domingo, 17 de marzo de 2019

En cá la madrina



Los padrinos olían a adobo de matanza y a chamusquina en las gélidas mañanas invernales. Los padrinos estaban atentos, disponibles, y sus casas eran una extensión de las nuestras, donde incluso podía haber chiquillería y jolgorio, y hasta las normas un poco más relajadas, lo cual suponía un acicate para el divertimento infantil de los ahijados.

Las palabras padrino y madrina estaban a la orden del día: "Voy en cá la madrina a llevali únah perruníllah que hémuh jechu en la tahona..." "Me ha traíu mi padrinu media docena de güevuh, que dici que le ponin ahora muchu lah gallínah..."

Al margen de la definición de padrino de bautismo que ofrece el Canon 872 del Código de Derecho Canónico, en el contexto de la España rural, la figura del padrino iba aún más allá, llegando incluso a ocupar un espacio vital, donde en los casos más extremos los padrinos podían llegar a hacerse cargo del niño en ausencia de sus progenitores.

El padrinazgo hundía sus raíces en compromisos de varias generaciones atrás, so pena que alguien, directamente, se ofreciese por asunto de afinidad, u otras tantas razones que se daban a menudo en en el cercano microcosmos rural.

Los padrinos respondían a una suerte de mecenazgo que se hacía necesario en unas poblaciones campesinas afectadas por la escasez material, una escasez que tendía a ser compensada con exceso de cariño, y donde todo apoyo entre unos y otros era indispensable. Esto lo captaban muy bien los niños, desde su inadvertido instinto, porque los niños eran sumamente intuitivos, mucho más de lo que los mayores sospechaban.

Estos múltiples vínculos de padrinazgo por aquí y por allá, nos servían en bandeja las figuras del "compadre" y la "comadre", que eran una suerte de honorífico parentesco entre padres y padrinos respectivamente, donde en no pocos casos se establecían lazos verdaderamente familiares.

Entre la muchachada pueblerina había una cierta curiosidad por conocer los padrinos de unos y de otros, en especial entre los amigos más íntimos: "¿Quiénih son loh túh padrinuh...?/ Tíu Prudenciu y tía Juaquina... / ¿Loh mihmu entóncih que loh de mi primu Juan...?"

A mi me tocó en suerte un padrino bonachón y muchachero, al que tan sólo disfruté unos pocos años de mi más temprana infancia, pues nos dejó enseguida (a mi madrina la tuve muchos años más). De los encuentros con mi padrino guardo una imagen surrealista y placentera, con todos los pequeños montados en un burro llamado Caracoles, grande, torpón y viejo, similar al rocinante del Quijote. Todos allí, como en una escena propia de las películas de Cantinflas en versión extremeña, sobre un suelo alfombrado de margaritas, en los verdes prados Juanramonianos que abundaban en el pequeño pueblo que me vio nacer.

Las comadres hacendosas se encontraban en los caminos y en los arroyos lavanderos, y otras veces volvían cogidas del brazo al acabar la novena del “Crihtu Benditu”, y hablaban de sus vidas campesinas, de sus pequeñas ilusiones, de sus preocupaciones compartidas, y, sobre todo, de sus hijos, sí, sus hijos mil veces mencionados.

En las matanzas de los padrinos, coincidían los ahijados de un lado y otro, sin tener ninguna especial amistad entre ellos. Eran tan sólo un par de días puntuales de convivencia en el marco de un encuentro ocasional, donde compartíamos con júbilo el breve espacio de tiempo matancero, lleno de momentos lúdicos, mágicos, donde no faltaban los columpios en un árbol de las cercanías, o el lanzamiento de tiestos nocturnos sobre las casas desprevenidas (ya relatado por aquí), o tal vez el patinaje temerario en las escarchas navideñas, sobre los helados charcos mañaneros próximos a las casas de los padrinos, ondi únuh caían de culu y ótruh de brúcih...” Luego, la efímera amistad matancera, se esfumaba hasta el encuentro eventual del año siguiente, como en un bucle de ida y vuelta que cada mes de diciembre nos devolvía al mismo escenario.

Las niñas de posguerra, después de recitar en la iglesia el correspondiente verso de mayo a la virgen, iban a repetir sus versos a casa de los padrinos. La madrina se emocionaba con el verso de la ahijada, y le daba una propina, que la niña guardaba para montarse en los caballitos de la feria del pueblo de al lado... Después, las pequeñas, seguían el recorrido por calles y casas, declamando con sus melindrosas vocecillas. Algunas mujeres sentadas en la calle, solicitaban la presencia de las pequeñas rapsodas de inocencia angelical, que, emocionadas, repetían con voz de pito sus aprendidos soniquetes de mayo ante el público callejero que las reclamaba. "Ven aquí bonita y échanoh el versu... ¿y esi ramu de florih tan bonitu que llévah, quién te lo ha jechu, tu madrina...? / No, tía, me lo ha jechu Doña Valeriana, que tieni un rosal mu grandi en el huertu..."

Los términos “compadre” y “comadre” estaban en boca de todos los paisanos, y se escuchaban por las calles, por el campo, por las tabernas, o a la salida de misa... El compadreo rezumaba calor humano y proximidad, y era un bálsamo en aquella verbena de los afectos, tan propia de unas personas condenadas a necesitarse.

A los jóvenes estudiantes, al volver de vacaciones al pueblo, las madres les preguntaban: ¿Hah iu ya en cá loh padrínuh…?” Pues las visitas a los padrinos, sí, y a otros familiares cercanos, formaban parte de un ritual de atenciones compartidas.

