A veces, junto a aquellas mujeres, se secaba
al sol un viejo nonagenario, padre, a su vez, de alguna “joven anciana”, junto a
un tontillo del pueblo, cuarentón, asustadizo y entregado a los designios de una
madre zaragatera. Para completar el cuadro, no faltaba un perro seco,
aletargado al sol, y un niño barrigudo, de “jarapal salíu”, comiendo migajones
de pan, entre moscas y mocos a la par, y la mirada atenta de su abuela. Todos
ellos, desde por la mañana, maduraban al oriente en una antigua relación de
piedra, sol y vida.
Detrás de la pared, solía haber una higuera,
con un gato “sarnosu” buscando pájaros y langostos como única alternativa a la
exigua ración de tripa de chorizo.
Las mujeres decían en extremeño cosas
del tipo: “Voy a tenel que ili aviandu la comía a ehti hombri, que ehtará al
venil ca y cuandu”. O bien: “No sé, paeci que barruntu demuación”. O quizá:
“Antiel llamó la muchacha, y dici: ‘¡Mu bien mama!, la señora moh tieni una
llavi a ca una, pa que entrémuh y salgámuh cuandu querámuh...’, así que dici
que ehtá bien contenta”.
A veces un silencio total
inundaba la solana, y era sutilmente roto por una “mujerina” que decía algo así
como: “¡Hay que vel cómu rejundin ya lah tardih!” Y en efecto, las tardes
“rejundían”, al contrario que la vida y el tiempo, que tienen un crédito
demasiado corto para mantener en pie solanas y tradiciones varias.
Aquellas solanas que tú y yo
conocimos, ya apenas existen. Su estampa costumbrista (antítesis de “Las
meninas” de Velázquez), se hizo soluble en el tiempo y acabó desapareciendo, incluidas la pared de
piedra y la higuera, suplantadas por la casa de ladrillos de colores y
jardineras blancas con motivos egipcios. Las antiguas solanas, siempre me
recordaron aquel poema de Juan Ramón Jiménez de “El viaje definitivo”, que
decía aquello de: “Y yo me iré, y se quedarán los pájaros cantando; y se
quedará mi huerto con su verde árbol y con su pozo blanco.” O también: “Se
morirán aquellos que me amaron, y el pueblo se hará nuevo cada año (...); ... y tocarán, como esta tarde están tocando,
las campanas del campanario”.
Decía Don Quijote (sabio
Cervantes) que: “En los nidos de antaño, no hay pájaros hogaño”. Por eso, es
cierto, que todo lo que se va no vuelve, y, seguramente, tenga que ser así.
Pero los incorregibles nostálgicos que aún cantamos al recuerdo, tenemos la
obligación moral de guardar una memoria y un espacio de aquellas cosas que, por encima de las miserias del pasado, tuvieron también una lírica (y a veces
una épica), y merecen, sí, un humilde sitio en la intrahistoria de nuestras
vidas.
Ahora, los ancianos, se sientan
en sofisticados bancos municipales, en una suerte de nuevos mentideros al uso,
que nadie calculó teniendo en cuenta los aires del norte, mira tú.
JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com