En los primeros días tórridos
del verano, podíamos ver las siluetas de aquellas caravanas de
campesinos, y las bestias cargadas con haces de trigo y cebada.
Marchaban camino de la era, como una hilera de nómadas en un lento
éxodo hacia una tierra prometida de sol y castigo. Iban allí, cual
antigua estirpe de caminantes perdidos en el tiempo. Acababan,
finalmente, poblando un valle despejado que, en pocos días, cobraba
la forma de una antigua civilización de paja, con edificios, calles,
barrios y vecinos de temporada estival. Los hombrinos, con sus
grandes sombreros de paja, parecían a lo lejos pequeños champiñones
mecánicos y rejertes, moviéndose nerviosos en un paisaje ocre de
sudor, sed y cebada. Era el paisaje de la era, sí..., era la era,
cuando aún era.
Después
del acarreo de los primeros días, llegaba el asentamiento, formando,
tal vez, una versión campestre de lo que pudieron ser en su tiempo
las primeras civilizaciones mesopotámicas. Y allí transcurría el
mes de julio, en una inversa y particular localidad de veraneo, donde
la playa era una parva, la sombrilla una barraca y el “spa”... el
spa era tan sólo paja.
La
luz era deslumbrante y cegadora, en contraste brutal con la sombra;
se diría que no había medios tonos, como en la propia forma de
vida, donde todo se vivía en los extremos, y los matices se
convertían en simple fruslería reservada a señoritos o haraganes.
En
aquel improvisado poblado se establecía una nueva comunidad de
normas y costumbres, mejor y distinta en lo humano, donde todo el
mundo ayudaba a todo el mundo, y se olvidaban, en parte, las
rencillas absurdas de la vida rural, sabedores de que todos iban a
necesitar de todos. Era una relación que podía recordar, de alguna
manera, a las comunidades amish o menonitas, salvando las distancias.
El
trillador se instalaba bajo una pobre y recortada jaima extremeña,
llamada “barraca”, construida, tan sólo, con cuatro miserables
palos y un techo de escoba. Allí, debajo de la barraca, se colocaba
el más elemental apoyo logístico: un barril o botijo, un tajo de
corcha, un liendro de madera y un perro “orejivivu” sin
tonterías.
La
hora en que mejor molía la parva, era en la hora de siesta (como no
podía ser de otra manera), para obligar a los desfallecidos
trilladores a pasarse la siesta bajo un sol justiciero cayendo sobre
ellos como una daga cruel sobre
la espalda. Podíamos ver, por ejemplo, a una pobre mujer de negro,
con sombrero de paja, trillar impenitente sobre una trilla arrastrada
por dos burros cansinos, que parecían ralentizar las agujas del
reloj a cada golpe de pezuña, con la música de fondo de las
chicharras que, año tras año, repetían la misma canción del
verano sin importarles demasiado los derechos de autor.
Para
separar la paja del trigo (cosa que se hacía de manera literal, y no
figurada), se necesitaba el soplo del aire cierzo. En no pocas
ocasiones, al cierzo se le antojaba soplar un sólo día determinado,
y eso sí, preferentemente de madrugada. Allí estaban los
trilladores, una vez más, burlados y vilipendiados por la
meteorología, levantándose a las cuatro de la madrugada a limpiar,
canturreando distintos palos del flamenco, y lanzando paladas de paja
y trigo al viento, con la luz de la luna lunera cascabelera.
Lo
más cómico y original que recuerdo, rayano en el esperpento
literario, era el uso del orinal, que se adjuntaba a las trillas como
un accesorio más, al objeto de evitar que los burros defecaran en la
parva mientras trillaban. El orinal “despostillado” encontraba su
sitio en la trilla después de algunas décadas como receptor del
orín de varias generaciones, y después de haber pasado por el
estaño de la fragua de “Tío Vulcano”. El orinal se colocaba
detrás del trasero del burro cada vez que éste hacía un amago
levantando el rabo, aunque casi siempre era para sacudirse las moscas
y no para lanzar el consiguiente regalo escatológico; no en vano
acudíamos raudos con el orinal pero... nada de nada, falsa alarma, y
así sucesivamente, hasta que, cansados de tanto aviso infructuoso,
se nos iba el santo al cielo mirando las musarañas infantiles, y en
ese instante caían los “cagajones” a la parva, al grito
desaforado de la abuela que contemplaba desde lejos la escena: ¡¡Que
ehtá caganduuuu el burruuuu..., no te diji que ehtuvierah al
cuidauuuuu!!
