Se abre el telón y aparecemos
nosotros, con caras de panolis, extasiados, petrificados... mirando
una pantalla en blanco y negro; tal vez en uno de aquellos Teleclubs
de principios de los 70. Ya en aquel tiempo el advenimiento de las
pantallas empezó a gestar, con bastante éxito, un proceso hipnótico
sobre la población, que luego culminaría con pantallas de todos los
tamaños, adaptadas a las distintas necesidades de idiotización. En
los pueblos todo llegaba más tarde, pero llegaba. A través de
aquellas primeras películas se nos fue descubriendo un mundo nuevo,
desconocido, de una cursilería alambicada, que no cuadraba mucho con
el mundo de zurriagazo y tentetieso al que veníamos acostumbrados
por aquellos lares.
La modernidad, que no paraba de
martillear y abrirse paso, cada dos por tres nos sorprendía con
palabras nuevas que para nosotros eran neologismos del mismísimo
demonio, difíciles de pronunciar, y que algunos niños adaptaban
como Dios les daba a entender a la jerga muchachil usada en las
calles salvajes y arbitrarias... Así pues, un buen día, algún
muchachuelo cualquiera, incapacitado para pronunciar la palabra
"película", a todo lo más que llegó es a pronunciar la
palabra "penícula", y el resto de la tropa, cómo no, se
lanzó a difundirlo, entre risas y choteo (véase "Las calles de
la burla"). Esta palabra se introdujo en el acervo lingüístico
local, como pieza de museo. A partir de ahí, las “penículas"
y sus derivados, pasaron a formar parte de nuestras vidas.
Las películas de pistoleros jugaron un
papel hegemónico entre los toscos varones extremeños, que
empezaban a degustar las mieles del
Séptimo Arte, con especial atracción hacia el Spaghetti Western,
que tenía un aura de chulería imposible de ignorar, con un tal
Sartana, que era un elegante pistolero de gabardina y corbata, con
cigarro adosado a la boca..., o el mítico Clint Eastwood, con
aquella especie de poncho de los Andes, poniéndole precio a la
muerte...; todo ello aderezado con las músicas de un tal Morricone,
y ese silboteo del oeste que se puso de moda, que escuchábamos luego
en la soledad de los campos extremeños, o en la calma chicha de la
siesta, cuando alguno de los hermanos Jones rurales pasaba por las
calles a lomos de un pollino. Todo eran escopetas y pistolas, reales
o imaginarias. Siempre estábamos por allí, apostados en algún
lugar, apuntando con un palo a todo lo que se movía, o jugando con
aquellos indios y vaqueros de plástico, que colocábamos
delicadamente entre las canchos, o escondidos en ventanillas de
corrales... Estos pequeños personajes cobraban vida delante de
nosotros, y disparaban desde las piedras salientes de las paredes, o
desde un montón de tarmas, a modo de montaña. Aún duermen por ahí
en cajas de galletas María, en las trojes, y hace poco, al
descubrirlos, después de décadas ocultos, me miraron, como si me
conociesen de algo, desde su oscura y artrósica soledad de plástico
a punto de quebrarse. Allí quedaron, con ellos, ya en la lejanía,
aquellas continuas onomatopeyas de
disparos, pañu pañu... piñu piñu..., que no eran sino un
inconsciente mecanismo de defensa frente a los miedos infantiles que
nos acechaban por todas partes.
