sábado, 28 de marzo de 2015

Paraíso en la tierra





La primavera llegaba con toda su carga de colores y olores imposibles de expresar; sensaciones que nos marcaron para siempre, infinitamente superiores al mundo virtual que ahora se nos ofrece a cambio de dinero.

La vida de los niños en aquellos pueblos se desarrollaba en total contacto con el medio. Tal vez en primavera era cuando más frecuentábamos las salidas al campo, que teníamos a dos patadas de casa. Allí, en aquel entorno silvestre, vivíamos en perfecta comunión con la naturaleza. Parte de nuestros juegos y enredos transcurrían entre canchos y andurriales próximos al pueblo. Nos echábamos en los verdes forrajales, en un silencio de insectos y olor a margaritas, oyendo el trino de los pájaros, contemplando el vuelo de las mariposas, o viendo las bandadas de aves trazando un arco en el cielo, que acababa transformándose en una uve de victoria. Quedábamos quietos, hipnotizados, sintiéndonos, sin saberlo, burladores del mundo y del espacio-tiempo, hasta que las campanas del pueblo nos devolvían a la realidad..., que ni maldita las ganas de volver a ella.

Jugábamos por los campos al Capitán Trueno, o al Jabato. Todos los niños, lógicamente, queríamos ser el Capitán Trueno, o en todo caso Crispín, pero nunca el gordinflón de Goliath. Lo mismo pasaba con el Jabato, donde nadie quería ser el orondo Taurus ni el flacucho y melindroso poeta griego Fideo. Cuando no había consenso, se pasaba a jugar, por ejemplo, a los mosqueteros, y el problema volvía, una vez más, cuando todos pugnábamos por ser D´Artagnan, aunque alguno se conformaba con Athos o Aramis. La norma, en estos casos, consistía en pedir raudo y veloz el personaje..., claro que el truco consistía en proponer tú mismo el juego, y en décimas de segundo pronunciar el nombre deseado. Con estas cosas pasábamos largas tardes primaverales, con espadas de vardascas de olivo metidas por la presilla de las calzonas cortas. En lo más alto de los canchos se veían nuestras siluetas, entre revoloteo de gorriones y el sol desapareciendo tímidamente tras los collados poblados de encinas.

Cuando ibas al campo con tu abuelo, sin compañero de aventuras, uno de los recursos era jugar a Tarzán, y lanzar el famoso grito, en forma de alarido esperpéntico, que a veces te devolvía el eco de las vaguadas, y otras, simplemente, espantaba a los pájaros de los árboles y zarzales cercanos, o a las ovejas del cortinal más próximo. Tu abuelo acababa llamándote al orden y pidiéndote una cierta calma, que duraba tan poco como el tiempo de regresar tu abuelo nuevamente a sus asuntos.

Los arroyos corrían entre jolgorio de pájaros y cielos aborregados. Desde lo alto de los cerros, podíamos ver a los campesinos en las hondonadas, como pequeños puntos negros sobre un manto policromo, con un fondo de montañas nevadas, a la par que un solitario Renault Cuatro Latas pasaba por alguna estrecha carretera, casi integrada en el paisaje, con las cunetas rebosantes de maleza. En el silencio tan sólo escuchábamos, como una voz antigua, perdida en el vacío, uno de aquellos gritos arrieros que de niños oímos hasta la saciedad: ¡¡Burruuuu aquíííí!!

Los olores primaverales se mezclaban con el olor a cirio de las procesiones, donde se cantaban saetas desde lugares ocultos e insólitos. Me contaron de dos mozos voluntariosos, en los años cuarenta, de escasas dotes para el canto, que se atrevieron con una saeta desde la ventanilla de una troje, desentonando y provocando las risas contenidas al paso de la procesión..., o de un hombre de voz aflautada, escondido en un bidón de obra, que año tras año sorprendía con su estilo tiritón y aflamencado.