Con
la brisa fresca de la mañana llegaban las hacendosas mujeres desde
el pueblo, portando el desayuno. En ocasiones, el desayuno no era más
que un pobre “tirbitarbi" de café de puchero y
alguna perrunilla, para ir tirando millas. El resto del aporte
energético eran unas duras y secas tajadas de tocino en la comida,
con pan de varios días, y un gazpacho “isotónico” en cuenco de
corcho, o, tal vez, el cocido en la “jerrá de corcha”, que era
el tupperware del momento. Como podéis deducir, la obesidad y el
sedentarismo de nuestros días, eran dos sujetos desconocidos que
nunca tuvieron interés en acercarse por allí.
Para
los niños rurales, lo más parecido a un parque de atracciones que
podíamos conocer, era todo aquel entramado
de cosas que se desplegaba en torno a la era. Aquello se
convertía en un lugar mágico para nosotros, con olor a paja y
naturaleza, y la convivencia jovial y alegre entre las personas. Los
niños trillábamos un rato en la trilla del abuelo, o jugábamos al
escondite tras los grandes bloques de hacinas, pero, el momento
culminante del espectáculo, era la hora de juntar la paja formando
“el muelo”, con la ayuda de un ancestral artilugio llamado
“allegaol”, que era una pequeña viga de madera con dos sogas en
los extremos tiradas por las bestias. Sobre aquel madero nos subíamos
pequeños y mayores, familiares y vecinos de parva, y, a modo de
cuadriga romana neoextremeña, el “allegaol” avanzaba a ras de
suelo, y la paja se iba acumulando y creciendo frente a nosotros,
hasta llegar a tocar la cara de los más pequeños, que caíamos de
culo al suelo, muertos de risa. Qué barato y provechoso resultaba
todo aquel divertimento, donde nadie te cobraba entrada y el único
pago era mostrar una sonrisa aquí o allá.
Al
atardecer regresaban los muchachos mayores hacia el pueblo, con
aquellas viejas bicicletas sin guardabarros y con freno de zapatilla
directa a la cubierta, pedaleando a toda mecha, con la camisa
hinchada al viento y cara estreñida, que era la cara que había que
poner para estar acorde al estado natural exigido por los tribunales
consuetudinarios del lugar.
Las
puestas de sol, sin duda, eran el momento más bello y poético en
aquellos valles de crepúsculo y trilla. El sol se escondía
majestuoso tras las sierras cercanas, y los trilladores ponían fin a
la jornada, dando paso a largas conversaciones, allí, donde el
tiempo era reputado como un impostor incapaz de sobornar el ritmo
sabio y lento con que fueron creadas las cosas.
Al
terminar la era, los mozos, llenos de “sologriu” (sudor rancio
acumulado), iban a darse un baño en las placenteras aguas de algún
río, donde la naturaleza se llevaba de los cuerpos lo que antes puso
en ellos. Aquellos efebos “renegríos” se dejaban en el agua las
“cascarrias” del esfuerzo y la
miseria, entre risas gamberras y varoniles, y auténtico pavor a
mostrar el más mínimo gesto de feminidad.
Por
la noche se dormía en la era, bajo temperaturas frescas y una calma
astral. Los grillos de guardia entraban en turno de noche relevando a
las chicharras, y el firmamento entero se llenaba de estrellas
fugaces; detrás de alguna de esas estrellas iban los trilladores con
la trilla, perdiéndose en los confines del espacio y dando paso a
otra era moderna..., a una era glaciar y desprovista de sentimientos
humanos, y de la más mínima sensibilidad para con nada ni con
nadie.
JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS