martes, 1 de octubre de 2013

La solana


Aún anda por ahí un vídeo de un sainete de ambiente rural que realizamos, en los años 80, un grupo, ya entonces anacrónico, de jóvenes entusiastas, preocupados por el tipismo y esas cosas. Se titulaba “Un rato en la solana”, e intentaba reflejar exactamente eso: un extracto de apenas quince minutos representativos de lo que en una solana de la época acontecía. Pues, en los años 80, aún quedaban algunas solanas de las de siempre, de aquellas de toda la vida. Ahora es difícil verlas. La solana tradicional, era una pared de piedra, más bien alta, con una cara resguardada del aire cierzo, que daba cobijo a una hilera de mujeres hacendosas, o ancianas de luto, zurciendo medias sobre bombillas fundidas, o remendando la posguerra en forma de retal de pana. La solana era, sin duda, la cara amable del invierno, una forma natural y simple de burlar el frío y abrirse a la hospitalidad de un sol que, ajeno a todo, se repartía generoso como el pan de los pobres.

 A veces, junto a aquellas mujeres, se secaba al sol un viejo nonagenario, padre, a su vez, de alguna “joven anciana”, junto a un tontillo del pueblo, cuarentón, asustadizo y entregado a los designios de una madre zaragatera. Para completar el cuadro, no faltaba un perro seco, aletargado al sol, y un niño barrigudo, de “jarapal salíu”, comiendo migajones de pan, entre moscas y mocos a la par, y la mirada atenta de su abuela. Todos ellos, desde por la mañana, maduraban al oriente en una antigua relación de piedra, sol y vida.

Detrás de la pared, solía haber una higuera, con un gato “sarnosu” buscando pájaros y langostos como única alternativa a la exigua ración de tripa de chorizo.

Las mujeres decían en extremeño cosas del tipo: “Voy a tenel que ili aviandu la comía a ehti hombri, que ehtará al venil ca y cuandu”. O bien: “No sé, paeci que barruntu demuación”. O quizá: “Antiel llamó la muchacha, y dici: ‘¡Mu bien mama!, la señora moh tieni una llavi a ca una, pa que entrémuh y salgámuh cuandu querámuh...’, así que dici que ehtá bien contenta”. 

A veces un silencio total inundaba la solana, y era sutilmente roto por una “mujerina” que decía algo así como: “¡Hay que vel cómu rejundin ya lah tardih!” Y en efecto, las tardes “rejundían”, al contrario que la vida y el tiempo, que tienen un crédito demasiado corto para mantener en pie solanas y tradiciones varias.

Aquellas solanas que tú y yo conocimos, ya apenas existen. Su estampa costumbrista (antítesis de “Las meninas” de Velázquez), se hizo soluble en el tiempo y acabó desapareciendo, incluidas la pared de piedra y la higuera, suplantadas por la casa de ladrillos de colores y jardineras blancas con motivos egipcios. Las antiguas solanas, siempre me recordaron aquel poema de Juan Ramón Jiménez de “El viaje definitivo”, que decía aquello de: “Y yo me iré, y se quedarán los pájaros cantando; y se quedará mi huerto con su verde árbol y con su pozo blanco.” O también: “Se morirán aquellos que me amaron, y el pueblo se hará nuevo cada año (...); ... y tocarán, como esta tarde están tocando, las campanas del campanario”.

Decía Don Quijote (sabio Cervantes) que: “En los nidos de antaño, no hay pájaros hogaño”. Por eso, es cierto, que todo lo que se va no vuelve, y, seguramente, tenga que ser así. Pero los incorregibles nostálgicos que aún cantamos al recuerdo, tenemos la obligación moral de guardar una memoria y un espacio de aquellas cosas que, por encima de las miserias del pasado, tuvieron también una lírica (y a veces una épica), y merecen, sí, un humilde sitio en la intrahistoria de nuestras vidas.

Ahora, los ancianos, se sientan en sofisticados bancos municipales, en una suerte de nuevos mentideros al uso, que nadie calculó teniendo en cuenta los aires del norte, mira tú.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com