martes, 23 de abril de 2024

Infancia fraterna

Los hermanos mayores conocían el escondite de las llaves de la casa y el corral, que en ocasiones ocultaban ellos mismos colocándolas en lugares de difícil acceso, y escalando a cogerlas como los tarzanes de las series que aparecían en las incipientes teles de los bares... Los hermanos mayores corrían en todas las direcciones, y nos hacían ir a rebufo, con la lengua fuera, temerosos de perderles el rastro, y con la fe ciega de saber que siguiendo sus pasos llegaríamos siempre a buen puerto. 

Nos montaban en el portamaletas de aquellas bicis gigantescas, de guardabarros prolongados por una goma que llegaba al suelo; siempre bajo la condición de abrir bien las piernas para no meter el talón entre los radios, con la duda de saber si era por el bien de nuestros pies o de los propios radios de la bici… Nos subían junto a ellos en los burros de los abuelos, que iniciaban trotes torpones espoleados por vardascas de olivo, bajo la brisa primaveral de abril... Nos enseñaban escondites en las trojes, detrás de recipientes de corcho que alojaban liendros y palas de la era... Nos aupaban al brocal de los pozos para ver el retrato de nuestras caras en el agua, como en un fotomatón efímero que dejase una instantánea de nuestros rostros perplejos ante lo desconocido... Luego tirábamos una piedra al pozo, con miedo, y las ondas se llevaban las imágenes hacia otras dimensiones de un tiempo muy anterior al nuestro, donde otros niños, quizá con boina…, o niñas con pañuelo a la cabeza (tal vez nuestros abuelos y bisabuelos), tiraron las mismas piedras en los mismos lugares, y repitieron las mismas acciones durante su infancia, en secuencias repetidas a lo largo tiempo. 

Cada varios años, llegaba por sorpresa una nevada al pueblo, y allí estaban los hermanos capitaneando la construcción de los muñecos de nieve, con las hermanas y jóvenes vecinas buscando ropajes carnavalescos y revistiendo al breve visitante de un aire campesino, con sombreros de paja o boinas, bufandas sacadas de una manga de lana rota, y un palo callejero por nariz, en lugar de zanahoria, que era una hortaliza aún poco frecuente por aquellos lares. Entusiasmados, buscábamos a los amigos de otros barrios para traerlos a ver nuestro muñeco, y a su vez encontrábamos otros muñecos de similar anatomía oronda, con otros hermanos mayores igualmente esmerados en rematar la obra escultórica. 

Los hermanos te hacían deberes que en la escuela tú presentabas como propios; te enseñaban a dibujar y a escribir en la tierra apelmazada, o en las tejas rotas, como en un Código de Hammurabi atemporal y nuestro... Nos llevaban al prodigioso espectáculo de ver bascular camiones de arena, con el cuidado de no acercarnos… Nos enseñaron canciones infantiles, trabalenguas, chistes malos de Jaimito; nos ayudaron a atarnos los cordones de las botas, y a navegar pequeños barcos de corcho con velas de papel, por los regatos repentinos que aparecían después de las tormentas, al grito de ¡¡navega barco velerooooo!!… cuyos barcos diminutos encallaban entre las piedras callejeras, mientras las niñas mayores, para chincharnos, cantaban a coro: “¡Había una vez un barquito chiquitito, que no sabía, que no sabía, que no sabía navegar…!”

Montábamos en las trillas por primera vez con aquellos hermanos, que dirigían las bestias con un látigo casero de palo y goma, que apenas alteraba el paso cansino de los burros. Los hermanos se nos mostraban, de repente, como “aurigas” de unos carros sin ruedas, sacados de una menesterosa mitología extremeña de paja y “cagajón”, en un mundo de magia y fascinación donde los cinco sentidos formaban parte del festín, sin que ninguno de ellos quedase relegado.

Tus hermanos iban a matanzas a las que tú no ibas; tenían amigos que escapaban a tu mundo minúsculo, y los veías volar de un lado para otro, como titanes inalcanzables que deambulaban por calles y arrabales del pueblo, ávidos de aventuras que a veces vivían... o a veces se inventaban, y que luego nos llegaban al resto de la tropa infantil en forma de trolas gigantescas que al final nadie se creía... Noticias, quizá, de fulano, amigo de tu hermano, que había construido una casa de tabla encima de un álamo, al lado de un arroyo cubierto de maleza, o tal vez, no sé... que un grupo de aguerridos muchachones, del entorno de tus hermanos, habían hecho huir a golpe de tiraol (tirachinas) a un extraño hombre maléfico, vestido de negro, que una mujer encontró en las proximidades de un pozo mientras sacaba agua... Y así un extenso elenco de leyendas urbanas, o más bien rurales, que llenaban de contenido las fascinantes tardes de nuestro ecosistema aldeano. 

