Por las escarpadas tierras de la
Cordillera Carpetovetónica, o sistema central, carpetanos y vetones
hacían su vida sin noticias de los romanos; con su existencia de
piedra y palo, de chozo y naturaleza, de fuego en el hogar y vida en
los castros sitos en los altozanos. Nos dejaron un legado que a lo
largo de los siglos no pareció cambiar sustancialmente, más allá
del arado romano y otros artilugios que aportaron algún que otro
punto de innovación de tarde en tarde, a años luz, claro está, de
la obsolescencia programada de nuestros días. Se diría que aquellos
pueblos celtas no vivían mucho peor que vivieron los aldeanos de
hasta bien entrado el siglo veinte, los humildes extremeños norteños
de las mismas latitudes. Hasta los años sesenta, más o menos, no
empezó a atisbarse un cambio apreciable en las
formas de vida de nuestra tierra “carpetovetónica”, que
es el término que posteriormente se acuñó para definir a los
pueblos cerrados a la influencia exterior.
Los elementos naturales cohabitaron con
nuestros campesinos a través de los siglos elásticos, que se
estiraban para tocarse con las manos del tiempo, y de esta forma, aún
nosotros, los de ahora, tuvimos ocasión de conocer los últimos
estertores de unas formas de vida propias de la España celtíbera, que dejó su sello impreso y dilatado en aquellos pueblos de la Alta
Extremadura.
A pesar de que el hierro ya estaba
integrado en nuestras vidas, de niños, todavía, conocimos una
auténtica y singular “Edad del palo”. Los palos y las piedras
seguían siendo dueños y señores de las cosas, junto a otra suerte
de elementos naturales: escobas de baleo,
ataduras de bálago o chamusquinas para
las matanzas, que servían de improvisados útiles para
aquellas formas de existencia rudimentaria que aún llegamos a ver y
a vivir los que hoy escribimos o leemos sobre estos asuntos.
El palo brotaba de la tierra como un
hijo putativo que ignoraba su versátil futuro. Los palos con mejor
destino podían acabar como palos de aguaderas, y pasarse la vida
pegados a una albarda y unos cántaros, oyendo, sin inmutarse, los
improperios que el recortado hombrino de turno lanzaba al burro (al vencer de un lado la carga) en
forma de secos y blasfemos estallidos cavernarios: “Iohhhh,
camándulaaaa, meee caaaa, queee teeeee, iooooooh.” Podía
acabar, quizá, de palo de zurriaga, y pasarse la vida lanzando
bellotas al suelo, o sirviendo de amenaza a través de las hablas
populares: “Si le dierah un zurriagazu a tiempu, no volvía a
metel loh jocicuh ondi no lo llaman”. Quizá acabase
formando parte de un portillo de palos y alambres, o podía, tal vez,
ser palo de gallinero, impregnado de gallinazas, y llevar una vida
lúgubre con olor a “cagajón” y estiercol fermentado.
Nuestro protagonista era usado en gran parte de las tareas campestres, como un escuálido vasallo de la
funcionalidad, que no del ornamento, pues el adorno no se contemplaba
por ninguna parte, más allá de la propia belleza desordenada de las
cosas naturales; belleza, en todo caso, accidental y arbitraria. Así
era el palo y así la vida en la tierra en que nació.
La vardasca de olivo era hermana menor
del palo, flaca y nerviosa, con la imagen del hambre en su misma
anatomía, y la mala leche en su propia concepción, pues ésta, la
vardasca, mayormente cumplía un papel de tortura (tortura menor),
encaminada a darle en los hocicos a los perros husmeadores, al lomo
de los asnos poco andadores, a las manos temblorosas de escolares
revoltosos o a las piernas sucias y desnudas de los niños que
entraban en territorio comanche. La siniestra vardasca, siempre
silbando al viento en misión de castigo, en una tierra de castigo
per se.
