Los padrinos olían a adobo de matanza y a chamusquina en las gélidas
mañanas invernales. Los padrinos estaban atentos, disponibles, y sus
casas eran una extensión de las nuestras, donde incluso podía haber
chiquillería y jolgorio, y hasta las normas un poco más relajadas,
lo cual suponía un acicate para el divertimento infantil de los
ahijados.
Las palabras padrino
y madrina estaban a la orden del día: "Voy en cá
la madrina a llevali únah perruníllah
que hémuh jechu en la tahona..." "Me ha traíu mi padrinu
media docena de güevuh, que dici que le ponin ahora muchu lah
gallínah..."
Al margen de la
definición de padrino de bautismo que ofrece el Canon 872 del Código
de Derecho Canónico, en el contexto de la España rural, la figura
del padrino iba aún más allá, llegando incluso a ocupar un espacio
vital, donde en los casos más extremos los padrinos podían llegar a
hacerse cargo del niño en ausencia de sus progenitores.
El padrinazgo hundía
sus raíces en compromisos de varias generaciones atrás, so pena que
alguien, directamente, se ofreciese por asunto de afinidad, u otras
tantas razones que se daban a menudo en en el cercano
microcosmos rural.
Los padrinos
respondían a una suerte de mecenazgo que se hacía necesario en unas
poblaciones campesinas afectadas por la escasez material, una escasez
que tendía a ser compensada con exceso de cariño, y donde todo
apoyo entre unos y otros era indispensable. Esto lo captaban muy bien los niños,
desde su inadvertido instinto, porque los niños eran sumamente
intuitivos, mucho más de lo que los mayores sospechaban.
Estos múltiples
vínculos de padrinazgo por aquí y por allá, nos servían en
bandeja las figuras del "compadre" y la "comadre",
que eran una suerte de honorífico parentesco entre padres y padrinos
respectivamente,
donde en no pocos casos se establecían lazos verdaderamente
familiares.
Entre la muchachada
pueblerina había una cierta curiosidad por conocer los padrinos de
unos y de otros, en especial entre los amigos más íntimos:
"¿Quiénih son loh túh padrinuh...?/ Tíu
Prudenciu y tía Juaquina... / ¿Loh mihmu entóncih
que loh de mi primu Juan...?"
A mi me tocó en
suerte un padrino bonachón y muchachero, al que tan sólo disfruté
unos pocos años de mi más temprana infancia, pues nos dejó
enseguida (a mi madrina la tuve muchos años más). De los encuentros
con mi padrino guardo una imagen surrealista y placentera, con todos
los pequeños montados en un burro llamado Caracoles, grande, torpón
y viejo, similar al rocinante del Quijote. Todos allí, como en una
escena propia de las películas de Cantinflas en versión extremeña,
sobre un suelo alfombrado de margaritas, en los verdes prados
Juanramonianos que abundaban en el pequeño pueblo que me vio nacer.
Las comadres
hacendosas se encontraban en los caminos y en los arroyos lavanderos,
y otras veces volvían cogidas del brazo al acabar la novena del
“Crihtu Benditu”, y hablaban de sus vidas campesinas, de sus
pequeñas ilusiones, de sus preocupaciones compartidas, y, sobre
todo, de sus hijos, sí, sus hijos mil veces mencionados.
En las matanzas de
los padrinos, coincidían los ahijados de un lado y otro, sin tener
ninguna especial amistad entre ellos. Eran tan sólo un par de días
puntuales de convivencia en el marco de un encuentro ocasional, donde
compartíamos con júbilo el breve espacio de tiempo matancero, lleno
de momentos lúdicos, mágicos, donde no faltaban los columpios en un
árbol de las cercanías, o el lanzamiento de tiestos nocturnos sobre
las casas desprevenidas (ya relatado por aquí), o tal vez el
patinaje temerario en las escarchas navideñas, sobre los helados
charcos mañaneros próximos a las casas de los padrinos, “ondi
únuh caían de culu y ótruh de brúcih...”
Luego, la efímera amistad matancera, se esfumaba hasta el
encuentro eventual del año siguiente, como en un bucle de ida y
vuelta que cada mes de diciembre nos devolvía al mismo escenario.
Las niñas de
posguerra, después de recitar en la iglesia el correspondiente verso
de mayo a la virgen, iban a repetir sus versos a casa de los
padrinos. La madrina se emocionaba con el verso de la ahijada, y le
daba una propina, que la niña guardaba para montarse en los
caballitos de la feria del pueblo de al lado... Después, las
pequeñas, seguían el recorrido por calles y casas, declamando con
sus melindrosas vocecillas. Algunas
mujeres sentadas en la calle, solicitaban la presencia de las
pequeñas rapsodas de inocencia angelical, que, emocionadas, repetían
con voz de pito sus aprendidos soniquetes de mayo ante el público
callejero que las reclamaba. "Ven aquí bonita y échanoh el
versu... ¿y esi ramu de florih tan bonitu que llévah,
quién te lo ha jechu, tu madrina...? / No, tía, me lo ha jechu Doña
Valeriana, que tieni un rosal mu grandi en
el huertu..."
Los términos
“compadre” y “comadre” estaban en boca de todos los paisanos,
y se escuchaban por las calles, por el campo, por las tabernas, o a
la salida de misa... El compadreo rezumaba
calor humano y proximidad, y era un bálsamo en aquella
verbena de los afectos, tan propia de unas personas condenadas a
necesitarse.
A los jóvenes
estudiantes, al volver de vacaciones al pueblo, las madres les
preguntaban: “¿Hah iu ya en cá
loh padrínuh…?” Pues las visitas a los padrinos, sí, y a
otros familiares cercanos, formaban parte de un ritual de atenciones
compartidas.
