En los baúles de lata y madera, o en
los armarios de lunas de cristal y patas carcomidas, dormían las
ropas reservadas para momentos especiales, como el día del patrón,
alguna boda cercana o importantes fiestas de guardar. Descansaban en
un letargo de oscuridad y naftalina, librando, con la mayor de las
dignidades, la alocada carrera consumista de un sistema que vendría
más tarde a idiotizarnos, y a marcarnos con el sello de una bestia
apocalíptica que nos reduce al mundo feliz y programado que atisbase Huxley en su célebre novela.
Los viejos se vestían para la ocasión
con pantalones de pana casi hasta los sobacos, “correína” de
material, "chalequino" negro sobre camisa blanca almidonada (con
pechera y sin cuello), sombrero de paño, y botines negros
perfectamente embetunados. Todo con un añejo olor a baúl, que hasta
el papel del caramelo que nos daban a los niños, despedía un
plomizo aroma a alcanfor.
No podía faltar, tampoco, la
“vardasca” de olivo en la mano, y la "ramina" de poleo en la boca.
La vardasca era como el cordón umbilical que unía a los aldeanos
con la tierra; era como una forma de salvar el vértigo que producían
las cosas mundanas, aquellas que hacían al campesino sentirse
desasido de las obligaciones y el contacto ancestral con el medio. De
esta forma, la vara de olivo, los mantenía aferrados a su natural
elemento, pues era gente muy sacada a trabajar y poco habituada a
recesos. La fiesta era algo ocasional, y tal vez un lujo que a veces provocaba sarpullidos en la
conciencia.
En aquellas tardes festivas, veíamos
las figuras de los hombres en las zonas de tierra, jugando a “la
rayuela”, con las camisas blancas arremangadas y la frente limpia
de sudor. Con una mano lanzaban el chavo a la navaja, y con los dedos
amarillentos de la otra, sujetaban el cigarro sin boquilla. Los demás
permanecían mirando, hieráticos y firmes, como bíblicas estatuas
de sal. No era de lo más frecuente ver a aquellos hombres de recio
temperamento y nervio a flor de piel, en actitud relajada y
placentera.
El aire frío del atardecer deshacía
las partidas de rayuela y demás encuentros sociales, poniendo fin al
pequeño paréntesis dominical, con frases como: “Habrá que
ilsi recogiendu ya, que vieni un airi que afeita...” Y
así, hasta el próximo domingo, pues no había sábados libres, ni
se manejaban los modernos términos, como “puente” o “fin de
semana”.
En los pueblos, nos “remuábamos”
para la fiesta. “Remualsi”, o remudarse, podía significar dos
cosas: cambiarse de muda (ropa interior), o ponerse la ropa de
domingo, que a veces todo era una misma cosa. Esta dilatación entre
muda y muda, hacía que algunas personas
mayores no entendiesen posteriormente ciertas bromas televisivas,
como aquel chiste de Eugenio, del picapedrero y el paquete de siete calzoncillos para los siete días de la semana.
La pelliza era la prenda de invierno
masculina más usada. Cuando el sombrero de paño y la pelliza
dejaban de ser aptos para “remuarse”, se colgaban en cualquier
percha de la casa de los abuelos, proyectando figuras tenebrosas de tíos del sebo que
desataban los miedos infantiles.
Las mujeres mayores vestían un variado
muestrario de sayas, que servían para
casi todo, y a falta de Mantón de Manila, usaban “pañuelos de
cien colores”, que eran un sucedáneo más adaptado al exiguo poder
adquisitivo de aquella España rural sembrada
de guerras y miserias.
Me cuentan que las mozas de otros
tiempos, tenían tres trajes reservados, independientemente de la
época del año: el de domingo, el de “ante bueno” (de mayor
nivel), y un tercer traje, considerado el mejor, para días
verdaderamente especiales. Así aparecen ellas, tan sonrientes y
ufanas en esas fotos cincuenteras, con algún puente romano en
lontananza.
Eran telas
guardadas, que pasaban todo el año compartiendo baúl con la
colcha bordada de la bisabuela, y después de un par de décadas de
vida limpia y placentera, acababan sirviendo como ropa de faena,
entregándose a los fieros sudores de los
campos extremeños.
Sobre finales de los sesenta empezaron
a llegar las modas capitalinas, con pantalones de campana, camisas
ajustadas de gran solapa (al estilo de Los Brincos y otros grupos yé
yés del momento), zapatos y botas de tacón..., minifaldas atrevidas..., collares y
medallones de quincalla..., cabellos largos “despelujaos”..., y
aquellos grandes cinturones macarrillas con el busto de un caballo en
la hebilla. Estos excéntricos atuendos vinieron a poner fin a toda
la indumentaria precedente, que había sido innegociable durante
muchas décadas.
Los niños sesenteros y setenteros
vestían ropas recortadas, como si hubieran encogido en un lavado
en frío, o más bien hubiesen sido aprovechadas en exceso, ignorando
el crecimiento de sus beneficiarios. Nos peinaban con flequillo, o
con la raya perfectamente marcada con un peine que alguien compró en
el mercado de Ahigal, mojando el peine con agua de pozo, previamente
echada en el palanganero. Era la estética infantil que podemos ver
en esas fotos de procesiones que tanto abundan por ahí, con niños
lígrimos y fibrosos, muy distantes de
la obesidad infantil de nuestros días, a base de comida basura y
pseudocultura del mismo nombre.
