domingo, 15 de febrero de 2015

Aguas pasadas


Desde la casa de su abuela, una niña miraba la lluvia a través de la vieja ventana; los canalones vertían a raudales un agua generosa que regaba los campos y traía noticias de verdores y nuevas alegrías. Un momento atrás, la abuela había hecho unas “plingás” de pan con aceite, y habían cantado juntas: Don Militón tenía tres gatos, que los hacía bailar en un plato... Por los cristales empañados se apreciaban difusas las figuras de los burros al pasar, y los cielos enmarañados reflejaban su luz grisácea sobre la ventana, al tiempo que las calles eran ríos portadores de sueños y deseos cumplidos. La niña anhelaba salir con sus botas katiuskas a pisar charcos con los infantes de su tiempo..., y a poco que buscase por las calles, nos hallaría a todos por allí, juntos cantando la consabida y evocadora canción infantil de las lluvias: Que llueva, que llueva, la virgen de la cueva...

Era la lluvia complaciente que riega los campos y trae un regusto a promesa. La lluvia como único recurso, a veces; la lluvia siempre esperada...; aguas y lluvias que han quedado presentes en el álbum de fotos de todos los que fuimos niños un día, y que tal vez lo seamos para siempre.

En aquellas tierras norteñas, el agua nunca llegaba con moderación. Cuando llovía copiosamente durante largo tiempo, podíamos oír hasta el hartazgo la frase recurrente: “Ehtámuh ya enguarchináuh de tanta agua...” A veces, en cambio, la tierra esperaba con la paciencia de Penélope, pero la lluvia no llegaba. Era el momento de sacar los santos en procesión, hasta el punto, incluso, de asomar las imágenes a los pozos secos, y en no pocas ocasiones surtía efecto. Si la fe mueve montañas, con mayor facilidad podrá mover las nubes, pensaban algunos.

Los temporales, y los largos periodos de borrascas, se llamaban "invernáh", y podían suponer dos meses de lluvia constante, aguacero y hostigo impetuoso. Siempre que llueve escampa, nos decían, y así parecía ser. Pasada la lluvia, las calles recobraban su pulso, con un fragor de niños y perros, de vitalidad aldeana y algarabías tan propias de aquel tiempo.

Los niños construíamos balsas de barro y piedra, que se cerraban colocando una compuerta de pizarra. Era frecuente que algún cafre nos echara abajo todo el invento, o a veces, incluso, la balsa era pisoteada por nosotros mismos al marcharnos. Tal vez preferíamos demoler la propia obra de ingeniería, en un acto de autodestrucción y dignidad, antes de verla aniquilada por la bota de algún Gulliver malicioso, y evitar oír la risas cavernícolas que se escuchaban siempre en estos casos. También hacíamos edificios de barro, y hasta incluso esculturas de animales, en una tendencia natural de los niños a modelar el barro y sentir el contacto directo de las cosas puras. Hasta el propio Jesús, siendo niño, junto a un arroyo, según cuenta el Evangelio Apócrifo de Santo Tomás, hizo doce gorriones de barro, y dando una palmada los echó a volar.

Después de las lluvias invernales, las paredes de granito se colmaban de musgos, basilios y caracoles..., los campos se cubrían de hierbas altísimas..., los regatos corrían con profusión..., los humedales y charcas abundaban en el líquido elemento..., los arriates de los jardines rechazaban las aguas sobrantes..., y todo parecía apuntarse a la fiesta de la fertilidad.

Ya de noche, los sapos se arrastraban por los rollos de las calles, anunciando “demuación”, y poco después llegaban las lluvias con toda su carga de prosperidad. Con las pompas de la lluvia sobre los charcos, aprendimos que el agua venia para quedarse, como un huésped bienvenido y bien hallado, aunque a veces repudiado, si prolongaba en exceso su estancia.

Algunos arroyos aún pasaban por medio de los pueblos, y en las calles había pasarelas de granito para cruzar de un lado a otro, como rústicos puentecillos de aldeas medievales. Luego fueron canalizados, y algunos muchachos se colaban por los grandes tubos, en un incontenible afán aventurero. Se veía un túnel oscuro con una luz al fondo, como en el cuadro de “La subida al Empíreo”, de El Bosco, y los más intrépidos se atrevían a avanzar túnel adentro (calle arriba), y salían por el extremo opuesto, pasando al más allá (que no era otra cosa que el final de la calle), ante la admiración de los niños presentes, y ganando, por supuesto, un respeto entre los miembros de la tribu, subiendo un nivel más en el pobre escalafón de la supervivencia.

Los ancianos hacían sus sabias predicciones observando el cielo: “Menúa trifulca se ehtá preparandu...”; “Va a habel toca tamborih ehta tardi...”, o tal vez: “En oyéndusi lah campanah de Ahigal... agua segura...”

Me cuentan cosas de otro tiempo, cuando los muchachos caminaban con zancos hechos de madera de encina, y se burlaban de charcos y barrizales, andando por todo el pueblo, un poco a caballo entre extraños mutantes del cine fantástico, y escuálidos lazarillos de la novela picaresca. Estos eran los juguetes útiles y asequibles que daba la tierra, integrados en el entorno natural, fácilmente reciclables, garantizados de por vida, y totalmente gratis..., quién da más.

