La primavera llegaba con toda su carga
de colores y olores imposibles de expresar; sensaciones que nos
marcaron para siempre, infinitamente superiores al mundo virtual que
ahora se nos ofrece a cambio de dinero.
La vida de los niños en aquellos
pueblos se desarrollaba en total contacto con el medio. Tal vez en
primavera era cuando más frecuentábamos las salidas al campo, que
teníamos a dos patadas de casa. Allí, en aquel entorno silvestre,
vivíamos en perfecta comunión con la naturaleza. Parte de nuestros
juegos y enredos transcurrían entre canchos y andurriales próximos
al pueblo. Nos echábamos en los verdes forrajales, en
un silencio de insectos y olor a
margaritas, oyendo el trino de los
pájaros, contemplando el vuelo
de las mariposas, o viendo las bandadas de aves trazando un arco en
el cielo, que acababa transformándose en una uve de victoria.
Quedábamos quietos, hipnotizados, sintiéndonos, sin saberlo,
burladores del mundo y del espacio-tiempo, hasta que las campanas del
pueblo nos devolvían a la realidad..., que ni maldita las ganas de
volver a ella.
Jugábamos por los campos al Capitán
Trueno, o al Jabato. Todos los niños, lógicamente, queríamos ser
el Capitán Trueno, o en todo caso Crispín, pero nunca el gordinflón
de Goliath. Lo mismo pasaba con el Jabato, donde nadie quería ser el
orondo Taurus ni el flacucho y melindroso poeta griego Fideo. Cuando
no había consenso, se pasaba a jugar, por ejemplo, a los
mosqueteros, y el problema volvía, una vez más, cuando todos
pugnábamos por ser D´Artagnan, aunque alguno se conformaba con
Athos o Aramis. La norma, en estos casos, consistía en pedir raudo y
veloz el personaje..., claro que el truco consistía en proponer tú mismo
el juego, y en décimas de segundo pronunciar el nombre deseado. Con
estas cosas pasábamos largas tardes primaverales, con espadas de
vardascas de olivo metidas por la presilla de las calzonas cortas. En
lo más alto de los canchos se veían nuestras siluetas, entre
revoloteo de gorriones y el sol desapareciendo tímidamente tras los
collados poblados de encinas.
Cuando ibas al campo con tu abuelo, sin
compañero de aventuras, uno de los recursos era jugar a Tarzán, y
lanzar el famoso grito, en forma de alarido esperpéntico, que a
veces te devolvía el eco de las vaguadas, y otras, simplemente,
espantaba a los pájaros de los árboles y zarzales cercanos, o a las
ovejas del cortinal más próximo. Tu abuelo acababa llamándote al
orden y pidiéndote una cierta calma, que duraba
tan poco como el tiempo de regresar tu abuelo nuevamente a sus asuntos.
Los arroyos corrían entre jolgorio de
pájaros y cielos aborregados. Desde lo
alto de los cerros, podíamos ver a los campesinos en las hondonadas,
como pequeños puntos negros sobre un manto policromo, con un fondo
de montañas nevadas, a la par que un solitario Renault Cuatro Latas pasaba
por alguna estrecha carretera, casi integrada en el paisaje, con las
cunetas rebosantes de maleza. En el silencio tan sólo escuchábamos,
como una voz antigua, perdida en el vacío, uno de aquellos gritos
arrieros que de niños oímos hasta la saciedad: ¡¡Burruuuu
aquíííí!!
Los olores
primaverales se mezclaban con el olor a cirio de las procesiones,
donde se cantaban saetas desde lugares ocultos e insólitos. Me
contaron de dos mozos voluntariosos, en los años cuarenta, de escasas dotes para el canto,
que se atrevieron con una saeta desde la ventanilla de una troje,
desentonando y provocando las risas contenidas al paso de la
procesión..., o de un hombre de voz aflautada, escondido en un bidón
de obra, que año tras año sorprendía con su estilo tiritón y
aflamencado.
Los chavales de ciudad nos llegaban por
Semana Santa, perfectamente pulidos, con una piel de porcelana nada
habitual en aquellos lares curtidos de soles y cierzos
inmisericordes. Por ahí salimos en algunas fotos con ellos, fotos
que nos hacían sus padres (portadores de las únicas cámaras de la época), donde aparecemos siempre con gesto tímido
y actitud retraída, como niños de una tribu rural subordinada.
Cuando estos chavales nos acompañaban
por el pueblo, siempre había alguna mujer mayor que les preguntaba:
¿Poh y tú de quién erih, bonitu?, y una vez enterada del
linaje, volvía a la carga, con voz de asombro: “¡Uyyyy, poh si
no te conocía... cómu hah enverneciuuuu...!; ya me diju tu
agüela que llegabaih ehta tardi...” El chaval se limitaba a
asentir con la cabeza y a poner cara de circunstancias, mientras
continuaba con nosotros hacia el parque de atracciones primaverales,
a correr por ahí, con los demás, entre
canchales rodeados de amapolas..., o quizá junto a las ruinas de
lagares de aceite abandonados, y cargados de misterio, que dejaban
intrigados a los infantes advenedizos.