Los chavales de ciudad nos llegaban por Semana Santa, perfectamente pulidos, con una piel de porcelana nada habitual en aquellos lares curtidos de soles y cierzos inmisericordes. Por ahí salimos en algunas fotos con ellos, fotos que nos hacían sus padres (portadores de las únicas cámaras de la época), donde aparecemos siempre con gesto tímido y actitud retraída, como niños de una tribu rural subordinada.

Cuando estos chavales nos acompañaban por el pueblo, siempre había alguna mujer mayor que les preguntaba: ¿Poh y tú de quién erih, bonitu?, y una vez enterada del linaje, volvía a la carga, con voz de asombro: “¡Uyyyy, poh si no te conocía... cómu hah enverneciuuuu...!; ya me diju tu agüela que llegabaih ehta tardi...” El chaval se limitaba a asentir con la cabeza y a poner cara de circunstancias, mientras continuaba con nosotros hacia el parque de atracciones primaverales, a correr por ahí, con los demás, entre canchales rodeados de amapolas..., o quizá junto a las ruinas de lagares de aceite abandonados, y cargados de misterio, que dejaban intrigados a los infantes advenedizos.

Y luego llegaba mayo...,“que por mayo era por mayo, cuando hacía la calor...,” cargado ya de flores y ríos de deshielo que ofrecían bondadosos sus aguas..., aguas que luego desembocaban en otros ríos mayores, labrando onduladas esculturas en la piedra, como un Gaudí milenario, de paciencia infinita, que hubiese modelado el granito hacia formas de otros mundos, tal vez formas de mágicas ciudades olvidadas. Aquellos parajes de las obras del agua, recibían nombres locales como “Las Potras” y cosas por el estilo; nombres toscos y adaptados a la recia existencia campesina.

Todo en aquel entorno estaba presto al deleite de los sentidos: mariquitas que revoloteaban desde la palma de las manos; mariposas blancas de la buena suerte; margaritas del sí y el no, que alentaban ilusiones; la flor de la escoba con su olor inconfundible; el olor a hierba recién segada; los caños abundantes de las fuentes; los jarales florecidos, y las grandes extensiones de agua del pantano de Gabriel y Galán, que veíamos como un lago Tiberíades autóctono, con fondo de montañas hurdanas y albercanas... Todo en una paz y un sosiego que no se pagan con dinero. Quizá el paraíso del que hablan algunas profecías, tenga cosas en común con los momentos vividos en aquellas primaveras.

Las niñas se afanaban en recoger amapolas y margaritas para confeccionar los ramos a la Virgen. No faltaba tampoco el jardín de alguna maestra o señora de postín rural, donde se cultivaban claveles y rosas de pasión, dando lugar a ramos para las niñas más allegadas. Y luego allí, en la iglesia, en la tarde de las comuniones, las niñas se mostraban nerviosas, en la antesala de lo que iba a ser su efímera tarde de gloria. Y comenzaba el recital, con gestos histriónicos y lastimeros, que hacían llorar a las mujeres asistentes. En aquellos versos de mayo, siempre se escuchaba el mismo sonsonete, heredado de generación en generación: “nino nino nonino nonino, nino nino nonino noní...”

Por mayo llegaba también El Corpus, con altares de fabricación casera repartidos por los barrios, repletos de ornamentos naturales, con macetas de geranios, tomillo y junco por el suelo, flores en tarros de cristal, colchas bordadas, y alguna imagen del Sagrado Corazón que la gente tenía en sus casas. Las sábanas blancas colgadas de las cuerdas, formaban tabiques casi imaginarios, que daban cierre a un surrealista escenario callejero, de un abigarrado e improvisado plateresco extremeño.

Tan pronto hacía sol como tan pronto aparecían las nubes, salidas de la nada, y se ponía a llover con profusión, o a “chuceal”, dando lugar, en aquellos días, a una de las estampas más habituales de la primavera, que eran los hombres regresando del campo con manojos de espárragos atados con cuerdas. Aún recuerdo a mi abuelo volviendo sonriente de esta guisa.