Todo era verde: verdes las orillas de los caminos, verdes los impermeables de los ganaderos, verdes las botas de goma hasta las rodillas, verde el agua de las lagunas, verdes los verdes “yerbazales...,” todo, con la lluvia, parecía cubrirse de un verde esperanza.

Otro de los juegos propios de los meses lluviosos, eran las carreras de barcos de papel, o más bien de corcha, con mástiles de palo y velas de trapo. Recuerdo de muy niño haber seguido una cáscara de nuez, con una vela de papel que alguien me colocó, surcando entre guijarros, por medio de la calle, hasta llegar a otro barrio de la zona baja del pueblo. Allí llegué a sentirme como un pequeño aventurero, arribando a tierras lejanas, con amazonas y caballeros andantes, donde quizá blandiese su espada el mismísimo Amadís de Gaula... Me quedé allí, atontado, sin saber casi dónde estaba, hasta que la voz dulce de una viejina, me despertó del letargo: “¿Qué jacih pa´ quí tan lejuh, bonitu?”

El ganado bebía en los abrevaderos, incluso dentro de los pueblos, o en lagunas y charcas, o tal vez en arroyos y regatos, que en aquellas largas invernadas corrían por doquier.

Capítulo aparte merecían las goteras. No había casa o corral que se preciase, que no tuviera sus dos o tres goteras, como formando parte del hogar, igual que el gato o la cabra. Eran como pequeños duendecillos de agua, que alteraban la paz, sin otro propósito que incomodar las vidas campesinas, ya de por sí plagadas de tribulaciones. Las tejas se recorrían solas, o se quebraban ya de viejas, o a través del impacto de piedras voladoras..., o a veces eran desplazadas por los gatos en sus nocturnas discrepancias.

Desde lo alto de algún cerro, podíamos ver la figura de un hombre montado en un mulo, deslizarse lentamente por un camino, con un enorme paraguas negro cubriéndolo todo. Aquellos grandes paraguas eran un híbrido entre paraguas y paracaídas, no en vano, los niños saltábamos con ellos desde lo alto de los pajares. Eran paraguas a prueba de bomba, que una vez rotos, los arreglaban los “alañaores”, aquellos artesanos ambulantes que de tarde en tarde recorrían las calles de los pueblos, repitiendo, como un viejo mantra, su reclamo triste y antiguo: “¡Eeeel alañaooool!”

La lluvia nos traía días de mesa camilla y brasero de picón, o de lumbre y chimenea en casa de los abuelos, escuchando Radio Nacional. Todo se paralizaba en el momento de oír las señales horarias anunciando el comienzo de “El parte”: “Callálsuh, que van a dal el parti...” Mientras tanto, el agua golpeaba incesante las tejas, y se escuchaba el ritmo cadencioso de la gota en el baño de la troje.

Los refranes sobre el tiempo, formaban parte de la vida cotidiana, y aunque para nada servían, al menos daban alivio y un plus de comunicación: Por San marcos se llenan los charcos... Marzo ventoso y abril lluvioso sacan a mayo florido y hermoso... Cuando marzo mayea, mayo marcea... Cielo emborregado, a los tres días mojado...

Había historias sobre los temporales, que parecían sacadas del surrealismo literario latinoamericano, y que los más pequeños encajábamos con total inocencia. Nos contaban, por ejemplo, que a una mujer mayor, muchos años atrás, se la llevó un huracán por las grandes sayas, y voló tanto y tanto, que fue a parar a las afueras del pueblo. Es lo que tiene salir con grandes sayas los días de huracanes.

Algunas épocas eran más propicias para las lluvias; desde muy niño escuché aquello de: “Los carnavales son muy devotos de agua...” Y así parecía confirmarse año tras año. Eran las estadísticas de la propia experiencia, bastante más fiables que algunas actuales.

Después de largo tiempo sin lluvia, la tierra recién mojada nos traía aquel olor característico, que en los pueblos llamaban “olor a sequío”; era ese olor tan propio de las tormentas, que tan grato recuerdo nos deja en la memoria.

Uno de los días inolvidables en la vida de un niño, es el encuentro majestuoso con el primer “arco iris”. El arco iris representaba la ilusión, la magia de las cosas imposibles. Lo veíamos allí arriba, como algo inalcanzable que nos llegaba del cielo..., como algo, no sé, que venía seguramente de Dios, y en ningún caso del averno, pues a este último lo intuíamos más cerca de nuestros pies.

Los niños quedábamos absortos ante aquella fantasía de colores. Veíamos el arco iris aparecer, secundado por pájaros, enmarcando los cercados y los prados verdes. Imaginábamos trepar a él, y "repicolgarnos" de los colores favoritos, al estilo Pipi Calzaslargas, y quedarnos allí, jugando para siempre, mirando con indiferencia hacia el suelo, donde está la materia más densa, tan propia de los estados del alma donde tiene su morada el sufrimiento.

Lluvias imperecederas, lluvias arbitrarias, lluvias moja bobos..., lluvias, en fin, tan nuestras. Fueron aguas pasadas que ya no moverán molinos; aguas de nuestra infancia, que nos legaron un bello patrimonio de bucólicas imágenes; memorias de un tiempo que nos dejó para siempre un poso de dignidad. Son ya recuerdos descendidos a las zonas abisales, donde habitan las cosas verdaderas, aquellas que hunden sus raíces en lo más arcano y profundo de la felicidad.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com