Cuando un día oí hablar de “la
empresa”, como "unidad productiva dedicada a la actividad
económica," me sorprendió que hubiese otro tipo de empresa
distinta a la que había conocido desde niño, que no era otra que
aquel autobús para viajeros de economía precaria, que nuestros
mayores llamaban también "la empresa", y que transitaba
por los pueblos transportando a los campesinos rumbo hacia los
núcleos urbanos más próximos.
Aquella única empresa que conocí,
aparecía en las mañanas gélidas por las aldeas, salvando una
esquina de cantería con lenta y majestuosa
llegada, mientras los recios viajeros esperaban firmes, dando
tiritones de frío, a la vez que el aliento dibujaba figuras
imprecisas en el aire. Entre aquella gente era habitual la presencia
de algún niño, con la emoción a flor de piel en su primer viaje a
Plasencia; tal vez para comprar en almacenes "Daza" el
traje de la comunión, y hacerse la foto en el estudio de enfrente...
De aquellos primeros viajes infantiles a Plasencia, me quedó grabado
el olor a churros del casco antiguo, los motocarros circulando por
las estrechas calles del centro, o la cantidad
de gente nunca vista por un niño rural; pero sobre todo, y por
encima de todo, la emoción del viaje de ida y vuelta en la empresa.
A través de la empresa, Plasencia
irrumpía de golpe en nuestras vidas. Era la Nueva York de la Alta
Extremadura, aunque mucho más pequeña, bella y entrañable, donde a
menudo encontrabas a gente de tu pueblo por las calles del centro,
con una extraña sensación de hallarlos fuera del entorno habitual,
entre burros y perros escuálidos alrededor. La vida de aquellos
pueblecillos gravitaba, sí, en torno a Plasencia, como centro
neurálgico de cualquier necesidad extraordinaria, que tampoco eran
muchas.
La empresa, a los niños, nos parecía
enorme, alta y mastodóntica; claro que nunca conocimos los autobuses
de dos pisos de los que hablaban los niños urbanitas que nos
llegaban en verano de Madrid. A nosotros, en cambio, todo nos
resultaba gigantesco, acostumbrados a una vida a
ras de tierra, donde un pequeño salto nos permitía tocar las
tejas de los corrales, o alcanzar las brevas de las higueras.
Nuestra protagonista se fue afianzando
poco a poco por aquellas latitudes. En los pueblos de las comarcas norteñas se
hizo célebre una empresa denominada popularmente como "Empresa
Charranguina", con ruidos varios y
descompasados, para hacer honor a su apodo. No era extraño el
cuadro de alguna de estas empresas averiadas, echando humo junto a
cualquier cuneta, con los pobres pasajeros en el arcén, rodeados de
equipajes rudimentarios, a la espera de alguna otra empresa que
tuviese a bien pasar a recogerlos... Era gente acostumbrada a sufrir
y a esperar; quizá su vida había sido una constante espera, y
aquello no les suponía más allá de una pequeña penitencia entre
tantas otras. Más tarde fueron llegando empresas con nombres de más
empaque, como "Los tres pilares" y otros por el estilo,
donde el nombre en sí parecía albergar una mayor garantía para los
viajeros, con un aspecto mejorado y un tamaño mayor que sus
antecesoras. La gente de avanzada edad gateaba los escalones de estos
nuevos autobuses como dios les daba a entender, y bajaban con sumo
cuidado, por miedo a las caídas: “Baji usté con cuidau, no sea
cuántu ajociqui y salga apitanáu (magullado).”
Al entrar en aquellas arcaicas
empresas, sorprendía inmediatamente el inconfundible olor a skay de
los asientos, entremezclado con el olor a tortilla de patatas,
morcilla de calabaza o tajadas de tocino, que escapaba de las viejas
merenderas de aluminio y las cestas de mimbre que los paisanos
portaban cogidas del brazo, a la par que algún botijo en los
tórridos meses de verano. Eran viandas que la gente llevaba para la
jornada placentina, dejándolo todo impregnado de un olor
gastronómico a materias verdaderas, austeras y mínimas, sin
envoltorios ni aditivos; olores que entroncaban, inconscientemente,
con el hambre que todavía amenazaba como un fantasma del pasado. A
la vuelta de la ciudad los olores se ampliaban con ristras de ajos o
salchichas frescas compradas en el mercado central, sin menoscabo del
olor a “pezuños” (a pies), o a “sologrio” (sudor rancio),
que aquella gente dulcificaba bajo el eufemismo de: "olor a
humanidad."