Algunos padrinos de
edad provecta, esperaban la visita dominical de los ahijados, o
incluso esperaban, quizá, la aparición tardía de aquella ahijada
que emigró a Madrid muchos años atrás, y que a la vuelta al
pueblo, cada verano, tenía a bien regalarle un rato a los ancianos
padrinos, o puede que tan sólo a la madrina, ya viuda, que sentada a
la mesa camilla mostraba un rostro agridulce, reflejo de un pasado de
claroscuros devenido en soledad... La madrina estaba allí, zurciendo
un calcetín, o rezando un rosario con la luz apagada, donde apenas
se filtraba la tenue claridad de la ventana. Y así se consumían las
horas de la tarde, entre frases recurrentes y pequeños silencios, y
una mano tiritona acercando un plato de duralex con dos o tres
“mantecaos”, que aún conservaban el sabor inconfundible (y hasta
el olor) del viejo comercio donde se compraron.
A medida que se fue
perdiendo la costumbre de los compromisos y ofrecimientos
“padrineros”, el padrinazgo fue haciéndose soluble en familiares
directos que pasaron a hacer las veces de padrinos.
La figura ancestral del padrino, de esta forma, fue quedando relegada
y perdiendo su propia esencia:“¿Quién
eh el tú padrinu...? / Mi tíu Pepi...”
Mis abuelos tuvieron
numerosos ahijados, en su mayoría fruto de vínculos y deudas
remotas que provenían de generaciones pasadas, perdidas en la
genealogía de antiguos padrinazgos de calles
oscuras y candiles de aceite.
Los niños acudían
a casa de los padrinos a mostrarles cualquier novedad: ya fuese el
traje de comunión, o los "atavíuh" del carnaval, a base
de ropas viejas, a veces prestadas por los propios padrinos. Aquellos
disfraces surrealistas, sí, de indumentarias menesterosas, que
surgían de un ingenio rural y espontaneo, totalmente alejado del
encorsetado mundo comercial que nos
aqueja.
Pasados los años
ochenta, ya con la distopía orwelliana haciéndonos una enmienda a
la totalidad, las antiguas formas de vida fueron quedando
desprovistas de contenido, solapadas por modelos foráneos
perfectamente diseñados al efecto. Estos nuevos modelos fueron
suplantando todo aquello que fue nuestro y tan nuestro, en especial
las relaciones humanas, que eran el pilar fundamental de la vida
labriega. De esta forma, compadres y comadres fueron también
víctimas de ese incesante bombardeo de injerencias, que fue
horadando nuestra centenaria antropología de badana y
cantería. Y así, sucesivamente, nos fueron invadiendo modas
y costumbres importadas a través de las infames pantallas de la
tele, o, incluso, por medio de los paisanos emigrados, que en sus
visitas vacacionales, con la mejor de las intenciones, eran
portadores de todo un amplio repertorio de regalos envenenados,
procedentes del deslumbrante mundo capitalino, que recibíamos con
una abierta sonrisa inocente y bobalicona, propia de aquellos que van
a ser inmolados en el altar del todopoderoso progreso.
Afortunadamente, aún
hay gente en nuestros pueblos que se esfuerza en conservar costumbres
centenarias como “El jueves de comadre” y “El jueves de
compadre”, anteriores al carnaval, en una lucha sin cuartel por
mantener un soplo de nuestras tradiciones, frente a la
apisonadora inmisericorde
de los nuevos tiempos.
Los padrinos
tuvieron sus días de vino y rosas en el pasado, y recibieron
canciones de alborada al amanecer, dedicadas expresamente para
ellos... Los padrinos eran, ciertamente, como un regalo inesperado,
unos segundos padres que estaban siempre en el banquillo de los
suplentes, calentando impacientes a la espera de ser reclamados.
Compadres y comadres
se encontraban por calles y callejas, y podíamos ver sus oscuras
siluetas a la caída del sol, en el contraluz, gesticulando y
charlando sin medida: ora de alegrías, ora de tristezas. Charlando,
en fin, de mil temas interminables de aquellos que conformaban el
transcurrir de sus vidas
entregadas a los vientos aldeanos: que si la "demuación"
del tiempo..., que si la puerta que no "acistaba" bien...,
“que si el maehtru aquel que loh sacaba de chícuh
al encerau a jacel cuéntah..." Las risas se escuchaban
desde lejos, al compás del campanillo de las cabras, la luna
asomando por la sierra y los pájaros bullangueros buscando sitio en
los cables de la luz.
Aún quedan algunos
compadres y comadres por ahí, que siguen llamándose a voz en grito,
a modo de pinceladas románticas devueltas a nuestros días, como
sacadas de un venturoso túnel del tiempo.
No olvides, amigo
lector, si en tu ajetreada agenda hallas un hueco, perder un par de
horas (las horas mejor usadas de tu tiempo) y encender la sonrisa de
un padrino anciano, de los muchos que aún quedan mendigando una
visita, en una pequeña casa de pueblo, o en una residencia en las
montañas hurdanas, ya apartados por siempre de sus calles del alma,
de su pasado de domingos
al sol y tamboriles… Es el
mayor gesto de amor y justicia que podemos hacer. Id “en cá la
madrina”, y sentaos, sin prisas, sin reservas, pues allí, en su
rostro, encontraréis el rostro de todas las madrinas del mundo, de
todos los ancianos que entregaron tanto a cambio de casi nada…
Atreveos, y encarad sin miedo a la impostora cultura de las prisas, a
la ampulosa cultura de la nada…, a la maquiavélica y sutil cultura
de la ingratitud.
JORGE SÁNCHEZ
MOHEDAS
jorsanmo12@netcourrier.com