Desde la casa de su abuela, una niña
miraba la lluvia a través de la vieja ventana; los canalones vertían
a raudales un agua generosa que regaba los campos y traía noticias
de verdores y nuevas alegrías. Un momento atrás, la abuela había
hecho unas “plingás” de pan con aceite, y habían cantado
juntas: Don Militón tenía tres gatos, que los hacía bailar en
un plato... Por los cristales empañados se apreciaban difusas
las figuras de los burros al pasar, y los cielos enmarañados
reflejaban su luz grisácea sobre la ventana, al tiempo que las
calles eran ríos portadores de sueños
y deseos cumplidos. La niña anhelaba salir con sus botas katiuskas a
pisar charcos con los infantes de su tiempo..., y a poco que buscase
por las calles, nos hallaría a todos por allí, juntos
cantando la consabida y evocadora canción infantil de las
lluvias: Que llueva, que llueva, la virgen de la cueva...
Era la lluvia
complaciente que riega los campos y trae un
regusto a promesa. La lluvia como único recurso, a veces;
la lluvia siempre esperada...; aguas y lluvias que han quedado presentes
en el álbum de fotos de todos los que fuimos niños un día, y que tal
vez lo seamos para siempre.
En aquellas tierras norteñas, el agua
nunca llegaba con moderación. Cuando llovía copiosamente durante
largo tiempo, podíamos oír hasta el hartazgo la frase recurrente:
“Ehtámuh ya enguarchináuh de tanta agua...” A veces, en
cambio, la tierra esperaba con la paciencia de Penélope, pero la
lluvia no llegaba. Era el momento de sacar los santos en procesión,
hasta el punto, incluso, de asomar las imágenes a los pozos secos, y
en no pocas ocasiones surtía efecto. Si la fe mueve montañas, con
mayor facilidad podrá mover las nubes, pensaban algunos.
Los temporales, y
los largos periodos de borrascas, se llamaban "invernáh", y
podían suponer dos meses de lluvia constante, aguacero y hostigo
impetuoso. Siempre que llueve escampa, nos decían, y así parecía
ser. Pasada la lluvia, las calles recobraban su pulso, con un fragor
de niños y perros, de vitalidad aldeana y algarabías tan propias
de aquel tiempo.
Los niños construíamos balsas de
barro y piedra, que se cerraban colocando una compuerta de pizarra.
Era frecuente que algún cafre nos echara abajo todo el invento, o a
veces, incluso, la balsa era pisoteada por nosotros mismos al
marcharnos. Tal vez preferíamos demoler la propia obra de
ingeniería, en un acto de autodestrucción y dignidad, antes de
verla aniquilada por la bota de algún Gulliver malicioso, y evitar oír la
risas cavernícolas que se escuchaban siempre en estos casos. También
hacíamos edificios de barro, y hasta incluso esculturas de animales,
en una tendencia natural de los niños a modelar el barro y sentir el
contacto directo de las cosas puras. Hasta el propio Jesús, siendo
niño, junto a un arroyo, según cuenta el Evangelio Apócrifo
de Santo Tomás, hizo doce gorriones de barro, y dando una
palmada los echó a volar.
Después de las lluvias invernales, las
paredes de granito se colmaban de musgos, basilios y caracoles..., los
campos se cubrían de hierbas altísimas..., los regatos corrían con
profusión..., los humedales y charcas abundaban en el líquido
elemento..., los arriates de los jardines
rechazaban las aguas sobrantes..., y todo parecía apuntarse a la
fiesta de la fertilidad.
Ya de noche, los sapos se arrastraban
por los rollos de las calles, anunciando “demuación”, y poco
después llegaban las lluvias con toda su carga de prosperidad. Con
las pompas de la lluvia sobre los charcos, aprendimos que el agua
venia para quedarse, como un huésped bienvenido y bien hallado,
aunque a veces repudiado, si prolongaba en exceso su estancia.
Algunos arroyos aún pasaban por medio
de los pueblos, y en las calles había pasarelas de granito para
cruzar de un lado a otro, como rústicos puentecillos de aldeas
medievales. Luego fueron canalizados, y algunos muchachos
se colaban por los grandes tubos, en un incontenible afán
aventurero. Se veía un túnel oscuro con una luz al fondo, como en
el cuadro de “La subida al
Empíreo”, de El Bosco, y los más intrépidos se atrevían a avanzar túnel adentro (calle arriba), y
salían por el extremo opuesto, pasando al más allá (que no era otra cosa que el final de la calle), ante la admiración de los niños
presentes, y ganando, por supuesto, un respeto entre los miembros de
la tribu, subiendo un nivel más en el pobre escalafón de la
supervivencia.
Los ancianos hacían sus sabias
predicciones observando el cielo: “Menúa trifulca se ehtá
preparandu...”; “Va a habel toca tamborih ehta tardi...”,
o tal vez: “En oyéndusi lah campanah de Ahigal... agua
segura...”
Me cuentan cosas de otro tiempo, cuando
los muchachos caminaban con zancos hechos de madera de encina, y se
burlaban de charcos y barrizales, andando por todo el pueblo, un poco
a caballo entre extraños mutantes del cine fantástico, y escuálidos
lazarillos de la novela picaresca. Estos eran los juguetes útiles y
asequibles que daba la tierra, integrados en el entorno natural,
fácilmente reciclables, garantizados de por vida, y totalmente
gratis..., quién da más.
