Al volver en vacaciones,
después de nuestra diáspora bellotera por la dispar geografía
ibérica, los abuelos, como por acto reflejo, siempre nos
preguntaban: ¿Hah jechu gavilla pa’ llí...?,
sabedores de la importancia de la amistad en los años infantiles,
donde el más leve desarraigo tira al traste los ánimos, y deja a
los infantes a merced de la tristeza.
El
diccionario de la RAE, define el término “gavilla” como un
conjunto agrupado de sarmientos, ramas, hierbas… y claro está,
también personas.
La
amistad infantil, por aquellas comarcas septentrionales de la
"jerriza" Extremadura, era, como todo en aquel tiempo, una
amistad directa, sin medias tintas, y revestida de una impostada
rudeza, donde cualquier cursilería te podía jugar una mala pasada
ante las rigurosas patrullas callejeras. Tan pronto estábamos
jugando tranquilos y en concordia, como de repente, sin venir a
cuento, uno de tus propios amigos se ponía a lanzar piedras sin
control, al grito de: “¡Avisu avisu, al
que no se aparti lo guisu!”… En
el fondo, quizá,
aquella agresividad
forzada,
pudiera ser
un mecanismo de defensa heredado, que
dejase
en
evidencia los miedos
ancestrales que llevábamos instalados de serie.
Las
peleas y disputas formaban parte del panorama diario de nuestra vida
menuda: "Ha empezáu él, que me ha
echáu un galipu encima (me ha escupido)... / Peru él
me había llamáu ántih de nombri (me
había insultado)..." Las enemistades, fruto de pequeñas
trifulcas muchacheras, no duraban mucho más de un par de días. El
rencor infantil era un bellaco desarmado que tenía las horas
contadas. En el siguiente encuentro grupal, uno de los efímeros
enemigos, se iba acercando de forma remolona, cabizbajo, nervioso,
con una prudencia inusitada, buscando alguna acción absurda que
llamase la atención, como, tal vez, dar un puntapié en la puerta de
lata de un corral, desatando los ladridos repentinos de unos perros
flacos y justicieros, con el hocico asomando por las “talleras”.
Los primeros intercambios de palabras eran cortos y extremadamente
respetuosos, eran más bien inapreciables gruñidos con acento
extremeño, en busca de la gavilla
perdida. Al día siguiente todo volvía a su ritmo distendido y
pendenciero, como si nada hubiese pasado.
Los
nuevos amigos de la ciudad, y los del pueblo, compartían nuestras
vidas sin conocerse entre sí, más que de referencias distorsionadas
que les llegaban de nosotros, ante la imposibilidad de ser
contrastadas. Vivíamos a caballo entre dos universos paralelos, uno
de hierba y otro de asfalto, donde el agujero de gusano que los unía
éramos nosotros mismos.
Luego
estaban los amigos de los madriles, tantas veces citados, que nos
venían entre julio y agosto a engrosar las adolescentes pandillas
estivales; a veces tan urbanitas ellos, y tan rústicos los propios,
que se entablaba una lucha tácita por hacerse con el liderazgo del
grupo. Los capitalinos intentaban imponer su cultura de asfalto
periférico, impregnada de jerga Cheli y trifulcas karatecas (casi
siempre inventadas), envuelta en la estética del Torete y el
Vaquilla del cine quinqui del momento… o del Madrid áspero que nos
mostrase en sus canciones el ínclito Sabina. Los vernáculos del
lugar, como contrapartida, procuraban deslumbrar a sus rivales con su
dominio del minúsculo orbe agropecuario, sacando pecho con actitudes
varoniles, siempre basadas en la fuerza física, la valentía... y
otras testosteronas por el estilo. Estas disimuladas batallas de amor
propio, se convertían en absurdas disputas por una pueril hegemonía
más propia quizá de la edad que de otra cosa: de golpe, un buen
día, por ejemplo, quedaba mermada la autoestima del mozuelo oriundo,
en una partida de futbolín o de billar americano, o quizá, no
sé..., en el debate sobre la vida y obra de tal o cual cantante de
moda. Pero al día siguiente, la providencia hacía que algún adulto
local, mira tú, pidiese mano de obra juvenil para descargar un
camión de alpacas, y allí acudían autóctonos y urbanitas a la
par. Ni que decir tiene que los primeros recobraban la sonrisa y se
sentían como jugando en casa, recuperando, de esta forma, el terreno
perdido.
