Desde lo alto de un monte, podíamos
contemplar pequeños pueblos, casi medievales, con sus tejados, sus
chimeneas humeantes y sus verdores periféricos, como sacados de los
cuentos que nos contaron a la lumbre. Eran pueblos próximos, pueblos
de al lado los unos de los otros, pueblos que compartieron los mismos
claroscuros y las mismas inquietudes..., que compartieron, también,
los mismos azotes de la historia, las mismas hambrunas y la misma
cosmovisión provinciana del mundo. Pueblos, en fin, que vivieron
condenados a una estrecha relación de amor y odio.
El pueblo de al lado tenía,
básicamente, las mismas calles que el nuestro, los mismos
soportales, las mismas caras curtidas a las puertas de las casas; los
mismos niños con las mismas piernas flacas, llenas de cascarrias y
mataduras; los mismos tábanos acosándonos en verano, y seguramente
los mismos corrales con el mismo número de pulgas. En el pueblo de
al lado veíamos nuestros defectos, que nos resultaba más cómodo
verlos en el pueblo de al lado, que reconocerlos en nosotros mismos,
como suele ocurrir en todo orden de cosas, cuando entra en juego la
torpe condición humana. Lo que
realmente veíamos en el pueblo de al lado, sí, era lo que menos nos
gustaba de nosotros, pues, en el fondo, éramos clones de lo más
básico, réplicas de aquello que nace de la escasez y deviene en
temores y prejuicios. Así pues, “cagajón” arriba o garrapata
abajo, compartíamos también las mismas cuitas y las mismas
alegrías.
El primer contacto de un niño de
aquellas aldeas con el mundo exterior, podía ser, tal vez, la
entrada con el abuelo, a lomos de un burro, en alguno de aquellos
pueblos cercanos. En la entrada siempre había algún anciano sentado
al sol, viendo la vida pasar, o alguna persona deficiente, que nos
miraba fijamente con sonrisa ingenua, y nuestra reacción era siempre
temerosa, con esos miedos irracionales e infantiles hacia todo lo
desconocido.
A la entrada de
los pueblos era frecuente encontrar una cruz de piedra, humilladero
de antiguos caminantes, y alguna pequeña ermita con nombres de
santos o santas habituales luego en los nombres de los vecinos. A los
pueblos de al lado se podía llegar igualmente por caminos
silvestres, que daban entrada al casco urbano a través de
andurriales y accesos secundarios, llenos de burros, cabras, gallinas
y demás fauna local..., haciéndonos comprender, aún más si cabe,
la similitud con todo lo propio, que era también de naturaleza
menesterosa.
En el pueblo de al lado había un
acento ligeramente distinto al nuestro, que incluso nos hacía cierta
gracia y enriquecía aún más ese gran acervo lingüístico propio
de aquellas comarcas. Lo del Castúo
(que nadie se me enfade), no existió nunca como lengua o dialecto
extremeño; fue un invento nacido al calor de la fiebre identitaria
de los ochenta, con bellotas en pegatinas de coches (o en llaveros de
bar de carretera), y otras muestras del extremeñismo exacerbado que
nos fascinó repentinamente. Lo que por allí se hablaba (y en menor
medida se sigue hablando) era “el extremeño”, sin más; ese
dialecto nuestro, o tal vez lengua (en opinión de algunos expertos) con diferencias en las “hablas” según la
ubicación geográfica, “hablas” condimentadas con localismos
propios de cada aldea; todo ello sobre la base imponente del
castellano antiguo. Cuando de adolescente cayeron en mis manos versos
de Góngora, Quevedo, Arcipreste de Hita..., o libros como La
Celestina o El Lazarillo de Tormes, pude descubrir el origen de
aquella manera nuestra de hablar, y comprender, gratamente, que no
estábamos tan alejados de la cultura, como lo estamos ahora.
Nadábamos en la abundancia de un léxico generoso, ya fagocitado por
un lenguaje pobre y superficial, abigarrado de anglicismos,
neologismos y complejos de toda índole, mientras nos suministran por
los medios la alfalfa necesaria para implantar la cultura de la
incultura, que acaba siempre elevada en los altares de la
mediocridad.