La modernidad de Plasencia nos quedaba
aún muy lejos, era un contraste demasiado fuerte para digerir de
golpe. Oí contar varias veces la anécdota de un par de niños
cercanos a mi entorno que, una vez en Plasencia, fueron a orinar en
el sitio que les habían indicado, sobre una cosa extraña, amorfa y
amenazante, llamada "water", sin información previa al
respecto. Tiraron de la cadena, más por curiosidad que otra cosa, y
ante el estruendo formado por la cisterna, salieron corriendo
despavoridos, pensando que habían hecho algún "azurzu"
(trastada), con la promesa de no decir nada a nadie y guardar
rigurosamente el secreto..., cosa que no cumplieron.
La primera vez que subíamos a la
empresa era una sensación inigualable. Los niños pugnábamos por
sentarnos en los asientos delanteros, cerca del conductor, para ver
el asfalto absorbido por la reumática empresa, que a nuestros ojos
infantiles era como un Concorde terrestre, comiéndose las flores de
las jaras que secundaban las bucólicas carreteras de las dehesas.
La empresa recorría los pueblos a
través de carreteras que se integraban en el paisaje sin grandes
estridencias; carreteras estrechas, con baches llenos de agua (donde
las ranas entraban y salían), y yerbajos acariciando la chapa de
los coches. Estas vías, medio rupestres, podían formar parte de un
cuadro paisajista sin resultar un elemento discordante. Los rebaños
de cabras y ovejas invadían durante largo tiempo el asfalto, sin ser
molestadas, llenando el alquitrán de cagalutas, y comiendo
plácidamente la hierba de las cunetas sin vehículos al acecho,
donde el ruido más parecido a un motor, era el ruido de algún
moscón solitario, o de alguna libélula sobrevolando los humedales.
La antigua Estación de autobuses de
"Félix Sánchez" se mostraba como un hervidero de alforjas
y chaquetas de pana, y las esperas se hacían interminables, con
gente sentada por aquí o por allá dándose todo tipo de
explicaciones entre sí, con esa cosa tan extremeña de hacer una
larga exposición de tus asuntos, explicando a dónde vas..., qué
vas a comprar..., para qué lo quieres... El legendario y cercano bar
placentino de "La Cepa de Oro," daba también un respiro a
los viajeros de aquellas comarcas belloteras, en cuyo interior podían
sentarse a comer el almuerzo, a cambio de tomarse una limonada, un
helado al corte, o quizá alguna cerveza, que ya las iba habiendo por
aquellos años, a pesar del ambiente de chalequino y boina, que
dejaba en el aire la impronta de un cuadro costumbrista.
Al volver al pueblo con la empresa, los
niños teníamos la sensación de regresar de un mundo lejano,
cargado de aventuras y embeleso capitalino, que nos hacía volver un
poco aturdidos por tanta grandiosidad. Íbamos luego esa tarde por el
pueblo, con el chupa chups placentino en la boca (que era más grande
que el chupa chups local), degustándolo entre los demás infantes, y
esperando impacientes la pregunta de rigor: ¿Dóndi lo hah
comprau...?, para acto seguido espetarles: "En
Plasencia...", con un tono altanero, como quien está en
otro nivel, hablando con el chupa chups a modo de flemón
intercambiable de moflete a moflete; aunque en ese mismo instante, el
inconfundible ruido de la tranca de un corral cercano, nos devolvía
a la realidad, esa misma que con los años, en cambio, fuimos
reconociendo tan nuestra y verdadera.