Algunos
amigos se fueron muy pronto; unos perdidos por esa vasta geografía
sin límites, y otros sencillamente para siempre. Fuimos testigos de
ello a través de luctuosas noticias que nos fueron llegando con el
paso de los años... En esta misma línea, se hace patente la pena de
los ancianos que van perdiendo a sus quintos y amigos de toda la
vida, de los cuales recuerdan hasta los momentos más remotos del
pasado…; de cuando jugaban de chicos a subir a las “pingollas”
de las higueras…, o de cuando compartieron pitarras y alegrías en
días inolvidables de carnavales y mayordomías. Al recordar al
reciente amigo perdido, unas lágrimas se les escapan por el rostro
agrietado, mientras la tristeza “tortea” con los nudillos a la
puerta, como un siniestro cobrador que viene a reclamar lo suyo.
Las
amigas del alma, igualmente, aún se citan en los poyos de la vejez,
donde rememoran, al fresco veraniego, episodios y momentos dulces de
cuando jugaban de chicas a las casitas, con tejas rotas como único
menaje del hogar, hojas de higueras y “mondajas” de las patatas
a modo de comidas imaginarias, y unos palos de las tarmas
haciendo las veces de trébedes. Las vemos sentadas, todavía,
alternando silencios con risas repentinas a golpe de memoria.
En
boca de los varones rurales, faltaría más, estaban siempre los
amigos de la mili, que duraban varios años, con intercambio
epistolar, donde las cartas estaban llenas de buenos deseos y faltas
de ortografía a la par; o aquellos otros amigos cuarteleros, aún
más antiguos, de los que nos hablaban a menudo los abuelos (sin que
prestásemos mucha atención), algunos de los cuales aún nos tocó
ir a visitar en los años ochenta y noventa, por esos pueblos
serranos.
Entre
los chavales porfiábamos por casi todo, fabricando castillos en el aire,
mentirijillas de cartón, y fanfarronadas copiadas de nuestro
entorno, que a medida que salían de nuestra boca, iban bajando poco
a poco el soufflé, conscientes de las reducidas expectativas que nos
rodeaban. De esta manera, nuestras bravuconadas entre amigos,
acababan declinando hacia un tono realista, y nuestros sueños, con
frecuencia, no eran sueños de altos vuelos, sino más bien de un
vuelo gallináceo, donde, apenas empezábamos a levitar y a sentir el
vértigo del aleteo, ya estábamos nuevamente tocando con los pies
las cagalutas de las calles y las verdolagas de los caminos, a la vez
que el cacareo de alguna gallina picando las pamplinas de las
paredes, nos recordaba la insalvable ley de la gravedad.
Los
amigos rurales siempre estaban ahí, impermeables a nuestro
destierro, esperando nuestra infalible vuelta veraniega, y
encontraban por nuestra parte, igualmente, una fidelidad
insobornable. A pesar de hacer nuevas gavillas en nuestras
variopintas ciudades de acogida, siempre estaban presentes los amigos
aldeanos, sí, como un valor seguro, como un puntal
de castaño sobre las vigas astilladas de nuestro frágil
edificio vital. Eran un referente en nuestras vidas, y con ellos
dábamos la paliza a nuestros lejanos amigos metropolitanos,
inventándoles incluso hazañas rurales jamás realizadas, como,
quizá, recorrer un largo trecho de pie sobre un caballo al galope, y
proezas similares.
¿Quién
no recuerda, también, alguna de aquellas amistades impuestas por los
mayores, o por circunstancias de aquí o allá, que en muchos casos
no funcionaban? Eran gavillas manufacturadas, que valían sólo para
un rato. Recuerdo vagamente un encuentro casual con un niño de La
Pesga (parecido en la voz y el rostro al cantante Joselito). Lo
conocí un buen día en unos baños de aguas termales, con olor a
huevos podridos (azufre), a los que iba mi abuela, en un rústico
balneario de pocas tonterías, sito en una dehesa de la Jarilla (creo
que lo llamaban Baños del Salugral)... Allí pasé todo el día con
el improvisado socio, jugando con unas “gállaras” encontradas en
el camino de ida, y lanzando piedras a imaginarios gigantes recreados
por encinas centenarias. Luego, por la tarde, nos despedimos para
siempre, cada uno por caminos diferentes, con los burros a paso
cansino, cruzando dehesas sombrías y campazos despejados, con álamos
de sombras afiladas.