Algunos padrinos de edad provecta, esperaban la visita dominical de los ahijados, o incluso esperaban, quizá, la aparición tardía de aquella ahijada que emigró a Madrid muchos años atrás, y que a la vuelta al pueblo, cada verano, tenía a bien regalarle un rato a los ancianos padrinos, o puede que tan sólo a la madrina, ya viuda, que sentada a la mesa camilla mostraba un rostro agridulce, reflejo de un pasado de claroscuros devenido en soledad... La madrina estaba allí, zurciendo un calcetín, o rezando un rosario con la luz apagada, donde apenas se filtraba la tenue claridad de la ventana. Y así se consumían las horas de la tarde, entre frases recurrentes y pequeños silencios, y una mano tiritona acercando un plato de duralex con dos o tres “mantecaos”, que aún conservaban el sabor inconfundible (y hasta el olor) del viejo comercio donde se compraron.

A medida que se fue perdiendo la costumbre de los compromisos y ofrecimientos “padrineros”, el padrinazgo fue haciéndose soluble en familiares directos que pasaron a hacer las veces de padrinos. La figura ancestral del padrino, de esta forma, fue quedando relegada y perdiendo su propia esencia:¿Quién eh el tú padrinu...? / Mi tíu Pepi...”

Mis abuelos tuvieron numerosos ahijados, en su mayoría fruto de vínculos y deudas remotas que provenían de generaciones pasadas, perdidas en la genealogía de antiguos padrinazgos de calles oscuras y candiles de aceite.

Los niños acudían a casa de los padrinos a mostrarles cualquier novedad: ya fuese el traje de comunión, o los "atavíuh" del carnaval, a base de ropas viejas, a veces prestadas por los propios padrinos. Aquellos disfraces surrealistas, sí, de indumentarias menesterosas, que surgían de un ingenio rural y espontaneo, totalmente alejado del encorsetado mundo comercial que nos aqueja.

Pasados los años ochenta, ya con la distopía orwelliana haciéndonos una enmienda a la totalidad, las antiguas formas de vida fueron quedando desprovistas de contenido, solapadas por modelos foráneos perfectamente diseñados al efecto. Estos nuevos modelos fueron suplantando todo aquello que fue nuestro y tan nuestro, en especial las relaciones humanas, que eran el pilar fundamental de la vida labriega. De esta forma, compadres y comadres fueron también víctimas de ese incesante bombardeo de injerencias, que fue horadando nuestra centenaria antropología de badana y cantería. Y así, sucesivamente, nos fueron invadiendo modas y costumbres importadas a través de las infames pantallas de la tele, o, incluso, por medio de los paisanos emigrados, que en sus visitas vacacionales, con la mejor de las intenciones, eran portadores de todo un amplio repertorio de regalos envenenados, procedentes del deslumbrante mundo capitalino, que recibíamos con una abierta sonrisa inocente y bobalicona, propia de aquellos que van a ser inmolados en el altar del todopoderoso progreso.

Afortunadamente, aún hay gente en nuestros pueblos que se esfuerza en conservar costumbres centenarias como “El jueves de comadre” y “El jueves de compadre”, anteriores al carnaval, en una lucha sin cuartel por mantener un soplo de nuestras tradiciones, frente a la apisonadora inmisericorde de los nuevos tiempos.

Los padrinos tuvieron sus días de vino y rosas en el pasado, y recibieron canciones de alborada al amanecer, dedicadas expresamente para ellos... Los padrinos eran, ciertamente, como un regalo inesperado, unos segundos padres que estaban siempre en el banquillo de los suplentes, calentando impacientes a la espera de ser reclamados.

Compadres y comadres se encontraban por calles y callejas, y podíamos ver sus oscuras siluetas a la caída del sol, en el contraluz, gesticulando y charlando sin medida: ora de alegrías, ora de tristezas. Charlando, en fin, de mil temas interminables de aquellos que conformaban el transcurrir de sus vidas entregadas a los vientos aldeanos: que si la "demuación" del tiempo..., que si la puerta que no "acistaba" bien..., que si el maehtru aquel que loh sacaba de chícuh al encerau a jacel cuéntah..." Las risas se escuchaban desde lejos, al compás del campanillo de las cabras, la luna asomando por la sierra y los pájaros bullangueros buscando sitio en los cables de la luz.

Aún quedan algunos compadres y comadres por ahí, que siguen llamándose a voz en grito, a modo de pinceladas románticas devueltas a nuestros días, como sacadas de un venturoso túnel del tiempo.

No olvides, amigo lector, si en tu ajetreada agenda hallas un hueco, perder un par de horas (las horas mejor usadas de tu tiempo) y encender la sonrisa de un padrino anciano, de los muchos que aún quedan mendigando una visita, en una pequeña casa de pueblo, o en una residencia en las montañas hurdanas, ya apartados por siempre de sus calles del alma, de su pasado de domingos al sol y tamboriles… Es el mayor gesto de amor y justicia que podemos hacer. Id “en cá la madrina”, y sentaos, sin prisas, sin reservas, pues allí, en su rostro, encontraréis el rostro de todas las madrinas del mundo, de todos los ancianos que entregaron tanto a cambio de casi nada… Atreveos, y encarad sin miedo a la impostora cultura de las prisas, a la ampulosa cultura de la nada…, a la maquiavélica y sutil cultura de la ingratitud.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jorsanmo12@netcourrier.com