La fe, a decir verdad, era un tanto confusa, pero el hecho de verte por allí arriba, en las inmediaciones del altar, formando casi parte de lo sagrado, te daba un no sé qué de importancia y vanidad, que te hacía sentir sensaciones nunca más repetidas el resto de tu vida. El monaguillo, no obstante, era un personajillo irreverente que se burlaba de casi todo, y su principal preocupación era controlar en todo momento la risa, ante tanta ampulosidad y respeto circundantes, o ante un señor gordo, con papada, que sacaba la lengua con cara de chiste al comulgar.
El monaguillo vivía su aventura en aquel gran parque temático que era la vieja iglesia de piedra raída por los siglos: se tocaban las campanas subiendo escaleras de caracol a oscuras; se recreaban leyendas de un tal San Botón, que cobraba vida y te daba un cachete al pasar; se vivían grandes misas de Semana Santa, con olores y parafernalias imposibles de olvidar... Todo era grandioso; aunque en más de un caso el monaguillo era víctima de un sacerdote con vocación de karateca, que la pegaba con el acólito en la sacristía, por no haber tocado la esquila así o asá. Pero no importaba, todo lo superaba el hecho de ser tuerto en el país de los ciegos, de ser alguien en el país de "los nadies", que diría E. Galeano.
Las misas, en los setenta, aún eran multitudinarias, y el cura del pueblo representaba todavía una alta personalidad en la escala social del momento. El monaguillo intuía todo esto, y sabía que el hecho de estar al lado del cura (ser una especie de valido suyo), le otorgaba un halo de protección que él percibía perfectamente, por muy niño que fuese.
El cura, en un extraño afán de equidad divina, repartía hostias consagradas de la misma manera que sin consagrar. Los beneficiarios de las primeras eran los adultos, los de las segundas, éramos nosotros, los monaguillos. Pero ese riesgo era algo que formaba parte del juego, y que nosotros estábamos dispuestos a aceptar, como acepta el montañero el riesgo de la cima.
En los días de Semana Santa, quedaban mudas las campanas, dando paso a “las matracas”: artilugio rústico construido con tres tablas que percutían entre sí, y que servían para que nosotros, por las calles, anunciásemos los distintos oficios y misas, cosa que era lo que menos nos preocupaba, pues la emoción real era el hecho en sí de hacer ruido y “dar la matraca” (de ahí la expresión). La iglesia y la ceremonia alcanzaban el cénit, y nosotros la máxima realización personal como apócrifos personajes de una doctrina que, de alguna manera, secundábamos por tradición y rutina, sitos a la diestra y la siniestra de un sacerdote que, en algún caso, para nada se esforzaba en seguir los “caminos del Señor”.
Pero felices, realmente éramos felices. La felicidad, pienso ahora, es una simple lotería ajena a toda lógica, que te toca, o no, en el rincón más inesperado.
Mientras tanto, las cigüeñas crotoraban en el campanario, la iglesia renacentista añadía unos años más a su longeva piel añeja, y los monaguillos iban dando paso a otras generaciones de acólitos, cada vez más menguadas en número y vocación, en un lento transcurrir de años anodinos.
Ahora mismo, es casi una quimera encontrar un monaguillo. La actual sociedad, apuesta por un ateísmo falto de contenido, acicalado de tarots y esoterismos variados como alternativa, y una absoluta idolatría hacia el dinero. Nos quitaron la espiritualidad, y no nos dieron nada a cambio. Ahora andamos por ahí, como modernos monaguillos del vacío existencial. En algunos libros, como "San Manuel Bueno Mártir", de Unamuno, se entiende bien todo esto.
En fin, el que suscribe, fue monaguillo tres años y feliz otros tantos, en una época mísera, donde la gente suplía con imaginación y entusiasmo la falta de medios, la falta de tele... y de “tela”; donde los niños, sin Playstation ni smartphones, saltábamos paredes de campo y vivíamos plenamente el color y el olor de las cosas. Podéis ir en paz.
JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com