Un día inesperado llegaba a casa una carta oficial con la buena nueva de la concesión de una beca de estudios a un hermano mayor, y la casa se convertía en una fiesta de alocadas risas y saltos tribales de alegría; y tú estabas allí, sin saber muy bien lo que pasaba; al principio un tanto confundido y estático, pero con la certeza de acabar formando parte del jolgorio, sabiendo muy bien, sin que nadie te lo explicara, que las cosas que eran buenas para los tuyos, tenían que serlo también para ti. Es algo que comprendías desde tu instinto más primario y el sentimiento de pertenencia consustancial al ser humano desde el principio de los tiempos.

Las hermanas mayores eran como segundas madres para los pequeños, y aquellas que no tenían hermanos menores, hacía las veces de hermanas protectoras con niños de familiares y vecinos. Las podemos ver en las fotos antiguas al cuidado de los más pequeños, haciendo tándem con las abuelas, en bellas estampas cargadas de humanidad y costumbrismo a la par.

Los pequeños éramos casi siempre inseguros, llenos de miedos por doquier, tendentes al ataque de pánico y a buscar protección allí donde la hubiera. Recuerdo cómo nos narraban nuestras madres y abuelas la terrible experiencia de aquella extraña e impresionante aurora boreal rojiza de enero del 38, que trajo un espanto quizá profético y anunciador de otras guerras mayores, donde las familias se echaron a las calles para contemplar los cielos ensangrentados por encima de las sierras, mientras los pequeños se apretujaban a las madres y hermanos mayores, entre llantos, temblando de miedo ante la estampa apocalíptica que se mostraba en el horizonte.

En un arca marrón que había en la planta alta de la casa que me vio nacer, un buen día encontré los libros de literatura del bachiller de mis hermanos mayores, que me sirvieron para descubrir inopinadamente mi amor por la poesía. Fueron poemas que aprendía de memoria con dedicación y entusiasmo en los citados libros que jubilaron a la Juanita y al Catón de nuestros padres, y que me lanzaron a las plácidas aguas de la literatura desde la más tierna infancia, escribiendo, desde aquel momento, poemas infantiles de cosecha propia y textos surrealistas de ambientación pueblerina titulados: “Mi burra Catalina” y cosas así... que luego se aprendían de memoria algunos primos. Me pasaba las horas muertas en el suelo de tabla de aquel piso superior, las tardes de lluvia y frío, leyendo y releyendo aquellos poemas de un tal Góngora, Espronceda, Bécquer, Rubén Darío... Juan Ramón Jiménez o Fray Luis de León, que sin tener noticias de ellos, despertaban fascinación en mi mente de infante sensible hacia cualquier forma de belleza, mientras, a la vez, podía estar canturreando “Mi carro”, de Manolo Escobar, que acababa de oír silbotear por la calle a un castizo paisano que pasaba con las tarmas al hombro, bajo el cielo gris y espartano de una tarde invernal. 

Aquellos hermanos, ciertamente, fueron la avanzadilla de nuestros pasos torpes. A veces podían venir corriendo y gritando, como heraldos mensajeros de las buenas noticias, de igual forma que podían confirmarnos que los Reyes Magos eran los padres…, o meternos miedo con cualquier harapo rebuscado en las trojes; algo que, en cambio, era respetado por nosotros como parte de un ingenio que tratábamos de imitar. Esos sustos eran luego replicados por nuestra parte sobre amigos y niños de menor edad, en una rueca de canibalismo psicológico de mayores a menores; algo que debe ser consustancial a cualquier época, pues es sorprendente el enorme interés que siguen teniendo jóvenes y adolescentes en ejercer de asustadores hacia los más pequeños en las noches de miedo y otras actividades de campamento en las que he tenido ocasión de intervenir durante años.

Muchos niños no tuvieron hermanos mayores y buscaban esa figura imprescindible en algún primo de mayor edad; y las niñas, quizá, en alguna prima o vecina resuelta y dispuesta a llevar siempre la iniciativa: “¡Vámuh a la plaza a vel pasal a la novia, y dihpuéh a casa de mi tía a pol un gatinu chicu que noh va a dal… y aluegu a pol una soga pa’  jugal a la comba!” 

Al igual que las hermanas lucían cariñosas abrazando y besuqueando a los hermanos pequeños en público, los hermanos mayores sentían cierto rubor de hacer muestras de cariño hacia los pequeñajos, y se mostraban más secos en las calles que en las casas, dejando los afectos de puertas adentro, donde las carantoñas de intramuros no quedaban tan expuestas a las risas de los muchachones del tribunal callejero.