Las rivalidades juveniles entre pueblos
vecinos, solían reducirse a lo más primario: estaba mal visto
zurrarse la badana entre los mozos del propio pueblo, pero había una
cierta aquiescencia entre el personal masculino, si el enfrentamiento
era con forasteros (siempre los malvados forasteros). Eran disputas
todavía propias de tribus prerromanas, cuando la desconfianza a
invasiones por aquí o por allá estaba a flor de piel.
Las muchachas de los años 40 y 50 de
los pueblos cercanos, en cambio, me cuentan que algunas eran amigas
entre sí, y se juntaban en las zonas limítrofes para charlar entre
ellas de sus cosas de entonces, sentadas sobre piedras de granito, en
tardes primaverales de domingo, viacrucis, flores y mariposas blancas
revoloteando alrededor.
Nuestros antepasados se trataron con
vecinos de los pueblos cercanos mucho más que nosotros, que tuvimos
una relación menor y un tanto hostil. Los tratos en las ferias de
ganado, o el intercambio de productos de la tierra, mutuamente
demandados, abrían las puertas al contacto
social, con una relación bastante jovial, convirtiéndose en
una especie de fenicios con alforjas y banastas de castaño.
Todo un clásico eran (y aún siguen
siendo) las pintadas en las señales de carretera, contenedoras de
topónimos cercanos, siempre con letras tachadas aquí o allá,
buscando el chiste facilón y grotesco hacia el pueblo vecino. De la
misma naturaleza conflictiva eran las líneas divisorias entre
municipios, que podían ser ríos, arroyos, paredes de granito, una
piedra de gran tamaño o una cruz de madera colocada junto a un
camino. Eran lugar de encuentro para las pueriles disputas
fronterizas. Allí, los chavales, artificialmente envalentonados, nos
llamábamos de "nombri" (nos insultábamos), “jaciéndunuh
muécah” (burlas). Frente a frente, las hordas muchachiles llamadas
a la contienda peliculera, se citaban en las fronteras, y al final
todo quedaba en improperios de trinchera a trinchera, y unas cuantas
piedras lanzadas hacia algún sitio indefinido del espacio. Una vez
curados de la mostrenca e impulsiva pubertad, nuestra relación con
los habitantes cercanos iba mejorando con el tiempo, en la medida en
que íbamos comprendiendo que, al igual que aconsejara Don Quijote a
Sancho: “Sobre el cimiento de la necedad no asienta ningún
discreto edificio”.
Un buen día, incluso, descubrías que
algunos de los chavales del pueblo de al lado te caían bien, y que,
a nada que hubiera una mínima predisposición por ambas partes, era
tan fácil hacer buena gavilla con ellos como con cualquiera de tus
paisanos. Allí empezabas a entender lo absurdo de las barreras que
nos imponemos, o nos imponen, y que con frecuencia nos arrastran
hacia el fango viscoso del espíritu gregario.
Cuando ocurría cualquier "azurzu"
(trastada, gamberrada) perpetrado por infantes o jovenzuelos, y
aparecía, verbigracia, una puerta rayada, pintada, meada..., o un
canalón roto, sin encontrar al culpable, siempre había algún
vecino que, con gesto trascendente y cara de alcahuete, se aventuraba
a especular con supuestos visitantes furtivos de tal o cual pueblo,
que fulanito vio pasar con malévolas intenciones; pero al final, los
culpables, como ocurre casi siempre, estaban mucho más cerca de lo
esperado.
