradas de papel de plata, cojines para el relleno
de las barrigas, barbas pobladas de algodón, para ocultar las
caras de mozalbetes que se adivinaban con facilidad..., corcha quemada para teñir caras y manos, y toda clase de ropajes
sacados de los baúles, para reyes y pajes, así como la adquisición de
algunos asnos, que aún los había en cantidad. Para rematar el asunto, una
raquítica bolsa de caramelos comprados por nosotros mismos, y un
pregón que dejó intrigados a los vecinos, que preguntaban: “¿Reyih
maguh..., aquí en el pueblu?”... Aparecimos en la oscuridad, con
faroles antiguos portados por los pajes, y alguien comentó,
posteriormente, que la estampa fue emocionante, antigua y verdadera.
Tenía, pues, el encanto de lo inesperado y la magia que a menudo
otorga la improvisación. Según nos vieron aparecer, algunos niños
preguntaban a los padres, una vez más, por qué los reyes iban en
burros. Esta vez a nosotros, sí, nos tocaba volver a dar “burro
por camello”, en un eterno cambalache donde las cosas nunca son
como se esperan. Luego las cabalgatas posteriores se convirtieron en una cosa municipal por todos los pueblos de los contornos, con indumentaria comprada
al efecto y tractores adornados, emulando las cabalgatas televisadas.
Mientras bebían
los peces en el río, y volvían a beber..., mientras una burra, rin
rin, no dejaba de ir año tras año a Belén..., mientras San José
veía sus calzones roídos una y mil veces por los mismos ratones..., y mientras los pastorcillos seguían trayendo regalos en su humilde
zurrón, ro po pon pon..., fuimos amontonando navidades, hasta que un
día supimos que los reyes, en todo orden de cosas, eran también los padres.
Así nos lo fue revelando un mundo nada amable, y desprovisto de
sensibilidad, que se empeñó siempre en hacernos "bajar hasta el
valle que la nieve cubrió".
JORGE SÁNCHEZ
MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com