El oeste peliculero marcó no sólo a
niños, sino también a varones de una cierta edad. Algunos hombres y
mozuelos leían desaforadamente novelas de pistoleros en la plácida
y silente hora de la siesta. Un tal Silver Cane y otro tal Keith
Luger, eran los autores más demandados por los lectores aldeanos;
autores que sospechábamos americanos, y que resultaron ser españoles
con el nombre en inglés...; para más señas, Francisco González
Ledesma y Miguel Oliveros, respectivamente. El que sí era español,
y con nombre propio, era Marcial Lafuente Estefanía, pero en
aquellos pueblos era menos apreciado; tal vez por no usar un
seudónimo en inglés, quedó relegado al ostracismo en aquellas
horas veraniegas de sol y moscas... Entre las películas y las
citadas novelas, los varones locales adoptaron un estilo chulesco y
“westeriano”, asimilado del ambiente pistoleril, con el cigarro
colgando de la comisura de los labios, la forma de entornar los ojos
jugando a las cartas, y un tono, en general, displicente y matonil,
que reinaba por calles y tabernas, y que tuvimos que sufrir desde la
más tierna infancia, siempre en tensión, sin osar bajar nunca la
guardia. El oeste nuestro, más que un oeste de película, estaba más
próximo al “Cristo Versus Arizona”, de Camilo José Cela.
En verano nos
llegaba el cine ambulante, donde las películas se proyectaban al
aire libre, en grandes telas almidonadas, o en paredes blancas, sin
más... Luego, las cobradoras (generalmente eran mujeres), pasaban la
gorra al personal, excepto a los chavales, que se quedaban rezagados
haciéndose el tonto en la lejanía. La megafonía era muy pobre, tan
pobre que en ocasiones escuchábamos con más fuerza el ruido de los
grillos (que indiferentes cantaban en los yerbajos próximos), que
los propios diálogos de la película, que por otra parte tampoco nos
importaban mucho, siempre que hubiese tiroteos de por medio y galopes
de caballos por aquí o por allá.
Las mujeres
buscaban emociones y lágrimas, y se inclinaban más por las antiguas
películas sensibleras. Las llantinas estaban garantizadas con
“Marcelino pan y vino” o “Genoveva de Brabante”, entre otras
cintas, y con grandes actrices lacrimógenas, con Aurora Bautista a
la cabeza..., o tal vez se embelesaban con el cine romántico de
“Sissi Emperatriz...” Los hombres gustaban más del cine de
cante y gorgoritos, tan demandado en aquellas tierras flamenqueras,
con Juanito Valderrama, Antonio Molina y el incombustible Manolo
Escobar, sin olvidar a los niños prodigio, Marisol y Joselito, con
tómbolas y campaneras, que luego fueron la banda sonora de la vida
rural, canturreadas hasta la saciedad por los caminos campestres,
entre aguaderas, haces de trigo y cántaros de agua.
A falta de salas específicas para las
proyecciones, el cine se abrió paso en salones de baile, con la
bandera nacional pintada en lo alto, a modo de coso taurino, y unas
banquetas de madera, generalmente cojas, para sentarse. La emoción
estaba servida al comenzar el NODO, que a los niños se nos hacía
interminable, con aquellas madrinas bautizando barcos y estrellando
botellas contra el casco, mientras
esperábamos impacientes la aparición fulgurante de nuestros ídolos
macarrillas, pegando puñetazos y tiros por doquier. Así nos fueron
sorprendiendo las primeras películas horteras de kárate y kun fu,
con chinos saltando de tejado en tejado, emitiendo alaridos felinos y
dándose una “tollina” detrás de otra. Los niños, al salir del
cine, sufríamos una manifiesta incontinencia peliculera, que nos
llevaba a imitar compulsivamente todo lo visto, a veces sin ser
conscientes de nuestras limitaciones, con riesgo para la integridad
física propia y ajena.
Delante de nuestros ojos pasaron
caballos al galope..., pistoleros “farraguas” en posición de
duelo..., apaches de rostro broncíneo..., romanos inmisericordes y
espadachines de la más variada gama...; y cómo no, Tarzán, nuestro
ídolo de aventuras. Con permiso de Tarzán nos pasamos la infancia
“repicolgados” de todas partes, inventando selvas y lianas donde
no había más que olivos, vigas carcomidas de corrales o cuerdas
para tocar campanas.
Recordamos también aquellas películas
un tanto surrealistas, del estilo de “El zorro contra Maciste”, o
aquellas otras de temática bíblica, con Sansón derribando las
columnas del templo, o la legendaria Ben-Hur, donde alguien siempre
comentaba que fulanito, del pueblo de al lado, estuvo allí de extra,
aguantando firme el sol impiadoso entre las huestes romanas;
seguramente un sol bastante llevadero, puesto en balanza con el sol
extremeño de la era.