Todo era verde: verdes las orillas de
los caminos, verdes los impermeables de los ganaderos, verdes las
botas de goma hasta las rodillas, verde el agua de las lagunas,
verdes los verdes “yerbazales...,” todo, con la lluvia, parecía
cubrirse de un verde esperanza.
Otro de los juegos propios de los meses
lluviosos, eran las carreras de barcos de papel, o más bien de
corcha, con mástiles de palo y velas de trapo. Recuerdo de muy niño
haber seguido una cáscara de nuez, con una vela de papel que alguien
me colocó, surcando entre guijarros, por medio de la calle, hasta
llegar a otro barrio de la zona baja del pueblo. Allí llegué a
sentirme como un pequeño aventurero, arribando a tierras lejanas,
con amazonas y caballeros andantes, donde quizá blandiese su espada el mismísimo Amadís de Gaula... Me
quedé allí, atontado, sin saber casi dónde estaba, hasta que la
voz dulce de una viejina, me despertó del letargo: “¿Qué
jacih pa´ quí tan lejuh, bonitu?”
El ganado bebía en los abrevaderos,
incluso dentro de los pueblos, o en lagunas y charcas, o tal vez en
arroyos y regatos, que en aquellas largas invernadas corrían por
doquier.
Capítulo aparte
merecían las goteras. No había casa o corral que se preciase, que
no tuviera sus dos o tres goteras, como formando parte del hogar,
igual que el gato o la cabra. Eran como pequeños duendecillos de
agua, que alteraban la paz, sin otro propósito que incomodar las
vidas campesinas, ya de por sí plagadas de tribulaciones. Las tejas
se recorrían solas, o se quebraban ya de viejas, o a través del
impacto de piedras voladoras..., o a veces eran desplazadas por los
gatos en sus nocturnas discrepancias.
Desde lo alto de algún cerro, podíamos
ver la figura de un hombre montado en un mulo, deslizarse lentamente
por un camino, con un enorme paraguas negro cubriéndolo todo.
Aquellos grandes paraguas eran un híbrido entre paraguas y
paracaídas, no en vano, los niños saltábamos con ellos desde lo
alto de los pajares. Eran paraguas a prueba de bomba, que una vez
rotos, los arreglaban los “alañaores”, aquellos artesanos
ambulantes que de tarde en tarde recorrían las calles de los
pueblos, repitiendo, como un viejo mantra, su
reclamo triste y antiguo: “¡Eeeel alañaooool!”
La lluvia nos traía días de mesa
camilla y brasero de picón, o de lumbre y chimenea en casa
de los abuelos, escuchando Radio Nacional. Todo se paralizaba en el
momento de oír las señales horarias anunciando el comienzo de “El
parte”: “Callálsuh, que van a dal el parti...” Mientras
tanto, el agua golpeaba incesante las tejas, y se escuchaba el ritmo
cadencioso de la gota en el baño de la troje.
Los refranes
sobre el tiempo, formaban parte de la vida cotidiana, y aunque para
nada servían, al menos daban alivio y un plus de comunicación: Por
San marcos se llenan los charcos... Marzo ventoso y abril lluvioso
sacan a mayo florido y hermoso... Cuando marzo mayea, mayo marcea...
Cielo emborregado, a los tres días mojado...
Había historias sobre los temporales,
que parecían sacadas del surrealismo literario latinoamericano, y
que los más pequeños encajábamos con total inocencia. Nos contaban, por ejemplo, que a una mujer mayor, muchos años atrás, se la llevó un huracán
por las grandes sayas, y voló tanto y
tanto, que fue a parar a las afueras del pueblo. Es lo que tiene
salir con grandes sayas los días de huracanes.
Algunas épocas eran más propicias
para las lluvias; desde muy niño escuché aquello de: “Los
carnavales son muy devotos de agua...” Y así parecía confirmarse
año tras año. Eran las estadísticas de la propia experiencia,
bastante más fiables que algunas actuales.
Después de largo tiempo sin lluvia, la
tierra recién mojada nos traía aquel olor característico, que en
los pueblos llamaban “olor a sequío”; era ese olor tan propio de
las tormentas, que tan grato recuerdo nos deja
en la memoria.
Uno de los días inolvidables en la
vida de un niño, es el encuentro majestuoso con el primer “arco
iris”. El arco iris representaba la ilusión, la magia de las cosas
imposibles. Lo veíamos allí arriba, como algo inalcanzable que nos
llegaba del cielo..., como algo, no sé, que venía seguramente de Dios, y en ningún caso del averno, pues a este último lo intuíamos
más cerca de nuestros pies.
Los niños quedábamos absortos ante
aquella fantasía de colores. Veíamos el arco iris aparecer,
secundado por pájaros, enmarcando los cercados y los prados verdes.
Imaginábamos trepar a él, y "repicolgarnos" de los
colores favoritos, al estilo Pipi Calzaslargas, y quedarnos allí,
jugando para siempre, mirando con indiferencia hacia el suelo, donde
está la materia más densa, tan propia de los estados del
alma donde tiene su morada el sufrimiento.
Lluvias imperecederas, lluvias
arbitrarias, lluvias moja bobos..., lluvias, en fin, tan nuestras.
Fueron aguas pasadas que ya no moverán molinos; aguas de nuestra
infancia, que nos legaron un bello patrimonio de bucólicas imágenes;
memorias de un tiempo que nos dejó para siempre un poso de dignidad.
Son ya recuerdos descendidos a las zonas abisales, donde habitan las
cosas verdaderas, aquellas que hunden sus raíces en lo más arcano y
profundo de la felicidad.
JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com