martes, 31 de diciembre de 2013

Vida de trascorral


En aquel tiempo y lugar, el corral, aunque cueste creerlo, se jugaba a pares y nones la hegemonía con la casa, y en no pocas ocasiones ganaba el corral; aunque más bien habría que decir, que la casa declinaba su nivel en favor del corral, en una extraña solidaridad siempre en sintonía con la raquítica porción de hedonismo que se repartía en contadas raciones, como la leche en polvo americana.

Cuentan los antepasados que en otros tiempos, en las familias más humildes, la casa y el corral formaban parte de la misma piel, llegando a compartir espacio vital, tanto personas, como burros, cabras y demás fauna rural de aquella depauperada Extremadura del siglo XX. Me hablaban de cuadros rayanos en el esperpento de Valle Inclán, con burros entrando o saliendo por el pasillo de las casas, y escenas, en fin, propias de las películas de Fellini o Marco Ferreri, lo que demuestra, una vez más, como ya es sabido, que la realidad supera siempre a la ficción.

Conociendo esto, no resulta nada extraño que en zonas especialmente castigadas por sus condiciones orográficas, como las Hurdes, las personas viviesen hacinadas junto a las cabras, en una especie de pequeños iglús de pizarra, sobre alfombras negras de cagaluta y hambre. Ni resulta extraña, tampoco, aquella reivindicación poética que el voluntarioso y humano Gabriel y Galán hiciera al Rey Alfonso XIII, cuando le dijo:

Señor, en tierras hermanas
de estas tierras castellanas,
no viven vida de humanos
nuestros míseros hermanos
de las montañas hurdanas.”

Seguramente, la vida de pueblo que tú y yo conocimos, amigo lector, fue un poco más edulcorada, y entre las pulgas aludidas en el título de este blog, ya en lontananza se barruntaba un cierto atisbo de esperanza.

Entrar en un corral de la Alta Extremadura, era entrar en un mundo surrealista, de escala de grises y cine de Buñuel en blanco y negro. Los corrales, y las zonas o calles reservadas a los mismos, no tenían nada que envidiar a los poblados mágicos de los “hobbits” del Señor de los Anillos. Aquel mundo se nos mostraba anárquico, misterioso, menguado y chaparro, como si la alimentación deficitaria de posguerra, hubiera afectado a los propios edificios, y no sólo a la vida puramente biológica.

Todo era, ya digo, un poco Tolkiano, aunque Tolkien, de haberse inspirado en estas tierras para su legendaria saga, con tanto burro de por medio, hubiese escrito más bien “El señor de los Asnillos”.

Aunque las casas y corrales se intercalaban fácilmente entre sí, en las traseras de los barrios había zonas, en exclusiva, dedicadas a estas destartaladas construcciones que aquí nos ocupan, como una suerte de pequeños guetos de “vicio y gallinaza” que daban un carácter ciertamente literario a todo aquello. A estos sitios, en la jerga pueblerina, se los denominaba “trascorrales”, y en ellos, al margen de la política internacional y otras grandes preocupaciones planetarias, transcurría una vida meramente agropecuaria, con cacareo constante de gallinas, campanilleo de cabras, balidos de ovejas y garrapatas y pulgas disputándose las piernas de los ilustres visitantes.

De las puertas minúsculas y cenicientas de los corrales, salían y entraban los “hobbits” extremeños, con sombrero raído de paño y enormes “zajonih” de cuero en las piernas, que les llegaban hasta los sobacos. Sacaban y metían burrinos enanos, como ellos, y apenas articulaban palabra, no más allá de una antigua lengua vernácula entre burro y amo, ya casi extinta, y de un recortado léxico onomatopéyico, que sonaba así: “sooooo, chac chac, dioooooh, cagueeeen laaaa, qué calaveeeruuu;” todo ello en un ambiente circunspecto entre burro y dueño, y una “vardasca” canalla que frecuentaba las orejas de un desangelado pollino que no tuvo la suerte de nacer Platero.