Los pequeños éramos portadores de secretos, que a menudo eran intrascendentes, y no pasaban de bobadas y minucias que habíamos visto hacer a nuestros hermanos. De esta forma, nos debatíamos entre el silencio y el chivatazo a nuestros padres o abuelos... Normalmente nos podía la clemencia, y callábamos, aunque de todo había en la viña del señor. Quizá callábamos a favor de ellos, por un instinto de clan... y el peso que la familia tenía en nosotros, con esos valores forjados desde generaciones anteriores, donde las familias fueron la reserva moral de cuyas fuentes bebimos, y esas aguas sanadoras nos dejaron de por vida un mínimo decoro necesario para afrontar las embestidas del mundo desquiciado que nos rodea.

Las madres nos pasaban las ropas que los hermanos dejaban chicas (en ocasiones bastante usadas), o algún estuche de lápices con una foto nocturna del Benidorm de los años sesenta... Aunque juguetes, propiamente dichos, nos dejaban más bien pocos; si acaso algunos objetos ingeniosos, manufacturados en la "industria lítica del Paleolítico rural”, como, tal vez, algún tiraol (tirachinas), una peonza picoteada, una honda, una tabla en forma de escopeta, unas matracas de monaguillo, unas tabas de cordero…, un trípode de palo para el juego de El Calvo, o un carro de tabla tirado por bueyes de corcho, similares a los toros y verracos de granito que nos dejaron los pueblos vetones como reliquias de su paso por estas latitudes... Y cómo no, podíamos heredar también de los hermanos la tan ansiada bicicleta, sí, que les sirvió para ir al campo a los mandados agropecuarios, o a patrullar las calles junto a otros mozuelos..., o quizá para desplazarse a clases particulares al pantano de Gabriel y Galán, bajo el sol justiciero del verano o las lluvias y el viento de febrero. Una bici siempre Bh u Orbea, grande, caballona, con barra superior, ya desprovista de ornamentos y demás afeites de fábrica, con tan sólo el esqueleto y una reciente capa de pintura azul…, y si acaso, todo lo más, con unas pinceladas de purpurina en manillares, llantas y bielas, cuyo brillo, desde lejos, disimulaba la vejez reumática de la pobre «burricleta», que chirriaba al pasar por las calles en las plomizas siestas del verano.

Las amorosas hermanas mayores, llevaban a los hermanos pequeños cogidos de la mano a todas partes: a la tahona a por el pan; a coger el musgo para el nacimiento; al bar para ver la tele, en medio de una cortina de humo y ambiente hombruno, esforzándose en ver programas infantiles en un pequeño aparato colocado en las alturas, donde se escuchaba: “¡En la granja de Pepito, ia ia ohhhh…!”  En las tardes de mayo, nos llevaban a pasear junto a otras jóvenes vecinas por callejas que daban a grandes prados, o a trigales con espantapájaros grotescos que nos dejaban una imagen grabada para siempre en la retina…, mientras ellas, locuaces y pizpiretas, volvían del paseo con ramilletes de flores que se acababan marchitando en un bote con agua del pozo.

Muchos de vosotros, seguramente, fuisteis hermanos mayores, o pequeños, o ambas cosas a un tiempo…, y tenéis un saco de recuerdos archivados, que a nada que os paréis un momento a rebobinar el largometraje de vuestra vida, podréis rescatar rápidamente, y allí percibir las sensaciones, olores, emociones, y también, quizá, remordimientos propios de aquel instante. Es como si hubiera un guardián somnoliento que custodiase los ficheros de los momentos vividos, guardados en un registro de tabla y latón, y que apenas necesitase un pequeño silbido confidente para ser alertado. Un guardián, diligente, que a partir de ser reclamado, como un ángel de la guarda bonachón, nos cogiese de la mano y nos llevase por las interminables estancias donde quedaron grabadas las escenas más relevantes de nuestras frágiles vidas. Ese, por encima de todos, es el propósitos de estos textos que un buen día me aventuré a escribir en estas cuartillas digitales, como bien habréis advertido los avezados lectores.

Los hermanos, sí, estuvieron presentes en todos los fotogramas imborrables de nuestra niñez: En las tardes alocadas y ventosas después de la escuela…; en las comedias improvisadas en rincones de musgo y granito, representadas para regocijo de vecinos generosos que aplaudían… Estuvieron en las noches frías, a la lumbre, contando historias sabidas o inventadas…; en las siestas estivales  sobre mantas raídas tiradas en el suelo…; en las cenas de Nochebuena, donde un abuelo partía el turrón de cacahuete con precisión de cirujano… Y así, hasta que un día, muchos años después, dejaron de estar entre nosotros. Algunos se marcharon antes de lo previsto, saltándose el guion de una existencia prestada y dejándonos un vacío insalvable, con el único consuelo de sospechar que algún día, si esquivamos a la barca de Caronte, nos estarán esperando asomados entre cúmulos y estratos, o en algún prado primaveral rebosante de flores de galapero, sentados en un cancho celestial, sonrientes, y prestos a transportarnos a los momentos más felices de nuestra vida, que a buen seguro fueron, en gran medida, los bellos momentos de nuestra infancia fraterna.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS