sábado, 4 de junio de 2022

¿Cuántu vali?


 Cuando un día, inopinadamente, abrimos el arcón de la troje, bajo la pobre luz de una linterna de petaca con la pila casi agotada, allí estaban todos nuestros recuerdos de la infancia, deslumbrados, como pequeños seres de otra dimensión paralela, que hubiesen perdido la esperanza de ser devueltos a la luz un día. En distintas cajas y bolsas se nos iban mostrando nuevamente, esperando ser reconocidos, como polizones que hubiesen regresado a nuestras vidas viajando escondidos en la máquina del tiempo. Nos miraban con timidez, sabiéndose cómplices de nuestro pasado, y hasta incluso, quizá, guardianes de secretos que a nadie nunca le contamos… En ese instante, sentimos hacia ellos un claro sentimiento de ingratitud. Se nos revelaba, de repente, un largo repertorio de fósiles de un pasado infantil, que la amnesia de nuestras vidas levantiscas aparcó en algún cuarto trastero de la memoria. Algunos de aquellos objetos estaban asociados a canciones y olores, que afloraban de golpe ante la presencia de unos ojos ligeramente llorosos. Allí estaban las “peonas” (peonzas)…; los cromos sujetos por una goma podrida…; un yoyó con una cuerda de guita que en su día reemplazó a la cuerda original; una muñeca bizca y despeinada... o un viejo reloj de juguete que siempre marcó la misma hora... Y allí estaba también, cómo no, la caja de zapatos con los indios y vaqueros de plástico, enredados entre ellos, en actitud poco beligerante, después de una larga tregua sin batallas… El olor inconfundible a telas y alcanfores de abuelas enlutadas, ponía la guinda a todas las formas posibles de melancolía.  En ese mismo instante comprendimos que tal vez un día, muchos años atrás, fuimos felices, o casi felices… sin el “soma” del consumismo compulsivo de nuestros días, que a veces necesitamos para llenar vacíos inexplicables. Nuestra infancia agreste, por contra, se diría que fue muy poco consumista y en absoluto virtual. Fue una infancia, en cambio, de experimentación directa de los cinco sentidos; a veces marcada por chichones, arañazos y heridas que dejaron su impronta en la piel del pasado, que apenas apreciamos en la piel del presente. 

La imaginación y los recursos naturales que abundaban en nuestro entorno, hacían que cualquier cosa pudiera convertirse en un juguete: tal vez, por ejemplo, unos aros de alambre que tirábamos sobre un palo pinchado en la tierra, con buen tino, ante la sonrisa cómplice de un septuagenario con sombrero de paja, que se adentraba en el corral con paso cansino.

A nuestros pueblos ya iban llegando algunas chucherías de la galaxia urbana: Chupa Chups, chicles Bazooka, pastillas de leche de burra, caramelos de cubalibre o monedas de chocolate recubiertas de papel plateado, que nos sumían en el dilema de comerlas o conservarlas impolutas como parte de un cofre inexistente… Pero quizá, por encima de todo, en nuestro recuerdo más primario, estaban los inocentes confites, amontonados en grandes recipientes de cristal en un rincón del mostrador del comercio, que nos dejaban los labios teñidos de color morado o rosa, como una alegoría, quizá, de nuestra infancia, a ratos “confitada” y a ratos agridulce, pero que apenas nos afectaba, como hábiles escapistas que éramos de todo aquello que nos resultase hostil.

Un clásico entre los clásicos, era, cómo no, el negocio de los gusanos de seda (del que hablamos por aquí en alguna ocasión), que nos haría ricos en un futuro cercano (nadie lo discutía), cuya empresa nos tenía a todas horas colgados de las moreras que había en las carreteras escasamente transitadas, que se alternaban con gigantescos eucaliptos, y a las cuales teníamos que gatear hasta las “pingollas” (partes más altas), pues las ramas al alcance de la mano estaban sobradamente saqueadas por los más patosos o perezosos.

En nuestro inventario de objetos lúdicos sitos en la parte trasera de la casa, estaban los “tiraores” (tirachinas de fabricación casera)…,  las llantas de bicis desprovistas de radios, que hacían las veces de “roangas”(aros de metal), que a golpe de palo daban mil vueltas al pueblo, armando un estruendo tal, que hacía ladrar a los perros y salir escopetados a los gatos hacia las parras más cercanas... Había chavales, incluso, que improvisaban sus juguetes con ingenio magistral, como pequeños artesanos multidisciplinares de un tiempo de ingenio con olor a corral. Luego mostraban, ufanos, sus prototipos en el poyo de la casa: tal vez unos muñecos articulados hechos de alambre eléctrico de colores, o un futbolín de un cajón de madera y palos de encina debidamente tallados. Los curiosos se arremolinaban alrededor para ver los prodigios creados, e intentar imitarlos, generalmente sin éxito.

Las niñas, con el dinero ahorrado, adquirían en las tiendas gomas para saltar, y los niños compraban “bóluh” (canicas)  y “peonas” (peonzas), entre los escasos cachivaches que estaban a la venta en aquellos pequeños comercios de supervivencia. 

Siempre había una mujer en cada pueblo que vendía las cuatro golosinas que colmaban de sobra nuestras expectativas. Se colocaban los domingos y festivos en algún lugar transitado, con una cesta, y el resto de los días recibían en su propia casa, con mucha paciencia, las llamadas inoportunas de los infantes, que apartábamos apresuradamente la cortina y gritábamos:  “¡Tía Paulaaaa, me dé uhté un chupachúh…!”

