Entre gallos y media noche pasaba de
puntillas la madrugada, alternando silencios absolutos con ronquidos
descompasados. Tan sólo la siesta se ofrecía como una fugaz y
luminosa franquicia de la madrugada, pero era en esta última donde
el tiempo parecía dar una tregua suficiente, capaz de mitigar los
excesos del día. La madrugada nos cubría con su manto negro y
estrellado; era, sin duda, una aliada perfecta e infalible..., una
madre amorosa, reparadora de fatigas y “descalientos”..., de
“aginos” y cuitas campesinas.
Eran noches de colchones de lana,
carraspera senil y tos perruna...; madrugadas de orinal de porcelana,
alfombras de corcha sobre suelos helados de cantería, y meadas a
golpe intermitente de próstata, con ventosidad incontrolada, que
irrumpía como un trueno repentino, salido del interior de un pijama
de patera larga. Después, un largo bostezo y rechinar de dientes
ante el frío, reintegraban nuevamente al viejo
lugareño en su lecho antiguo, que era como una madriguera frente a
todas las hostilidades del día.
Al levantarse, los habitantes de
aquellas guaridas de adobe, descubrían, no con mucha sorpresa, que
habían sido pasto de pulgas, chinches, mosquitos, violeros y toda
una fauna nocturna y sutil de bebedores empedernidos, que a menudo
daban buena cuenta de la sangre labriega, que, generosa, se entregaba
a otras formas de vida. Y así amanecían marcados de "borrunchus"
(ronchas) en la piel, y compulsivas “picañas” mañaneras durante
el corto desayuno de "plingá" de aceite y café de
puchero... Era el precio que se pagaba por un descanso necesario,
que, claro está, no podía resultar gratis. “La madri que loh
parió... me han acribillau de arriba abaju”.
En algunas casas, las pequeñas
“lamparillas de mariposa” lucían toda la noche, en honor de los
difuntos de la familia, a veces junto a imágenes de santos, en sus
hornacinas, que se transportaban cada veinticuatro horas de casa en
casa (aún se sigue haciendo).
Nos relataban los abuelos que en otros
tiempos los lobos se acercaban a los pueblos de madrugada, en busca
de desperdicios matanceros, aprovechando las tenebrosas noches y el
silencio de aquellas aldeas. Tan sólo los
perros alertaban de su presencia a través de temerosos ladridos. El
lobo aparecía en la tradición oral como uno de los dueños de la
noche, un siniestro personaje de mirada profunda.
La madrugada de la noche de San Juan,
nos llenaba a los niños de inquietud, con historias de brujas y
aquelarres en los valles cercanos, que nos relataban algunas ancianas
con gesto también de brujillas y alcahuetas. Los más chicos
teníamos la convicción absoluta de que esa noche las brujas
pululaban por las calles a sus anchas, arrastrando faldones, con
pelos encrespados, y que en las casas protegidas no osaban entrar. A
pesar de todo, el ruido de las maderas del piso de arriba, en sus
contracciones y dilataciones, nos provocaba un intenso terror
nocturno, advirtiéndonos de la presencia de duendes inquietos, con
algún sobresalto inesperado a veces, que fácilmente podía ser
cualquier gato de la casa tirando un puchero de barro en la troje.
El incansable reloj del campanario, y
el rebuzno de algún burro del vecindario, de tarde en tarde
alteraban la paz de la madrugada, dejando paso, nuevamente, al
silencio sideral que todo lo cubría.
Nada había más misterioso que una
noche cerrada de invierno en uno de aquellos pueblecillos nuestros:
la lluvia machacona sobre las tejas..., las goteras incesantes en los
barreños..., el viento silbando melodías inacabadas..., y azotando
canalones de lata..., o planchas de hojalata desprendidas de portones
de “tinaos” y corrales... Era un mundo de hojalata, una sinfonía
de hojalata pobre y nocturna.
Las lechuzas sobrevolaban majestuosas
los tejados, como un rayo blanquecino
sobre la oscuridad, y tal vez entraban en las iglesias a beber de
algún velón de aceite, tal y como recitábamos en los versos
escolares, donde un tal San Cristobalón se apresuraba siempre a
espantarlas.
