Durante la revolución industrial, los
nuevos medios de transporte, con el ferrocarril a la cabeza, marcaron
un antes y un después en la manera de concebir las relaciones
comerciales entre la población occidental. Quién iba a decir que,
siglo y pico después, por nuestras latitudes, el transporte
cotidiano aún fuesen carros tirados por bestias, o las propias
bestias como soporte principal. Aquí seguíamos viendo por todas
partes la sempiterna imagen del anciano encaramado al burro, o al
mulo, y un constante ir y venir de burros y jinetes en locomoción
campestre, ajenos al devenir de un progreso que luego se nos
revelaría como un Judas disfrazado de moderno, como un fullero existencial,
dándonos el tocomocho más sutil y espurio de la historia.
Allá por los años setenta, fueron
llegando, de manera más o menos apreciable, tractores y camiones de las marcas Barreiro y Pegaso, pero no me extenderé mucho en ellos, pues
no son bienvenidos a estos menesteres literarios que aquí proso en
estos folios cibernéticos, en mi afán de cronista de aquellas cosas.
En aquel “tiempo de pulgas y
esperanza”, veíamos burros por todas partes..., burros cargados de
tarmas, de sacos de bellotas, de leña, de cántaros...; cargados
de toda la materia onerosa del
desaliento. Recuerdo aquellos
burros con haces de espigas, que los niños, sigilosamente,
hurtábamos al descuido del dueño; espigas que devorábamos dejando
una raspa de sardina vegetal, y la broma recurrente, luego, de
esconder la espiga pelada detrás de la espalda y preguntarle a otro
niño: “¿Hah vihtu a tu padri coratu?; y,
con sonrisa pícara, enseñarle el esqueleto de la misma y soltarle:
“Poh aquí tienih el retratu”.
Los ojos del burro tenían una
expresión triste, como no podía ser de otra manera, con una vida
llena de ingratitudes, siendo castigado por fallos involuntarios y
sin recibir la más mínima caricia o gesto de afecto; si acaso, muy
de tarde en tarde, alguna palabra dulce de aquellas sensibles niñas
de ciudad que aparecían en los meses de verano. Ahora los burros son
libertos, como lo fueron los esclavos después de la Guerra de
Secesión norteamericana, y viven en manadas por los mismos parajes
en los que otrora fueran cautivos. La vida de estos nuevos pollinos,
es respingar sin oficio por esos prados bucólicos de los pueblos
extremeños, y dormir al rescoldo de la manada, inspirando poemas
románticos junto a la luna reflejada en charcos acicalados de flores de mayo. Estos rucios liberados, tienen ya sus derechos y
estatutos, y viven, por fin, sus días de vino y rosas. Son hijos de
una estirpe de jumentos que habitaron un tiempo pasado de estallido gutural
y zurriaga, y que han dejado, al fin, su vida de burros propiamente
dicha..., valga la “rebuznancia”.
En los años setenta fue el apogeo
definitivo del carreto (carretilla) en las duras aldeas de la Galia
extremeña (donde no había ningún Obelix, por cierto, pues nadie
comía a esos niveles pantagruélicos). El carreto, ya digo, irrumpió
de una manera insultante y pasó a redimir al burro de algunas
cargas. Desde ese momento, pudimos ver gente con carretos parada en
los caminos, recreándose en las mismas conversaciones cansinas de
siempre, sin riesgo a que el carreto se espantara ante nada ni ante
nadie. Si pasabas una hora más tarde por el mismo lugar, allí seguían, erre que erre,
carreto frente a carreto: “Me acuerdu yo que otrah vecih, de
chicu, mi padri moh mandaba a ehcardal dendi bien tempranu...”
Hasta que el reloj del campanario daba las dos de la tarde, y uno de
ellos volvía en sí: “¿La doh ya...?, Meeee caguen, la mujel
ehtará echandu petíhcuh...” Y emprendían otra vez la marcha,
carreto en mano, hasta cruzarse con el siguiente burro o carreto, en
una interminable sucesión de cruces y paradas, buscando el contacto
necesario con el otro, eso que los filósofos llamaban “la
otredad”, y que ahora nos suena pedante, pero que es, a fin de
cuentas, uno de los tesoros que nos ha usurpado este sistema de
cosas, sutil y demoníaco, competitivo y desnaturalizado, vampiro de
tiempo, de afectos y esperanzas.
La carretilla fue un antiguo invento de
los chinos, según leí por ahí en los entresijos de los interneses.
Podemos ver, incluso, grabados europeos del siglo XI, con hombres
transportando damas en carretillas de madera. Entonces la carretilla
era un medio de transporte para la clase noble, qué curioso. Quién
diría que el carreto acabaría cayendo tan bajo al cabo de los
siglos, siendo portador, incluso, de cagajones
recogidos por las calles, para acumularlos en pequeñas estercoleras.
El carreto era un burro inanimado, una
mutación inesperada del propio burro; se diría que el carreto era
un burro mutante que pasaba a compartir corral con el pollino
original. Mientras el burro dormía junto al pilón, el carreto se
quedaba haciendo el pino sobre una pared áspera y sucia, en un
ambiente oscuro de Zotal y garrapatas.
Los niños cogíamos el carreto para
montarnos los unos a los otros, dándole un nuevo sentido lúdico a
un instrumento concebido para poca diversión. Los niños siempre
poniendo risas y alegría a la expresión avinagrada de nuestro
alrededor. No resulta nada extraño, ahora mismo, ver a niños sonriendo en lugares
del tercer mundo, exactamente igual que lo hacíamos nosotros por
allí.
También, por los primeros ochenta,
apareció de manera irreverente “El carro de Talavera”. El
carrino de Talavera, como así se le llamaba, era un híbrido entre
burro y carreto, era un carreto gigante tirado por un burro, y un
hombrino en lo más alto, como un auriga romano, esclavo conductor de
los recursos mínimos de aquella tierra de lucha y terrón. Las gorras de
chulapos madrileños pasaron a formar parte de una nueva estética
asociada a estos carros talaveranos; estas gorras acabaron jubilando
a la boina tradicional. El carrino de Talavera, sin duda, era el
heredero natural del carro antiguo, aquel carro de siempre, de
enormes ruedas de hierro y madera, que luego acabaron adornando los
chalets de la costa, en las películas de Arturo Fernández y Manolo Escobar. Tal vez fuese el carro que perdió este último, de
noche, mientras dormía, y que llevamos años buscándolo entre todos
por ahí.
Un buen día, el anciano, dueño del burro y el carreto, se marchó con los hijos a la urbe, echando de
por vida la tranca del corral, a la espera de algún comprador
veraniego de los que buscan volver a sus raíces procurando casa
propia. El burro fue vendido, con un futuro incierto que mejor no
contar, y el carreto quedó patas arriba, como un triste acróbata de
las tinieblas, entre murciélagos y telarañas. Quedó allí, como
parte de una estampa burlesca de un pobre y directo humor extremeño de matanza y
pandereta.
JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com