Cuando no podíamos tener acceso al
cine, por cuestión de rombos o por falta de presupuesto, los niños
intentábamos asomarnos por las “talleras” que dejaban las
ventanas de madera entreabiertas, pero, una vez más, los muchachones
mayores nos desplazaban, privándonos de la furtiva ración de
rendija cinematográfica, mientras apenas nos daba tiempo a ver,
quizá, cómo algún pobre centinela era abatido desde lo alto de un
fuerte. Luego, al salir los adultos del cine, preguntábamos
emocionados: “¿Quiénih han ganáu, loh buénuh o loh
máluh...?”, y reaccionábamos perplejos y sonrientes al
comprobar que, ¡oh sorpresa!, habían ganado los buenos, lo cual era
un bálsamo para nuestras vidas, en las que casi siempre (y en eso
nada ha cambiado) ganaban los malos.
Al llegar el cine al pueblo, había un
revuelo importante entre la población menuda, y siempre aparecía
algún niño preguntando emocionado por el título de la película
que iba a proyectarse, y en ese momento, un mozo socarrón, de
sonrisa etílica y canalla, solía contestar: “La perseguida hasta
el catre”, con las inevitables carcajadas cromañonescas del resto
del mocerío, apurando la copa de Sol y Sombra, “sostribados” en
la barra del bar, absorbiendo con el codo las manchas de vino peleón
sobre el mármol raído.
El Teleclub era
un lugar de encuentro, con tele, juegos de mesa y relación social,
tal vez como única alternativa a los bares en las noches
invernales, donde las calles quedaban desiertas. La sala del
Teleclub, en cambio, se mostraba repleta contemplando a Don Juan
Tenorio, en la fecha de Todos los Santos..., o las obras de Estudio
1: “Vamos a contar mentiras”, de Alfonso Paso..., “Maribel y la
extraña familia”, de Mihura..., “Eloísa está debajo de un
almendro”, de Jardiel Poncela..., o aquellos “Doce hombres sin
piedad”, con Fernando Delgado, Jesús Puente, José Bódalo y otros
actores de enjundia ahora más difíciles de encontrar.
Un paisano de aquellas tierras, apodado
Cachibola, se hizo célebre llevando el cine por los pueblos
norteños; cine que se proyectaba en las salas habilitadas al efecto.
Portaba un viejo cinematógrafo de segunda mano, y a los niños más
pequeños, si iban acompañados por adultos, a veces los dejaba
entrar de “baldi”. Cachibola proyectaba “Un indiano en
Moratilla”, y otros filmes de la época. Las cintas eran viejas y
un tanto usadas, y las películas se cortaban cada dos por tres, casi
siempre, cómo no, en el momento más inoportuno.
A partir de los 60, en los pueblos más
grandes, empezaron a aparecer los primeros cines propiamente dichos,
con el ambiente típico de los cines de ciudad, provistos de butacas
aterciopeladas y cáscaras de pipas Churruca cayéndote por todas
partes. Allí acudían los cinéfilos de los pueblos colindantes a
pasar las soporíferas tardes dominicales de quiniela
y cerveza El Gavilán.
Mi abuelo tuvo
taberna y salón de baile. Desde niño escuché que en el citado
salón, muy de tarde en tarde, proyectaban cine mudo, allá por los
años cuarenta, sobre una pared encalada entre dos viejos ventanales.
A mi madre, pequeña niña de posguerra, le quitaba el sueño una tal
Doña Concordia, que debía de estar a caballo entre la bruja
Agripina y la Rottenmeier de Heidi.