Ni que decir tiene que los varones
jóvenes de cada pueblo no tenían el más mínimo interés en
presumir de educación o sapiencia; por el contrario, estaba mucho
más cotizado ser grandes bebedores y valerosos contendientes frente
a las tropas forasteras... Tener a los
mozos que más trasegaran, y a los más guerreros, era todo un
orgullo para el mocerío local. En las noches parranderas retumbaban
en las tabernas gritos y proclamas cavernarias de autoafirmación:
“¡¡No hay naidi que beba máh que musotruh, ni naidi con máh
güevuh que loh del nuehtru pueblu...!!” En cada pueblo
había algún mozo especialmente grande y forzudo, como sacado del
Capoulicán de Rubén Darío, capaz de arrastrar troncos o cargar
costales de trigo como el que coge pañuelos de seda, desatando la
admiración del resto del batallón, y siendo siempre uno de los
baluartes exhibidos en las trifulcas vecinas. Luego la rivalidad
acabó canalizándose a través de partidos de fútbol entre aldeas,
donde la fuerza fue declinando en favor de la maña, aunque los
gritos y expresiones “barquinas” seguían resonando en el
eco aldeano de la tarde extremeña.
Los tamborileros y músicos de aquellos
lares, conocieron a gente de muchos pueblos diferentes. Supieron
relacionarse con gran tacto y diplomacia, a pesar de ser conocedores
de las luces y sombras de cada lugar... Nos contaban luego infinidad
de historias y anécdotas, y nos hacían descripciones muy certeras
de los habitantes de cada sitio, con sus
hábitos más pintorescos y sus pecados inconfesables.
Eran también habituales las canciones
ofensivas con rudimentarias adaptaciones de músicas populares y
absurdas rimas simplonas sobre los pueblos cercanos. También surgían
por doquier los chascarrillos, a veces un tanto escatológicos, donde
tu pueblo salía siempre bien parado en detrimento de los otros, que
acababan en estercoleros y sitios parecidos. De la misma forma, los
gentilicios eran cambiados por otros términos malsonantes,
y circulaban también los tópicos peyorativos sobre la gente de aquí
o de allá, aunque mucho había de mito en todo aquello: “Loh
del pueblu de... son mu bebeorih...; loh de... son algu jaraganih...;
loh de... han siu to la vía mu jorruñuh... bla
bla bla. También había, aunque en menor medida, tópicos de
admiración: “En... hubu siempri mu güenuh segaórih...; loh
de... han siu siempri mu jerrízuh y trabajaorih...; loh de... liaban
mu bien el páhtu...”
Las fiestas del pueblo de al lado eran
como propias. Al calor de la cerveza, o del cubata ochentero, podían
pasar dos cosas: que se ablandaran los ánimos y todo acabara en
concordia, con palmadas y abrazos borrachiles, o que el encuentro
acabase como el rosario de la aurora, y nunca mejor dicho, pues era
habitual que el lucero del alba empezara a dar señales luminosas en
aquellas horas terminales y surrealistas, al olor inconfundible de
los churros verbeneros.
Muchas fueron las parejas mixtas
formadas entre pueblos vecinos, a cuyos mozos foráneos los quintos
cobraban el consiguiente peaje por llevarse a las mozas locales. Los
abuelos se quejaban a los nietos por dejarse escapar a las jóvenes
lugareñas en favor de forasteros, y así, entre cara de asco y rabia contenida, arremetían contra los dóciles efebos rurales: “¡No
tenéih albeliá pa ná... soh dejáih quital lah mózah comu unuh
mansioluh..., no valéih pa na..., paaa naaaaaaa!”
No sabíamos muy bien si era una
percepción subjetiva, o era real, pero a veces los rasgos de la
gente de un mismo pueblo, resultaban asombrosamente parecidos. Quizá
no era una sospecha tan descabellada, teniendo en cuenta la escasa
población de algunas aldeas, con pocas familias en sus orígenes, y
una cierta endogamia durante siglos, corroborada por apellidos
predominantes en cada localidad. De esta manera, en algunos pueblos
era más común encontrar... no sé..., gente de tez muy morena, con
caras achatadas..., o tal vez de cuencas profundas y ceño
cejijunto..., o quizá gente de ojos claros y cara sonrosada, quemada
por el sol, como de un ancestral origen indoeuropeo, o quizá celta,
no apto para estas tierras abrasadoras..., y así otros muchos rasgos
de antiguas mezcolanzas celtíberas, árabes, godas..., y de todo el
enorme crisol de culturas que se arrastraron tiempo atrás por estas
tierras de pizarra y olvido. En cualquier caso, parecía tener una
parte de verdad esta sospecha. Cuando llegaba algún forastero de
otro pueblo, no era extraño que algún viejo, al verlo pasar,
comentara: "Pol la pintaaaa, debi sel... comu del Casal... o
de pa esi lau..."