Los trigales eran objeto de pequeños hurtos infantiles, más por juego y travesura que por hacer verdaderamente daño. La espiga en la mano de los niños era todo un clásico; eran las chuches naturales que daba la tierra, infinitamente más sanas que las de ahora. Comíamos las espigas con cuidado de no “añurgarnos” con ellas, y chupábamos las campanillas dulces que encontrábamos al paso por los caminos. Las inocentes niñas de generaciones pasadas, apenas se atrevían a tocar las espigas. Cuenta mi madre, que siendo niña, ella y una íntima amiga, decidieron, no sin grandes dudas, coger cuatro espigas que se mostraban sugerentes tras las paredes de un camino. Al poco tiempo el remordimiento las hizo ir raudas a confesarse, y habiendo escuchado al cura decir que lo robado sólo se restituye devolviéndolo a su dueño, tuvieron la ocurrencia de cortar cuatro espigas de un trigal propio, y lanzarlas al trigal perjudicado, para calmar sus afligidas conciencias. Semejante acto de nobleza y candidez, sería objeto de mofa en este tiempo, algo inconcebible a día de hoy, donde la mentira y el latrocinio son “activos” imprescindibles para el medraje..., ya puestos a usar la jerga de la tecnocracia.

Los niños setenteros tuvimos el privilegio de jugar y gozar por los campos paradisíacos, algo que apenas disfrutaron aquellos otros niños flacos y desnutridos de posguerra, que fueron nuestros mayores, para los cuales el campo era sinónimo de trabajo. Aquellas sufridas criaturas, sí, que sacaban los cerdos al campo, oxeaban pájaros, comían tajadas de tocino y arreciaban a golpe de Ceregumil.

Ante aquella explosión de vida y naturaleza, de la que apenas éramos conscientes, vivíamos, en cambio, con total sencillez, sabedores de nuestras limitaciones, que no eran tan distintas a las de ahora. Estábamos aún muy lejos de alcanzar este mundo de vanidades y petulancias, que nos otorga un protagonismo bastardo (sublimación del ego), para luego rebajarnos a la mínima expresión humana.

Fueron abriles y mayos que vimos desde la mirada asombrada del niño que fuimos, rodeados de vida a borbotones, en un tiempo mágico de trigales y amapolas, de campos tornasolados y flores a porfía. Paisajes y verdores de un regalo caído del cielo, que nos brindó un trozo de paraíso en la tierra, y una impronta en el alma que llevaremos de por vida. Mientras tanto, seguimos esperando, como aquel olmo herido por el rayo, otro milagro de la primavera.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com


sábado, 7 de marzo de 2015

Ropa de domingo



En los baúles de lata y madera, o en los armarios de lunas de cristal y patas carcomidas, dormían las ropas reservadas para momentos especiales, como el día del patrón, alguna boda cercana o importantes fiestas de guardar. Descansaban en un letargo de oscuridad y naftalina, librando, con la mayor de las dignidades, la alocada carrera consumista de un sistema que vendría más tarde a idiotizarnos, y a marcarnos con el sello de una bestia apocalíptica que nos reduce al mundo feliz y programado que atisbase Huxley en su célebre novela.

Los viejos se vestían para la ocasión con pantalones de pana casi hasta los sobacos, “correína” de material, "chalequino" negro sobre camisa blanca almidonada (con pechera y sin cuello), sombrero de paño, y botines negros perfectamente embetunados. Todo con un añejo olor a baúl, que hasta el papel del caramelo que nos daban a los niños, despedía un plomizo aroma a alcanfor.

No podía faltar, tampoco, la “vardasca” de olivo en la mano, y la "ramina" de poleo en la boca. La vardasca era como el cordón umbilical que unía a los aldeanos con la tierra; era como una forma de salvar el vértigo que producían las cosas mundanas, aquellas que hacían al campesino sentirse desasido de las obligaciones y el contacto ancestral con el medio. De esta forma, la vara de olivo, los mantenía aferrados a su natural elemento, pues era gente muy sacada a trabajar y poco habituada a recesos. La fiesta era algo ocasional, y tal vez un lujo que a veces provocaba sarpullidos en la conciencia.