Después de estos viajes placenteros y
placentinos, había niños que jugaban, cómo no, a ser conductores
de empresa: cogían alguna tapadera vieja de corcha, a modo de
volante, colocaban varias filas de sillas, o banquetas, por detrás,
y sentaban en ellas a numerosos amigos de juegos, con sus cestas de
mimbre, que se disponían a emprender el viaje por imaginarias
carreteras angostas, entre encinas, alcornoques y vacas moruchas. A
este juego se sumaba también alguna abuela, que con buen humor tomaba asiento
en la infantil y viajera empresa de los sueños.
A los lugares más lejanos nos seguía
llevando el tren. Recuerdo aún los últimos estertores de la
ferroviaria Vía de la Plata... Un
día, siendo adolescente, aún tuve ocasión de coger un tren hacia
Madrid, en los primeros ochenta, acompañado de mi abuelo materno.
Salimos muy temprano con la empresa, para llegar a la estación de El
Villar. Fue una mañana nublada de invierno, y nos tocó esperar allí
hasta por la tarde, que pasaba un tren de aquellos trenes oscuros,
acorazados, que rebosaban hierro por todos los poros de su piel...,
quizá un ferrobús..., creo recordar. Estábamos en total soledad,
en aquella estación ya fenecida. Me fui a dar un paseo hasta el
cercano pueblo de El Villar, y al regresar a la estación, contemplé
desde lejos la figura estática de mi abuelo, junto a las vías, con
abrigo, sombrero de paño y maletas en el suelo, como esas esculturas
de viajeros de bronce que ahora presiden las salas de espera de las
modernas estaciones; y recibí como un flash que me hizo comprender
de golpe que todo aquel mundo tocaba ya a su fin. Por aquellos
entonces empezaba yo mis primeras lecturas poéticas, con poemas del
romanticismo español, como aquel de Campoamor, titulado “El tren
expreso”:
"Corría en tanto el tren, con tal
premura,
que el monte abandonó por la ladera,
la colina dejó por la llanura,
y la llanura, en fin, por la ribera..."
Mi abuelo paterno, al que no llegué a
conocer, fue factor de Renfe en la mencionada estación de El Villar,
y cuentan que relataba con cierta gracia los episodios tragicómicos
de aquellas pequeñas estaciones en los tristes años de la guerra.
En los años de posguerra, a las tres
de la tarde, pasaba por el pueblo el viejo y destartalado coche de
correos, y no volvía hasta el día siguiente, obligando a hacer
noche en Plasencia a los estoicos viajeros.
Maletas viejas rodeadas por correas de
material, agrietadas, a punto de romperse, y cajas de cartón atadas
con cordeles del
corral, eran mayormente los equipajes de aquellos misérrimos
héroes extremeños, que tanto entregaron a cambio de casi nada.
Allá por los años sesenta comenzaron
a aparecer por los pueblos los primeros taxis rurales, con taxistas que bien podían tener un taxi al mismo tiempo que una
pescadería, o una frutería. Este tipo de taxis eran contratados por
las familias, de manera esporádica, para viajes o celebraciones
puntuales. Iban a bodas y comuniones lejanas, y el taxista partía
como un invitado más de la familia durante toda la jornada.
Aparecían luego en las fotos, al fondo, sonrientes, y al cabo de los
años, cuando alguien miraba la imagen y preguntaba por el parentesco
de un hombre desconocido que no encajaba en el evento, con frecuencia
era el taxista. Aquellos taxis eran coches aparentemente normales:
Seat 124 ó Seat 1500, cuya única particularidad consistía en una
diminuta placa de Servicio Público (SP) impregnada de mosquitos.
Incluso recuerdo de niño un enorme “Dodge dart” del pueblo
vecino, que los críos veíamos como uno de esos grandes coches
americanos de las primeras series de tv, y que los lugareños
llamaban "dogi." A este Dodge dart, o "Dogi", lo
vimos luego hacer de extra en una película surrealista titulada
“Gulliver”, rodada en el poblado de Granadilla a mediados de los
setenta, con Fernán Gómez y unos enanos sacados del bombero torero.