Las mujeres, al punto de acostarse,
rezaban la oración de San Antonio para recuperar la cabra perdida,
la oveja perdida, el anillo perdido..., la esperanza perdida: “El
mar sosiega su ira, / redímense encarcelados. / Miembros y bienes
perdidos / recobran mozos y ancianos...”
Las madrugadas de nuestros ancestros
supimos que transcurrían sin luces en las calles, no más allá de
algún farol de aceite en noches cerradas, llevado por un hombre en
sus nocturnos quehaceres, o la generosa luna llena iluminando las
frescas madrugadas otoñales..., o tal vez las luciérnagas poniendo
su encanto lumínico en medio de la oscuridad. Por unas horas el
mundo quedaba libre de la actividad humana. En su libro de poemas
"Mundo a solas", especulaba Aleixandre con un mundo
anterior a la aparición del hombre en la tierra, y la esperanzadora
fantasía de que nunca apareciese: "Humano, nunca nazcas",
pedía sin éxito. No obstante, en aquellas noches, nos envolvía un
silencio antiguo y primigenio, que, por momentos, ponía
en duda la propia existencia humana, donde lo más humano que
portaba la madrugada, eran las estatuas de bronce de las plazas, o
las huellas de pisadas en las calles de tierra.
Me cuentan que, allá por la posguerra,
en el pueblo había una rudimentaria fábrica de luz (de escasa
capacidad) junto al río, de tal manera que no estaban permitidas
más de dos bombillas de cuarenta vatios por hogar, a riesgo de
cortarte la luz por el plazo de un mes, en caso de excederte. Así le
aconteció a mis abuelos en cierta ocasión, condenados a estar un
mes a base de candil de aceite y trompicones en las baldosas
levantadas, por osar encender tres bombillas... Algunos, de manera
ingeniosa, colgaban la misma bombilla en sitios diversos a través de
un largo cable, con distintos ganchos en vigas, marcos de puertas o
cuarterones de corrales, y así multiplicaban
la miseria haciéndola parecer menos miseria.
Las calurosas madrugadas veraniegas nos
invitaban a abrir todos los agujeros posibles de nuestros edificios
rurales; puertas y ventanas dejaban pasar el aire, cuando al aire
burlón le daba la gana pasar, pues no siempre el aire se dignaba en
ello. Los que sí pasaban sin permiso eran los saltarrostros, que,
como inesperados justicieros, eliminaban a los insectos que nos
vampirizaban. En las noches más tórridas, la gente dormía con la
puerta principal abierta, en ocasiones encima de una manta vieja, con
la cabeza junto al umbral de la entrada, y los sueños, de esta
forma, quedaban al borde de las calles de rollos..., aquellas calles
de tierra y rollos, que hacían más llevadero
el verano, frente al cemento achicharrante de nuestros días.
Cuántas veces oímos de niños aquello
de: "Entre las doce y la una, corre la mala fortuna..."; y
así nos afanábamos en quedar dormidos antes de la hora indicada.
Claro que después venía "la hora bruja", sobre las tres
de la madrugada, opuesta a la hora nona de la tarde. En esa
terrorífica hora, afortunadamente, éramos ya clientes de Morfeo..,
y el ángel de la guarda había escuchado sobradamente nuestros
ruegos desde algún cuadro torcido, que, frente a nosotros, colgaba
de una vieja pared encalada.
Podíamos imaginar a los pastores de
otro tiempo en chozas y majadas, mirando el firmamento poco antes de
acostarse, entre coros de grillos, ladridos de mastines y el canto
del cárabo desde lejanas encinas.
Por unas horas se paraba el mundo,
igualando riquezas y pobrezas. Cuánta de aquella humilde gente
esperaba que la madrugada les diese unas horas de cortesía, que la
madrugada fuese, incluso, interminable; pero la madrugada, como un
Pedro Simón temeroso, siempre los negaba antes de cantar el gallo, y
los entregaba, cabizbajos, al implacable sanedrín del día, que
despuntaba con una luz voraz y decidida, con todos los quehaceres y
tormentos por delante.
Hemos prostituido la mística de la
madrugada, robándole el componente
trascendental que siempre tuvo, en favor de alocadas noches
frívolas y etílicas, zascandileando la oscuridad de un mundo vacío
y consumista.
JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com