La función más apacible de la
vardasca se daba a la salida de misa, donde los hombrinos más
sumisos al párroco, esperaban la salida de éste para acompañarlo a
casa y, en el momento sublime de la salida del cura, de forma
inquieta y zalamera, se daban repetidos golpecillos con la vardasca
en el tieso y raído pantalón de pana, a la vez que le hacían
preguntas o comentarios meteorológicos, del estilo: “¿Cómu ta
uhté señol cura?”; “paeci que se barrunta demuación ehta
tardi...”. Durante todo el camino no paraban de darse golpes con
la vara en el pantalón, como en una antigua pulsión de
autopenitencia, tan propia de aquellos que se saben inferiores.
Cuando un muchachón encontraba una
vardasca, miraba con risa socarrona y canalla a los niños pequeños,
y les decía: “¿Queréih ehprimentala?” (experimentarla).
Sólo teníamos opción de experimentar vardascas, capones,
“pinzorras” en las orejas o patadas inesperadas en el culo.
Demasiado buenos hemos salido tras aquellos referentes, y demasiado
hemos perdonado... y nos han perdonado, tal vez. Si el perdón es
reparador, en aquel tiempo dimos sobradas muestras de reparación.
El palo alcanzaba su máxima expresión
como figura funcional, y a la vez literaria, cuando no era nadie,
cuando no era nada, cuando era sólo un elemento indefinido presto a
la improvisación del pueblerino, cuando era un “paria hindú”
postrado en la calle, regalado al desprecio de cualquier transeúnte.
Entonces recibía el nombre de “Palitroqui”. El “palitroqui”
podía ser un palo tirado por ahí, en cualquier calle de tierra o
paraje rural: “Dami aquel palitroqui pa cá, a vel si le
jurgu a la lumbri...” Lo podíamos coger los niños y
convertirlo en rifle del oeste, y apuntar con él, apostados en
cualquier esquina, a un indio Cherokee que, ajeno a sus enemigos,
salía de cualquier callejón, llevando del cabestro a un mulo cargado
de tarmas. Podía servirnos también de Espada Tizona, o espada de
mosquetero, que al atardecer acababa tirada entre piedras y
margaritas primaverales. Tal vez el “palitroqui” fuese recogido
por una anciana, y terminar sus días dentro de un calambuco,
removiendo el jalbiego de encalar las paredes, o acabar, quién sabe,
atizando y allanando el colchón de borra, que era la lana de los pobres, la
lana de las jergas de un pasado de hambre.
Nuestro amigo, el “palitroqui”,
servía de llave maestra para quitar las trancas de corrales y
“tinaos” a través de generosas “talleras” en las puertas, o
para ser pinchado en la pared de un corral, al objeto de colgar las
cabezadas de las bestias, o para ser guía de infantiles “roangas”
que los críos hacíamos correr por todo el pueblo; o para ser
lanzado a las alturas (“jundeau a un tejau”), junto a una
chimenea, en la quietud perenne de las tejas, y vivir para siempre
allí, alternando el sol verdugo de la siesta con noches de lunas de sangre y
maullidos lastimeros de gatos en celo.
Las piedras tuvieron también su aquel
en las formas de vida aquí contadas, y podíamos verlas
presidiéndolo todo: piedras revestidas de musgo en las paredes
centenarias, poyos de piedra desgastados al sol, chinas de piedra
para los “tiraoles”, grandes piedras para cerrar portillos (en
extremeño llamadas “gorruhcuh”), o piedras que hacían de
hitos, separando parcelas en el campo y parcelas de rabia y
mezquindad en las cabezas. Todo, al fin, para recordarnos, sin más,
nuestro origen humilde, nuestro origen primario, nuestro origen de
palo, piedra, viento y sol; el espejo donde vernos, sentirnos y
tocarnos, odiarnos o encontrarnos. Allí, en aquella Extremadura, a
ratos prerromana, que aún dejaba destellos de un pasado perdido
en lontananza, y que tan bien intuyó Celaya en su poemario “Iberia
sumergida”:
El esparto, la sal, el granito,
lo estrictamente seco, lo ardientemente blanco...
lo estrictamente seco, lo ardientemente blanco...
El yeso, el almidón, el aceite
espesado,
el vinagre sediento con su luz
castigada,
la alegría del vino brotando en las
tinieblas,
las sombras violetas, el rosa
innominado...
Las hambres, las variantes de lo en
vano pensado,
y el esplendor del mundo, y el
minuto vivido.
JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com