En aquellas tardes festivas, veíamos las figuras de los hombres en las zonas de tierra, jugando a “la rayuela”, con las camisas blancas arremangadas y la frente limpia de sudor. Con una mano lanzaban el chavo a la navaja, y con los dedos amarillentos de la otra, sujetaban el cigarro sin boquilla. Los demás permanecían mirando, hieráticos y firmes, como bíblicas estatuas de sal. No era de lo más frecuente ver a aquellos hombres de recio temperamento y nervio a flor de piel, en actitud relajada y placentera.

El aire frío del atardecer deshacía las partidas de rayuela y demás encuentros sociales, poniendo fin al pequeño paréntesis dominical, con frases como: “Habrá que ilsi recogiendu ya, que vieni un airi que afeita...” Y así, hasta el próximo domingo, pues no había sábados libres, ni se manejaban los modernos términos, como “puente” o “fin de semana”.

En los pueblos, nos “remuábamos” para la fiesta. “Remualsi”, o remudarse, podía significar dos cosas: cambiarse de muda (ropa interior), o ponerse la ropa de domingo, que a veces todo era una misma cosa. Esta dilatación entre muda y muda, hacía que algunas personas mayores no entendiesen posteriormente ciertas bromas televisivas, como aquel chiste de Eugenio, del picapedrero y el paquete de siete calzoncillos para los siete días de la semana.

La pelliza era la prenda de invierno masculina más usada. Cuando el sombrero de paño y la pelliza dejaban de ser aptos para “remuarse”, se colgaban en cualquier percha de la casa de los abuelos, proyectando figuras tenebrosas de tíos del sebo que desataban los miedos infantiles.

Las mujeres mayores vestían un variado muestrario de sayas, que servían para casi todo, y a falta de Mantón de Manila, usaban “pañuelos de cien colores”, que eran un sucedáneo más adaptado al exiguo poder adquisitivo de aquella España rural sembrada de guerras y miserias.

Me cuentan que las mozas de otros tiempos, tenían tres trajes reservados, independientemente de la época del año: el de domingo, el de “ante bueno” (de mayor nivel), y un tercer traje, considerado el mejor, para días verdaderamente especiales. Así aparecen ellas, tan sonrientes y ufanas en esas fotos cincuenteras, con algún puente romano en lontananza.

Eran telas guardadas, que pasaban todo el año compartiendo baúl con la colcha bordada de la bisabuela, y después de un par de décadas de vida limpia y placentera, acababan sirviendo como ropa de faena, entregándose a los fieros sudores de los campos extremeños.

Sobre finales de los sesenta empezaron a llegar las modas capitalinas, con pantalones de campana, camisas ajustadas de gran solapa (al estilo de Los Brincos y otros grupos yé yés del momento), zapatos y botas de tacón..., minifaldas atrevidas...,  collares y medallones de quincalla..., cabellos largos “despelujaos”..., y aquellos grandes cinturones macarrillas con el busto de un caballo en la hebilla. Estos excéntricos atuendos vinieron a poner fin a toda la indumentaria precedente, que había sido innegociable durante muchas décadas.

Los niños sesenteros y setenteros vestían ropas recortadas, como si hubieran encogido en un lavado en frío, o más bien hubiesen sido aprovechadas en exceso, ignorando el crecimiento de sus beneficiarios. Nos peinaban con flequillo, o con la raya perfectamente marcada con un peine que alguien compró en el mercado de Ahigal, mojando el peine con agua de pozo, previamente echada en el palanganero. Era la estética infantil que podemos ver en esas fotos de procesiones que tanto abundan por ahí, con niños lígrimos y fibrosos, muy distantes de la obesidad infantil de nuestros días, a base de comida basura y pseudocultura del mismo nombre.

Los chavales, por inercia, seguíamos jugando a las mismas cosas de cada día, sin reparar en la ropa que llevásemos puesta. Luego llegaba la bronca al regresar a casa, con la ropa manchada de saltar a "pídola", o de sentarnos en cualquier parte... “¡¡Uyyy cómo trai loh pantalonih..., ondi habrá ehtáu metiuuuu..., tira por ahí pa llá que te que te...!!”