Y luego llegaba
mayo...,“que por mayo era por mayo, cuando hacía la calor...,” cargado ya de flores y ríos de
deshielo que ofrecían bondadosos sus aguas..., aguas que luego
desembocaban en otros ríos mayores, labrando onduladas esculturas en
la piedra, como un Gaudí milenario, de paciencia infinita, que
hubiese modelado el granito hacia formas de
otros mundos, tal vez formas de mágicas
ciudades olvidadas. Aquellos parajes de las obras del agua,
recibían nombres locales como “Las Potras” y cosas por el
estilo; nombres toscos y adaptados a la recia existencia campesina.
Todo en aquel entorno estaba presto al
deleite de los sentidos: mariquitas que revoloteaban desde la palma
de las manos; mariposas blancas de la buena suerte; margaritas del sí
y el no, que alentaban ilusiones; la flor de la escoba con su olor
inconfundible; el olor a hierba recién segada; los caños abundantes
de las fuentes; los jarales florecidos, y las grandes extensiones de
agua del pantano de Gabriel y Galán, que veíamos como un lago
Tiberíades autóctono, con fondo de montañas hurdanas y
albercanas... Todo en una paz y un sosiego que no se pagan con
dinero. Quizá el paraíso del que hablan algunas profecías, tenga
cosas en común con los momentos vividos en aquellas primaveras.
Las niñas se afanaban en recoger
amapolas y margaritas para confeccionar los ramos a la Virgen. No
faltaba tampoco el jardín de alguna maestra o señora de postín
rural, donde se cultivaban claveles y rosas de pasión, dando lugar
a ramos para las niñas más allegadas. Y luego allí, en la iglesia,
en la tarde de las comuniones, las niñas se mostraban nerviosas, en
la antesala de lo que iba a ser su efímera tarde de gloria. Y
comenzaba el recital, con gestos histriónicos y lastimeros, que
hacían llorar a las mujeres asistentes. En aquellos versos de mayo,
siempre se escuchaba el mismo sonsonete, heredado de generación en
generación: “nino nino nonino nonino, nino nino nonino noní...”
Por mayo llegaba también El Corpus,
con altares de fabricación casera repartidos por los barrios,
repletos de ornamentos naturales, con macetas de
geranios, tomillo y junco por el
suelo, flores en tarros de cristal, colchas bordadas, y alguna imagen
del Sagrado Corazón que la gente tenía en sus casas. Las sábanas
blancas colgadas de las cuerdas, formaban tabiques casi imaginarios, que daban cierre a un surrealista escenario callejero, de un abigarrado e
improvisado plateresco extremeño.
Tan pronto hacía sol como tan pronto
aparecían las nubes, salidas de la nada, y se ponía a llover con
profusión, o a “chuceal”, dando lugar, en aquellos días, a una
de las estampas más habituales de la primavera, que eran los hombres
regresando del campo con manojos de espárragos atados con cuerdas. Aún
recuerdo a mi abuelo volviendo sonriente de esta guisa.
Los trigales eran objeto de pequeños
hurtos infantiles, más por juego y travesura que por hacer
verdaderamente daño. La espiga en la mano de los niños era todo un
clásico; eran las chuches naturales que daba la tierra,
infinitamente más sanas que las de ahora. Comíamos las espigas con
cuidado de no “añurgarnos” con ellas, y chupábamos las
campanillas dulces que encontrábamos al paso por los caminos. Las
inocentes niñas de generaciones pasadas, apenas se atrevían a tocar
las espigas. Cuenta mi madre, que siendo niña, ella y una íntima
amiga, decidieron, no sin grandes dudas, coger cuatro espigas que se
mostraban sugerentes tras las paredes de un camino. Al poco tiempo el remordimiento las hizo ir raudas a confesarse, y habiendo
escuchado al cura decir que lo robado sólo se restituye
devolviéndolo a su dueño, tuvieron la ocurrencia de cortar cuatro
espigas de un trigal propio, y lanzarlas al trigal perjudicado, para
calmar sus afligidas conciencias. Semejante acto de nobleza y
candidez, sería objeto de mofa en este tiempo, algo inconcebible a
día de hoy, donde la mentira y el latrocinio son “activos”
imprescindibles para el medraje..., ya puestos a usar la jerga de la tecnocracia.
Los niños setenteros tuvimos el
privilegio de jugar y gozar por los campos paradisíacos, algo que
apenas disfrutaron aquellos otros niños flacos y desnutridos de
posguerra, que fueron nuestros mayores, para los cuales el campo era
sinónimo de trabajo. Aquellas sufridas criaturas, sí, que sacaban
los cerdos al campo, oxeaban pájaros, comían tajadas de tocino y
arreciaban a golpe de Ceregumil.
Ante aquella explosión de vida y
naturaleza, de la que apenas éramos
conscientes, vivíamos, en cambio, con total sencillez, sabedores de
nuestras limitaciones, que no eran tan distintas a las de ahora. Estábamos aún
muy lejos de alcanzar este mundo de vanidades y petulancias, que nos
otorga un protagonismo bastardo (sublimación del ego), para luego rebajarnos a la mínima
expresión humana.
Fueron abriles y
mayos que vimos desde la mirada asombrada del niño que fuimos,
rodeados de vida a borbotones, en un tiempo mágico de trigales y
amapolas, de campos tornasolados y flores a porfía. Paisajes y
verdores de un regalo caído del cielo, que nos brindó un trozo de
paraíso en la tierra, y una impronta en el alma que llevaremos de
por vida. Mientras tanto, seguimos esperando, como aquel olmo herido
por el rayo, otro milagro de la primavera.
JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com