La merma en la población infantil de
algunos pueblos, allá por los setenta y ochenta, acabó dando lugar
al traslado de escolares hacia el pueblo de al lado, de mayor tamaño.
Íbamos en aquellas grandes bicicletas con guardabarros, faro y
bobina, con la cartera en el portamaletas, fijada con ganchos y gomas
elásticas, y metida en una bolsa de plástico los días de lluvia.
Avanzábamos alegres por carreteras bucólicas, escasamente
transitadas, entre eucaliptos centenarios que a nuestros ojos
infantiles se antojaban como secuoyas gigantescas de un pasado que ya
casi se nos pierde en la memoria.
En el pueblo de al lado la gente se
sentaba también al fresco veraniego, y murmuraba al paso de los
desconocidos que no estaban registrados en las bases de datos. Cuando
entrábamos en conversación con la gente mayor de esos lugares,
inmediatamente nos preguntaban: “¿De pa ondi sóih...?”,
y al revelarles la procedencia, acto seguido nos mencionaban a
fulanito, de nuestro pueblo, con el que hicieron amistad después de
gastarse tres años de mili juntos en el Sahara
(dices tú de mili...), o con otro que tuvieron mucho trato
cuando "dámbuh a doh" (ambos dos) fueron chalanes..., o te
hablaban de una taberna ya desaparecida, en tu propio pueblo, donde
ellos se mocearon en los carnavales, o en los cristos de septiembre,
en otros tiempos grises de boinas de paño, blusas de dril y
cabezones vinos taberneros.
Allá por los
ochenta empezaron a hacerse habituales los paseos veraniegos
nocturnos, con gente de ambos pueblos encontrándose a la ida y a la
vuelta, ya cuando los asfaltos y las luminarias transformaron los
caminos, perdiéndose, en gran parte, el encanto de aquellas oscuras
carreteras arboladas en las noches estrelladas de grillos y
misterios.
Así hemos ido siempre de tópico en
tópico, de prejuicio en prejuicio, a lomos de rivalidades inducidas
hacia el pueblo de al lado, el país de al lado, la provincia de al
lado, el barrio de al lado..., y hasta el planeta de al lado si
hubiera vida en él; con aversión a todo lo de al lado, que no es,
sino en el fondo, la aversión al lado oscuro de nosotros mismos.
Al pueblo de al lado, y al nuestro, nos
azotaban los mismos vientos y tormentas, nos agostaban los mismos
soles, nos acunaban las mismas lunas y nos llegaban puntuales las
mismas cigüeñas por San Blas. Al pueblo de al lado, y al nuestro,
nos quedaban a la misma distancia kilométrica
los sueños imposibles, y nos sacaban las mismas sonrisas las
ilusiones puestas en un futuro que nunca sabíamos si estaba por
llegar.
Decía Pío Baroja que los
nacionalismos se quitan viajando, y lo nuestro no era otra cosa sino
una suerte de micronacionalismos rígidos y anquilosantes, que no
hacía falta ni siquiera viajar para quitarlos, sino tan sólo andar
unos pocos pasos por algún camino, y en cuatro “abarcones” mal
dados entrar en el alma de aquellas gentes cercanas, para sentirnos
uno con ellos, en nuestra pobre y azarosa vida pueblerina..., en
nuestra insoportable levedad del ser (que nos recordase un tal
Kundera), y así, de esta manera, abrir las “engarillas”
extremeñas que dan acceso al prado verde y fértil de la
imprescindible relación humana.
Ahora, los de los pueblos de al lado
sois lectores también de estos relatos; estos relatos de al lado,
que son vuestros, como vuestro y nuestro fue el mundo en el que ahora
nos reencontramos y nos reconocemos, donde hallamos las mismas pulgas
y las mismas esperanzas, que andaban por ahí agazapadas y escondidas
en las ventanillas oscuras de algún viejo corral. Bienvenidos seáis
a esta casa común de la nostalgia.
JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com