Más tarde, por los ochenta, los taxis
rurales se profesionalizaron al máximo, y se agruparon en pequeñas
cooperativas que viajaban a diario a Madrid. La gente aún pretendía
meter en estos taxis equipajes onerosos de todo lo que daba la
tierra: cajas llenas de chorizos, patatas, perrunillas..., y toda
suerte de materias autóctonas (y hasta algún gallo para llevarse a
los madriles por navidad), creándole un problema al taxista, que con
buenas maneras intentaba disuadir del empeño a los pujantes viajeros
castizos, aunque no siempre con éxito.
Por los cincuenta, y primeros sesenta,
algunos hombres emprendedores se aventuraban a transportar viajeros
con vehículos que estaban a caballo entre el taxi y la empresa:
coches antiguos, antediluvianos, de no más de nueve o diez plazas,
que parecían sacados del cine mudo, y que hacían viajes a Plasencia
en días puntuales de la semana, como una especie de limusina de los
pobres. Desde pequeño oí la historia de uno de estos coches
públicos que la gente del pueblo llamaba familiarmente "La
Rubia de tío..." Eran aquellos coches que necesitaban ser
empujados para arrancar, y sofocados con agua para no quemarse. La
citada "Rubia" arrancaba siempre cuesta abajo, aprovechando
oportunamente la misma calle empinada, de tal forma que una vez
iniciado el arranque ya no había posibilidad de parada. Siempre
escuché la anécdota de una vecina del pueblo que, al montar un día
en La Rubia, se dejó la cesta en el suelo, y una vez arrancó el
vehículo cuesta abajo, se percató del descuido, gritando: ¡¡La
cestaaaaaa!!, pero su grito resultó en vano, como grito en el
desierto, ante las risas del vecindario. Eran anécdotas episódicas,
que de tarde en tarde daban un punto de alegría a la estampa en
blanco y negro de nuestro pasado..., una
guinda en las calles grises que por momentos se tornaban de colores.
Ya por los ochenta empezaron aquellos
autobuses modernos, con tele incorporada, que nos ponían a menudo la
película de "Sor Citroen", con Gracita Morales todo el
rato chillando y sin dejarnos pegar una cabezada, ni leer unos versos
de Cernuda, o de Salinas, de aquellos libros de poemas que aún se
leían por los ochenta y noventa, cuando no había tanta pantallita
lobotomizante.
Antiguamente, en los años de
posguerra, la gente de aquellos pueblos iba en bestias hasta la
mencionada estación ferroviaria de El Villar. Allí dejaban las
bestias en el corralón de la señora Soledad (llevando los viajeros
la comida de los propios animales), de tal forma que a la vuelta de
Plasencia, o Béjar, retomaban mulos y pollinos debidamente
cobijados. En uno de esos viajes combinados entre burro y tren,
cuenta mi madre el miedo que pasó de niña al ver a la primera
locomotora acercarse a la estación, como un ogro metálico, de
mirada cruel, dispuesto a engullir niños sin miramientos... Cuenta
también que un día de viento y frío invernal, el guardagujas los
acogió en la fogata de su humilde casa (cuando la gente aún
compartía lo que tenía) y allí pasaron varias horas en espera, al
calor humano de la candela. Al regresar de la ciudad, mi abuelo les
trajo una bolsa de caramelos a los niños del guardagujas, en justa
reciprocidad.
Los medios de
transporte de nuestro tiempo son rápidos (como no podía ser de otra
forma), ligeros, cómodos, inteligentes, y están pensados para
llevarnos raudos hacia cualquier lugar... Los trenes son de alta
velocidad..., los coches también veloces..., veloces son las
transmisiones, y hasta las modas son veloces. Todo nos lleva
velozmente a todas partes, aunque, eso sí, nunca sabremos, ni nos
cuentan, hacia dónde. Y así vamos, mirando atónitos por la
ventanilla, y escribiendo en el vaho del cristal nuestros sueños y
nuestra historia, aquella historia que empezamos en la lejana
infancia que se oculta entre las bambalinas de un tiempo que aquí
trazo, a golpe de memoria, en estos pliegos cibernéticos. Buen
viaje.
JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com