Los niños éramos muchos. Fuimos los hijos de la gran
natalidad promovida por el régimen y la iglesia, con películas de Paco Martínez
Soria o Pepe Isbert (tenían su gracia,
hay que decirlo) aunque a los pueblos apenas llegaba la tele ni el incipiente y
gris aperturismo de los exiguos “planes de desarrollo”, con horteras de playa y
suecas en Benidorm. En medio de aquella vorágine muchachil, la diversión se
resolvía, con frecuencia, en una descarnada y frontal lucha de supervivencia.
Los juegos eran bruscos: desde “Mosca parió mi burra”, donde muchachones
mayores saltaban sin compasión sobre la espalda de niños (niños-burra), con la
clara intención de derribar y hacer daño. “El marro”, donde una cadena humana
cerraba las calles al último náufrago con el único propósito de atraparlo y
lincharlo a golpes y patadas. “Reliqui reliqui, si te pica que te piqui”, en el
cuál la víctima que se la quedaba, era objeto de toda una secuencia de
espuelas, culadas o derribos: “¡¡ La primera sin topal, la segunda culá que
te junda, la tercera se da lo que se quiera, la cuarta culá que te parta, la
quinta reliqui reliqui si te pica que te piqui, la sehta puñuh en
cehta,!!” etc. Otra serie de juegos similares como “El corchu y la tapaera”
o “A contrabandu”, completaban la agresividad ancestral transmitida de
generación a generación.
Los roles estaban perfectamente
definidos. Mientras los niños se empleaban en rudezas varias, las niñas
saltaban a la comba o cantaban, muy femeninas, canciones de corte amoroso y
comprometedor: “¡¡Si piensa en fulanita, fulanita no lo quiere, y el pobre
fulanito de pena se muere!!” Y el citado fulanito, “roju comu un berruecu”, la
emprendía a patadas con las niñas cantoras en un sobrado alarde de supremacía
varonil.
Por contra estaba la alternativa
de algunos juegos digamos... unisex, claramente mal vistos por el ala dura de
los muchachones más representativos del grupo.
En numerosos juegos rurales había
un denominador común que era “la majá” (la majada), lugar de refugio de los
participantes, que dejaba entrever el marcado origen pastoril de los juegos. En
“la majá” nos refugiábamos entusiasmados como lo hicieron antaño los hijos de pastores y cabreros, o
como lo hacen ahora los hijos de médicos o informáticos cada vez que les
enseñas estos mismos juegos en campamentos o colegios. Hay cosas que son
impermeables al tiempo, siempre y cuando tengamos la intención de preservarlas.
Seguramente la industria del juguete y los grandes almacenes tengan una idea
divergente y claramente interesada al respecto.
Me vienen a la memoria juegos
especialmente entrañables, como “Manda quitali”: “Manda quitali, manda el
fraili; que ha dichu el padri San Francihcu que vayáih a tocal el
canalón de tíu Tomáh”... En fin, “La bombilla”, “Ehcondi correa”, “Treh
marinuh a la mal”, etc. Pero, si tuviera que citar un juego recurrente y
participativo de aquellas tardes ásperas y a la vez hermosas, ese sería, sin
duda "Boti boti" (Bote botero); y no sólo por el juego, sino por el bote en sí
y lo que éste representaba en aquella Extremadura de palo y barril.
Encontrar un bote era tarea
relativamente fácil. El bote de lata era todo un símbolo, un icono rural,
polivalente y mísero, que lo mismo servía de azucarera o recipiente de
legumbres, como depositario de bellotas y cebada..., o improvisada caja de
herramientas oxidadas. El bote era algo, era alguien. No resultaba extraño ver
a niños por las calles pregonando botes
nuevos como el que pregona lechugas: “¡¡A loh bueeeenuh booootihhhhhhhh!! Y
alguno vendían, si.
El bote, en última instancia, era
pasto de la calle. Lo buscabas para jugar a "Boti boti” y lo encontrabas allí,
abollado, entre ortigas y cagadas de perro secas. Lo cogías con la emoción del argonauta
que encuentra el vellocino, y lo mostrabas triunfante, pero, acto seguido, tu
gozo en un pozo: aparecía siempre otro niño con un bote mejor que el tuyo, pues
los botes brotaban del suelo por generación espontánea, al tiempo que
destellaban rutilantes en los tejados, con los rayos del sol, junto a chimeneas
y gatos secos.
El bote de la calle era un bote
que había dado su carrera. Era echado del hogar como un hijo bastardo de lata
al que no se quiere, y deambulaba por las calles de patada en patada, o atado
al rabo de algún gato que corría despavorido.
El deterioro del bote te daba la
medida de su bagaje callejero. Lo mismo se llevaba patadas en “Boti boti”, que
de cualquier niño transeúnte, que, quizá, viendo al bote aún más débil que él (qué
paradoja) le daba una patada más de tantas, cambiando la ubicación de su
destierro, mientras el bote se vengaba, a la vez, despertando de siesta al
propio y rudo campesino que lo echó a la calle, en un extraño y cerrado círculo
de iras y resentimientos. Y así, de esta manera, íbamos sobreviviendo y dando
carpetazo a unos años tan literarios y bellos como duros y difíciles, aunque, quizá,
menos que los actuales, qué ironía.
Cuando las tardes y los juegos
terminaban, el bote se quedaba en la calle, huérfano de corral, y los niños nos
íbamos a casa entre olor de cabra y humo de chimenea, con la luz crepuscular
colgada en los tejados.
Cuantas veces, al recordar esas
tardes de dureza encarnada y belleza contenida, me vienen a la mente unos
versos de Machado (“Por tierras de España”), de marcado entorno rural, que
dicen:
Veréis llanuras bélicas y
páramos de asceta,
- no fue por estos campos el
bíblico jardín-:
Son tierras para el águila, un
trozo de planeta
por donde cruza errante la
sombra de Caín.
JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com