La fiebre pantallera hizo que algunos
niños ingeniosos reinventaran el cine en cajas de zapatos, con un
elemental mecanismo, consistente en dos palos taladrando los
extremos, y una tira larga de papel encolado, con imágenes de
tebeos: El Jabato, Capitán Trueno, Rompetechos... La luz del
cinematógrafo era una linterna de petaca colocada por detrás de la
tira de papel. El cine se proyectaba normalmente en alguno de
aquellos corrales adosados a las casas labriegas. A la puerta estaba
un pequeño taquillero, cobrando una perra chica a los espectadores
infantiles, que pasaban con cara de asombro, sin saber muy bien el
magno espectáculo que iban a contemplar. Una voz de pito, en
extremeño, iba relatando las aventuras y desventuras de los
protagonistas, con alguna que otra aportación de cosecha propia.
Primas hermanas
del cine eran las actuaciones variadas que venían de tarde en tarde.
La palabra “títarih” aglutinaba a un amplio espectro de este
tipo de funciones. Comediantes, circos y magos se daban cita por allí
de manera ocasional. Desde los años de posguerras, los comediantes
fueron habituales por los pueblos, como en “El Viaje a ninguna
parte”, de Fernán Gómez. Se alojaban en alguna de aquellas
improvisadas posadas rurales, sin agua corriente, con derecho a cama
y palanganero. La gente llevaba sillas para cualquier acontecimiento,
callejero o cubierto. Según pude saber, antiguamente había gente
que llevaba las sillas por la tarde, antes de la actuación, y las
dejaban juntas, atadas con una cuerda. Me cuentan también de unos
comediantes de posguerra, que estuvieron un mes entero en el pueblo,
con repertorio distinto para cada noche... algo verdaderamente
meritorio. Estos comediantes inspiraron luego a los autóctonos en
una fiebre posterior por el teatro y las comedias locales... El
término “títarih” (en plural), tenía también una acepción
rural menos amable, referida a discrepancias y trifulcas variadas:
“Han teníu títarih ehta tardi.”
Luego, ya por los 70, las teles se
fueron adueñando de los hogares, poco a poco, en una suerte de
invasión alienígena controlada, y las "penículas"
entraron dentro de las casas, a usurpar las tertulias familiares; y
de esta forma, la tele, como un vampiro sutil, consiguió monopolizar
el ambiente de los hogares, en un perfecto plan de atontolinamiento
trazado a largo plazo, con esa paciencia sibilina que siempre tienen
los malos para urdir sus trampas. Desde entonces las pantallas
pasaron a ser herramienta imprescindible para el
ingenioso tocomocho de las libertades tuteladas.
Al acabar la película, después de
haber visto rugir al león de la "Metru Goldin Mayi",
salíamos a la calle, y mirábamos a la puerta de cualquier corral;
allí encontrábamos a un burro asomando la cabeza (y tal vez
rebuznando). Entonces comprendíamos cuál era nuestro sitio real,
tan digno o más que cualquier otro... Nuestro sitio estaba allí,
entre higos pisados por los suelos y puertas cenicientas de corrales,
mientras en el cielo, un trueno repentino y algunos nubarrones de
tormentas veraniegas, nos hacían volver a la realidad, y de esta
forma, como sin darnos cuenta, se nos pasaba la tontería peliculera,
que nos había enajenado por un rato... por un rato, no más.
Siempre tuvimos la sospecha de que los
hermanos Lumière no nacieron en Extremadura, y de que todo por allí
nos llegaba con retraso, salvo la fiesta de la naturaleza, que
llegaba puntual, dejándonos primicias de olores y colores
majestuosos, y escenarios imposibles de igualar con todos los
gigabytes del mundo mundial, pantallas tridimensionales o realidades
virtuales del mismísimo diablo, que para nada sirven cuando llegue
la película final, esa que pasará veloz delante de nosotros, cuando
un día, según los viejos más castizos, “doblemos la servilleta”.
Con estas cosas y
otras muchas por aquí contadas, nos fuimos distrayendo y navegando
por la España invertebrada de Ortega, entrelazando fotogramas de
alegrías y tristezas, que fueron configurando las luces y las
sombras de aquel tiempo que muchos conocisteis. El final de la
“penícula”, todavía no está escrito.
JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com