El pantalón corto infantil recibía el nombre de “calzonas cortas,” que se usaban incluso en los meses de otoño y primavera, sujetas, en algunos casos, por tirantes.

Cuando llegaban los señoritos de los madriles, se distinguían por sus atuendos innovadores. Los propios niños de ciudad también eran portadores de otros ropajes distintos y más actuales que los locales. Los niños de los pueblos se acercaban con sus humildes ropas recién planchadas, como aquel niño pobre del poema de Juan Ramón Jiménez, al que la madre arreglaba con ilusión, y le decía, en un gesto de orgullo contenido: “Ea, pareces un ñiño rico...”

Entre las prendas de entretiempo, la rebeca era la prenda femenina por excelencia, y se usaba con algún zapato formal de medio tacón, que permanecía gran parte del año en la misma caja de cartón que trajo del comercio. Las mujeres, después de El Viacrucis, paseaban por las inmediaciones de las ermitas, cogidas del brazo, entre olor a escoba primaveral y la presencia de alguna monja novicia que vino a visitar a la familia.

El traje de comunión era el súmmum de las vestimentas, y suponía un gran esfuerzo económico para la mayoría de las casas. La temática era recurrente: para los niños, traje de marinero, blanco o azul marino, o en todo caso gris marengo, más acorde al gris de la tierra. Las niñas iban de blancores deslumbrantes, como pequeñas hadas extremeñas, resueltas y vivarachas. Desfilábamos en una especie de paseíllo taurino, mientras un fotógrafo único y multidisciplinar, tiraba una instantánea, pillando el destello de los zapatos de charol, al tiempo que las madres y abuelas mostraban la mayor cara de felicidad que se puede llegar a tener, cuando las pequeñas cosas se alzan como lo verdaderamente importante de la vida.

La atmósfera del domingo era distinta. De repente el ritmo se tornaba plácido y cansino, y hasta las golondrinas revoloteaban descuidadas y sabedoras, quizá, de que en aquel ambiente habitualmente hostil, de manera tácita, se firmaba un extraño armisticio en las tardes de domingo.

A falta de imaginación, ni tiempo para tenerla, la gente se limitaba a replicar las mismas costumbres de siempre. Lo más novedoso pudiera ser alguna escena de dos o tres hombres alrededor de un transistor, con la quiniela en la mano, sentados sobre cajas de cerveza. Las imágenes rurales del domingo eran pobres y limitadas, lejos de esas estampas impresionistas que podíamos ver en los parques de las ciudades.

Los niños hacíamos cola frente a una mujer sentada junto a una pared, que en cada pueblo se encargaba de vender las chucherías, con su humilde cesta llena de colorido y dulzores. A veces la camisa regresaba a casa manchada de chupa chúps de fresa.

La cultura de los vinos después de misa, fue en auge, hasta llegar a la máxima cota de popularidad en los ochenta, incorporándose las tapas y pinchos en los bares, con nuevas manchas y lamparones que añadir a las glamurosas ropas festivas.

Al atardecer del domingo, con la temperatura benevolente de junio, y sin cambiarse de ropa, los hombres llevaban el burro al cortinal, como única actividad del día; luego se paraban a hablar por los caminos, cuando ya el crepúsculo de sangre marcaba los estertores dominicales.

La tarde festiva tocaba a su fin, con gritos de niños jugando a “Tres marinos a la mar” y niñas saltando a la teja, con el lazo del vestido ya suelto. Así fuimos agotando los domingos, para dar paso a un mundo lleno de modas con fecha de caducidad reducida, ropajes espurios y cachivaches obsolescentes, con los que, los ingenieros sociales del tercer milenio, intentan dar carpetazo a lo poco de humano que nos va quedando, para acercarnos al hombre masa orteguiano, que una vez despojado de espiritualidad, se dedica a consumir sin medida y a competir ferozmente contra todos..., y tristemente, sin saberlo, contra sí mismo.

Y luego llegaba el lunes, sí..., el implacable lunes..., “lo tan real, hoy lunes,” que escribiese Jorge Guillén.



JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com