Nacer gato en aquel tiempo no era nada aconsejable. Era una
corta vida expuesta a no pocas tribulaciones, de una aguerrida Extremadura de
remiendo de pana y rostro curtido, que aún atisbaba cerca el hambre de
posguerra en una triste mueca de supervivencia.
En aquel tiempo de agresividad, donde la mala leche se
cuajaba en el aire y se podía tocar con las manos, los frágiles felinos
encontraban en los tejados su particular
burladero. El gato en el tejado se sentía en un plano superior al
humano, y divisaba las batallas de las tierras bajas, sabedor de su inmunidad
de teja y canalón. Tan sólo, de tarde en tarde, la piedra de algún travieso
infante volaba hacia el tejado, pero, acto seguido, una eléctrica abuela, de
mandil y alpargata, hacía correr los Sanfermines al intrépido nieto, dejándole
el culo tan rojo como el crepúsculo que al atardecer dibujaba la silueta del
gato en las alturas.
Los gatos, aunque parezca mentira, en un alarde de fidelidad,
pertenecían a casas y dueños que los miraban con indiferencia, y le alternaban
la tripa de una morcilla con un puntapié por acto reflejo, sin venir a
cuento, en ese absurdo instinto donde el más débil paga siempre la frustración
del fuerte.
El gato encontraba su escasa felicidad tumbado a la bartola
de un sol otoñal, sobre las tejas rotas de aquel terreno reservado a su
estirpe, entre botes de lata oxidados y macizas pelotas verdes de zapatos
Gorila.
El estado natural del gato extremeño era triste y azul, como
la canción, sin derecho a filiación ni un nombre que le sacase del anonimato,
lejos de la Zapaquilda
de Lope de Vega, o el televisivo gato Isidoro. Era un gato anónimo, indigente,
con una vida, en cambio, rica en aventuras y sorpresas…, sobresaltos,
mayormente. Aquel gato, contraviniendo a Ortega, no era ni siquiera él, sino tan sólo su circunstancia.
Cada vez que el gato descendía a las virulentas calles rurales, a través de una ventanilla de piedra, encontraba un amplio abanico de percances: un palo criminal proyectado desde una esquina, una piedra voladora inesperada, unos botes de lata atados al rabo, un zapatazo de bordeguín cosido y engrasado por zapatero rural, o, la peor de las pesadillas, la persecución de un famélico perro que hacía correr al gato hacia una parra cercana, previamente localizada, que daba acceso inmediato a su reino apacible de barro y chimenea. Se diría que la parra era el cordón umbilical entre el cielo y el infierno.
Cada vez que el gato descendía a las virulentas calles rurales, a través de una ventanilla de piedra, encontraba un amplio abanico de percances: un palo criminal proyectado desde una esquina, una piedra voladora inesperada, unos botes de lata atados al rabo, un zapatazo de bordeguín cosido y engrasado por zapatero rural, o, la peor de las pesadillas, la persecución de un famélico perro que hacía correr al gato hacia una parra cercana, previamente localizada, que daba acceso inmediato a su reino apacible de barro y chimenea. Se diría que la parra era el cordón umbilical entre el cielo y el infierno.
Había una época del año en la que el gato estaba obligado a
frecuentar más a menudo la cruel tierra baja, y era la época de las matanzas.
Aquellos días eran su temporada alta de desperdicio por alimento, con riesgo
asumido. El gato firmaba una cláusula en la que aceptaba jugarse el pellejo a
cambio de algún cacho de resto porcino que hiciese cambiar, aunque sólo por un
tiempo, su pelo de tiña.
Los gatos eran esquivos, ¡cómo no iban a serlo!, con tantas
sinrazones en su entorno. En alguna ocasión recibían una breve y amigable
caricia en su lomo, pero los gatos no bajaban la guardia, sabedores de que
aquello era una excepción en un mundo de lucha y acechanza rural.
Pero un día, como tiene que ser, las cosas cambiaron.
Aquella inhóspita tierra baja se tornó en tierra media de Tolkien, y fue girando
poco a poco a tierra amable; las calles se fueron asfaltando horteramente, y
los palos y las piedras no hallaron ya lugar. La mala leche se fue dulcificando
hacia leche merengada y, por si fuera
poco, los perros fueron confinados al extrarradio, en enormes naves poligoneras,
donde pasaron a canalizar su cólera como desafinados tenores en interminables
noches de luna llena, interpretando obras del inédito autor ruso “Porsakoski”.
Un buen día aparecieron por el pueblo unos extraños personajes
gordos, de porte altivo, perezosos y bien acicalados, que alguien denominó
gatos siameses. Eran felinos aristócratas, de monóculo y ropa de marca, que
apenas inquietaban al gato autóctono, pues, los citados siameses, no tenían interés en las cosas rurales y mundanas, ni agilidad para usurpar el espacio atávico del gato de tejado.
Aún quedan gatos castizos por las alturas, herederos
descafeinados de un linaje que entregó su pellejo, en un tiempo en que sus coetáneos
humanos tan sólo vivían ligeramente mejor que ellos.
Valga este homenaje al gato sin pedigrí, gato extremeño de
teja y musgo, de mirada evasiva, de pelo sucio chamuscado al tizón invernal, de
tarde de lluvia triste e inspiración machadiana: “Gatos de las márgenes del
Alagón, conmigo vais, mi corazón os lleva”.
JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com