En ocasiones, en vez de “hombrinos” diminutos, eran “mujerinas” las que deambulaban por aquellos mágicos trascorrales a echarle a las gallinas, o a recoger los contados huevos entre la paja. Estas mujeres, pequeñas y cheposas, vestían casi todas de negro, como “curianas”, y se movían sigilosas por el suelo empedrado de aquellos antros de “palitroqui y cagajón”.

A veces era un niño el que entraba a ordeñar las cabras, con un babi azul del “Florido Pensil” y unas piernas sucias y secas, casi de palo, que hacían recordar la estampa del mismísimo Pinocho.

La anatomía del corral era de una imaginación sin límites, tan pronto había unos puntales que sostenían a duras penas un pajar de tabla, como unas escaleras imposibles, capaces de desafiar las leyes de la física, difíciles de subir y aún peores de bajar; o unas extrañas ventanillas por todas partes, que servían para guardar herramientas oxidadas, o clandestinas botellas de vino de pitarra que algún duende de pana curtida escondía a espaldas de la mujer, todo ello cortejado de pilones para las bestias, albardas, yugos, liendros y demás útiles de una cultura entre medieval y cavernaria.

El corral era tenebroso, maloliente y carente de luz. Allí se accedía con antiguos faroles de aceite que fueron sustituidos por linternas de petaca, en los pueblos llamadas “farolas”: “Cogi la farola y veti a vel si hay algún güevu en el corral, prenda”.

En lo más profundo y sombrío del edificio, varios “trompicones” más al fondo, se hallaban unos recónditos y oscuros compartimentos para meter los chivos, que recibían el nombre de “chinancos”, hacia los cuales se accedía al cabo de una tortuosa expedición espeleológica, con la mencionada “farola” en mano, y gran cuidado de no tropezar en aquella jungla de “tarma, vertedera y carricochi” .

Capítulo aparte merece la puerta del corral. Esta puerta podía llevar cien años en su sitio, y ochenta arrastrando sobre el suelo. Cada puerta tenía su ruido particular e intransferible. Las puertas eran grises y secas, como un zapato sin betún o una piel sin hidratar. La madera, podrida de la humedad, iba dejando huecos caprichosos por las partes bajas, que iban siendo tapados a base de latas clavadas con viejas puntas oxidadas, que fueron previamente recicladas y enderezadas a martillazo limpio sobre umbral de cantería. Las latas servían de apócrifo reclamo publicitario, anunciando bonito del norte o aceite para tractores. Al cabo del tiempo, y numerosas latas publicitarias añadidas, las calles de corrales se convertían en minúsculas e improvisadas avenidas neoyorquinas, donde los taxis eran burros mohínos, los ejecutivos vestían remiendo de “Louis Sin botton”, y de las boutiques salían ásperas fragancias de “Dolce Caganna”.

Las puertas estaban enmarcadas en cantería, y unas tozas de no más de... uno sesenta de altura, que te obligaban a ir siempre encorvado para salvaguardarte de “chocotones” por doquier. Esto no era problema para aquellos viejos campesinos, que, cual pequeños gnomos con boina, se estiraban “rejertes” al entrar o salir de los corrales, sabedores de estar en su natural elemento.

Al caer el sol volvían las cabras del cabrial de concejo, dispersas por las calles de aquellas pequeñas aldeas liliputienses de la Alta Extremadura. La vida de trascorral dio lugar a otra vida de polígono y maquinaria, y el romanticismo, como ocurre siempre, dejó paso a la eficacia.

Atrás quedaron aquellos trascorrales de la infancia, en las regiones olvidadas de un mundo irreal. Allí, por la “Calle de Nunca Jamás”, la pequeña Momo vio pasar al último octogenario con un haz de tarmas a la espalda, junto a una jorobada anciana con calderilla de zinc en mano, perdiéndose, ambos, lentamente, hacia una luz, entre un derruido portillo de piedra y una higuera al fondo de un lóbrego callejón.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com