Nuestros
amigos eran un fiel reflejo de sus mayores, pues aún no estaban
influenciados por el exceso de factores externos de nuestros días, y
mostraban con gran aproximación el carácter heredado, los gestos,
los ademanes, y hasta los defectos y virtudes como una réplica
menuda de sus padres o abuelos. Los había más sinceros y más
"zorrínuh" (falsetes), los había más atentos y más
"dehpegáuh" (distantes), los había más sociables y más
"ehquívuh" (esquivos), los había más discretos y más
"mezucónih" (entrometidos), los había más generosos y
más "jorrúñuh" (tacaños), y los había, en fin, de todo
el enorme espectro de luces y sombras que conforman la convulsa
condición humana. Pero nosotros teníamos una innata tendencia a
separar el trigo de la paja, y a quedarnos con las muchas o pocas
virtudes de nuestros compañeros de aventuras, pues, a fin de
cuentas, eran nuestros amigos, y sin ellos, no éramos nada.
Las
amistades, en algunos casos, iban variando con el paso de la infancia
a la adolescencia, y de la adolescencia a la juventud, en esos
caprichosos vaivenes tan propios de la edad, y esos gustos y virajes
de distinta naturaleza que, de verano a verano, cambiaban el curso de
las amistades, haciéndolas solubles en grandes pandillas,
conformadas por pequeños grupúsculos de afinidad, donde todos iban
juntos pero no revueltos.
Nuestros
abuelos nos hablaban de amistades antiquísimas... amistades de
boinas caladas, quizá de cuando las bellotas, quién sabe,
decidieron ponerse "caripuchi" a la cabeza, para ir a juego
con el entorno. Eran amistades que en algunos casos se heredaban,
como si portaran alguna información oculta en
el ADN.
Los
quintos, por el simple hecho de serlo, llevaban aparejada una
obligación secular de amistad hasta el fin de sus días. Se seguían
teniendo en cuenta muchos años después de haberse marchado incluso
a "La Argentina", aunque no hubiesen vuelto nunca más. Un
buen día, de golpe, cobraban vida en alguna de aquellas fotos de los
quintos guardadas en la socorrida caja de lata, con el acordeón en
la mano, y la sonrisa permanente de un pasado color sepia con
sombrero tirolés: "Esi que veh ahí tan rejerti, el
de la acordeón y el sombreru con la
pluma..., eh el mi quintu
Juhtinianu, el de tía
Isidra; se fuerun toa la familia pa´
La Argentina y no volvierun..." "Éramuh
mu amíguh... igual que su padri y el
míu, que iban dámbuh a doh pa’ toah
pártih...”
Y
así fuimos dejando atrás una interminable estela de amistades,
asociadas a colores, a olores y a sensaciones diferentes: la amistad
esporádica de unos hijos de pastores, que apenas estaban un corto
tiempo por el pueblo, se marchaban un buen día por una calleja de
tierra, entre lágrimas y olor a oveja, como niños trashumantes
condenados al polvo de los caminos; o la amistad de olor a incienso,
de unos monaguillos vivarachos, entre campanarios y cigüeñas…; o
incluso la amistad fugaz de unos niños gitanos que inesperadamente
llegaban, viento y bronce, a lomos de caballos con crines trenzadas,
y apenas jugaban con nosotros unos días, se marchaban una tarde
cualquiera a golpe de pezuña...
Quizá
la principal medida que necesite este mundo para enderezarlo, sea ir
aprendiendo, con voluntad y paciencia, a hacer buena gavilla;
gavillas de trigo, se entiende, no las gavillas de cizaña que algún
oscuro Leviatán nos ha enseñado a hacer a lo largo de la nefasta
historia de la humanidad. Más nos vale ir frenando esa maléfica
pulsión que nos domina; ese mal amigo interior que, rebatiendo al
poeta, nos enseñó el secreto de la misantropía.
Si
levantasen cabeza nuestros antepasados, desde sus sombreros de paño,
los unos, y sus pañuelos de Doña Rogelia, las otras, y viesen a los
niños (y no tan niños) ensimismados en extraños cachivaches de la
mátrix cibernética, se quedarían desconcertados, y al cabo de unos
segundos, en un tosco y antiguo extremeño ya olvidado, desde su
milenaria ingenuidad analógica, les preguntarían: “¿Habéis
jechu ya gavilla?”, y a buen seguro, encontrarían un frío y
distante silencio digital por respuesta, y volverían a volatilizarse
en la niebla, como virtuosas almas purgantes, convencidos, sí, de
que este mundo se ha ido ya “roangando” por un barranco sin
final, llevándose clavados los pinchos de todas las chumberas
arrastradas en la caída, después de haber firmado, previamente, un
cheque en blanco hacia el abismo.
JORGE
SÁNCHEZ MOHEDAS