Los chavales, por inercia, seguíamos
jugando a las mismas cosas de cada día, sin reparar en la ropa que
llevásemos puesta. Luego llegaba la bronca al regresar a casa, con
la ropa manchada de saltar a "pídola", o de sentarnos en cualquier
parte... “¡¡Uyyy cómo trai loh pantalonih..., ondi habrá
ehtáu metiuuuu..., tira por ahí pa llá que te que te...!!”
El pantalón corto infantil recibía el
nombre de “calzonas cortas,” que se usaban incluso en los meses
de otoño y primavera, sujetas,
en algunos casos, por tirantes.
Cuando llegaban los señoritos de los
madriles, se distinguían por sus atuendos innovadores. Los propios
niños de ciudad también eran portadores de otros ropajes distintos
y más actuales que los locales. Los niños de los pueblos se
acercaban con sus humildes ropas recién planchadas, como aquel niño
pobre del poema de Juan Ramón Jiménez, al que la madre arreglaba con ilusión, y le decía, en un gesto de orgullo contenido: “Ea,
pareces un ñiño rico...”
Entre las prendas de entretiempo, la rebeca era la prenda femenina por excelencia, y se usaba con algún zapato
formal de medio tacón, que permanecía gran parte del año en la
misma caja de cartón que trajo del comercio. Las mujeres, después
de El Viacrucis, paseaban por las inmediaciones de las ermitas,
cogidas del brazo, entre olor a escoba primaveral y la presencia de
alguna monja novicia que vino a visitar a la familia.
El traje de comunión era el súmmum
de las vestimentas, y suponía un gran esfuerzo económico para la
mayoría de las casas. La temática era recurrente: para los
niños, traje de marinero, blanco o azul marino, o en todo caso gris
marengo, más acorde al gris de la tierra. Las niñas iban de
blancores deslumbrantes, como pequeñas hadas extremeñas, resueltas
y vivarachas. Desfilábamos en una especie de paseíllo taurino,
mientras un fotógrafo único y multidisciplinar, tiraba una
instantánea, pillando el destello de los zapatos de charol, al
tiempo que las madres y abuelas mostraban la mayor cara de felicidad
que se puede llegar a tener, cuando las pequeñas cosas se alzan como lo verdaderamente importante de la
vida.
La atmósfera del domingo era distinta.
De repente el ritmo se tornaba plácido y cansino, y hasta las
golondrinas revoloteaban descuidadas y sabedoras, quizá, de que en
aquel ambiente habitualmente hostil, de manera tácita, se firmaba un
extraño armisticio en las tardes de domingo.
A falta de imaginación, ni tiempo para tenerla, la gente se limitaba a replicar las mismas costumbres de siempre. Lo más novedoso pudiera ser alguna escena de dos o tres hombres alrededor de un transistor, con la quiniela en la mano, sentados sobre cajas de cerveza. Las imágenes rurales del domingo eran pobres y limitadas, lejos de esas estampas impresionistas que podíamos ver en los parques de las ciudades.
A falta de imaginación, ni tiempo para tenerla, la gente se limitaba a replicar las mismas costumbres de siempre. Lo más novedoso pudiera ser alguna escena de dos o tres hombres alrededor de un transistor, con la quiniela en la mano, sentados sobre cajas de cerveza. Las imágenes rurales del domingo eran pobres y limitadas, lejos de esas estampas impresionistas que podíamos ver en los parques de las ciudades.
Los niños hacíamos cola frente a una
mujer sentada junto a una pared, que en cada pueblo se encargaba de
vender las chucherías, con su humilde cesta llena de colorido y
dulzores. A veces la camisa regresaba a
casa manchada de chupa chúps de fresa.
La cultura de los vinos después de
misa, fue en auge, hasta llegar a la máxima cota de popularidad en
los ochenta, incorporándose las tapas y pinchos en los bares, con
nuevas manchas y lamparones que añadir a las glamurosas
ropas festivas.
Al atardecer del domingo, con la
temperatura benevolente de junio, y sin cambiarse de ropa, los hombres
llevaban el burro al cortinal, como única actividad del día; luego
se paraban a hablar por los caminos, cuando ya el crepúsculo de
sangre marcaba los estertores dominicales.
La tarde festiva tocaba a su fin, con
gritos de niños jugando a “Tres marinos a la mar” y niñas
saltando a la teja, con el lazo del vestido ya suelto. Así
fuimos agotando los domingos, para dar
paso a un mundo lleno de modas
con fecha de caducidad reducida, ropajes espurios y cachivaches
obsolescentes, con los que, los ingenieros sociales del tercer
milenio, intentan dar carpetazo a lo poco de humano que nos va
quedando, para acercarnos al hombre masa orteguiano, que una vez
despojado de espiritualidad, se dedica a consumir sin medida y a
competir ferozmente contra todos..., y tristemente, sin saberlo,
contra sí mismo.
Y luego llegaba el lunes, sí..., el
implacable lunes..., “lo tan real, hoy lunes,” que escribiese
Jorge Guillén.
JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com