El ahorro de las comuniones daba un plus extraordinario que podía devenir en compras de mayor envergadura, preferentemente la estrella entre todas las estrellas: la ansiada bicicleta, que se compraba en Ahigal o Plasencia con la ayuda adicional de padres y abuelos, pues a veces las huchas eran portadoras de escasos fondos, en un mundo campesino donde el dinero aún era un fulano con escaso predicamento. La bicicleta lucía rutilante por las calles de tierra, repleta de guardabarros brillantes y una corte de pequeños chavales con los ojos saltones corriendo detrás del artilugio, debatiéndose entre la envidia y la admiración. De repente, el afortunado propietario, daba un frenazo con escasa destreza, y se hacía el silencio…, y aquellos correcaminos que engrosaban el séquito bicicletero, hacían atropelladamente al ciclista la pregunta tantas veces escuchada: “Cuántu te ha cohtáu...”

La pequeña paga dominical, en cambio, daba para poca cosa, aunque a veces resultaba ampliada por la asignación de abuelos y padrinos, regalándonos un pequeño arreón de consumismo… Cuántas veces, después de recibir el aguinaldo, escuchábamos de nuestras abuelas aquello de: “¿Ya te hah gahtáu lah pérrah que te di el domingu pasáu…?” y acto seguido, buscando la complicidad de alguna vecina, le espetaban:  “Ehti emputeci toah lah pérrah que le dan en golosáh…” En ocasiones las pagas de las abuelas y madrinas eran en especies, y de esta forma, con una galleta o caramelo íbamos “aviáuh” (arreglados). Las galletas tenían un toque rancio, después de largo tiempo guardadas en alguna oscura alacena de la bodega, en aquellos años donde las fechas de caducidad eran un chiste de mal gusto.

Nosotros fuimos replicando el trueque de nuestros antepasados a través del canje de toda clase de objetos lúdicos, como pequeños mercaderes fenicios del tiempo que nos tocó vivir. Así pues, eran materia de intercambio los cromos de futbolistas, con Santillana, Pirri, Arrúa, Irazusta... y en particular los pocos futbolistas cacereños que había por los años setenta; no más allá de un tal Ciriaco y otro tal Melo, que eran dos placentinos que jugaban en el Sporting de Gijón y el Atlético de Madrid respectivamente; nos llenaba de orgullo leer en los cromos su lugar de nacimiento, quizá con ese complejo endémico de ver a Extremadura siempre en el vagón de cola de todo lo moderno y actual. Los cromos podían ser intercambiados por los citados gusanos de seda…, y estos últimos, a su vez, por alguna “matraca” de tabla…; pero en aquellos menesteres de cambalaches infantiles, los más pequeños y pardillos podíamos ser objeto de engaño por los avispados muchachones del lugar, que con sonrisa socarrona se miraban entre ellos, cómplices de pequeñas maldades heredadas siglo a siglo desde la picaresca medieval. 

Allá por los setenta y primeros ochenta, a nuestras aldeas carpetovetónicas arribó de golpe una suerte de adolescencia desordenada con aires de ciudad, y desde esa irreverente cultura importada, nos llegaron también los futbolines, que ocuparon su espacio en bares y salones de baile, y aquellas galácticas máquinas de marcianos que se colocaban a la entrada de las tabernas, y que emitían unos extraños chillidos diabólicos que algunos muchachos lugareños imitaban con castizos silbidos y onomatopeyas propias de la vida agropecuaria. Por ese mismo tiempo irrumpieron también los billares franceses de tres bolas, y alguna mesa de ping pong de fabricación casera, carteada de tanto sentarse encima en las tediosas tardes de domingo... Nos vino todo de repente, sí, como una hojarasca de modernidad malcriada, dispuesta a arrasar con todo lo propio, sin delicadeza, como llegó la compañía bananera al Macondo de los Buendía, desplazando abruptamente sus discretas formas de vida sostenidas a lo largo de las generaciones. Por desgracia, nos movíamos en un ecosistema muy frágil y extremadamente maleable, donde la más mínima injerencia exterior podía alterar el orden establecido.

A diferencia de los adolescentes de nuestro tiempo, influenciados en exceso por una publicidad invasiva, y por youtubers..., influencers... y demás personajes cibernéticos del más variado pelaje, nuestra adolescencia, en cambio, fue más rudimentaria. Nuestra estética era más bien una estética de fotomatón, una pubertad con rostro pánfilo y acné juvenil, con el flequillo caído hacia un lado, y la camisa desabotonada con una cinta de cassette (grabada) en el bolsillo delantero. 

La mítica feria de Ahigal (largamente mencionada por aquí), era todo un acontecimiento en nuestras vidas silvestres; se diría que era lo más aproximado al consumismo y la grandiosidad propia de las urbes. Tenía un colorido y una arrogancia metropolitana que nos deslumbraba, y suponía todo un acontecimiento en nuestras vidas espartanas… Hasta nuestras madres nos relataban sus visitas infantiles a la citada feria, décadas atrás, acompañadas de sus amigas, donde montaban en una pequeña noria desde donde podían sentirse volar por encima de tejados y chimeneas, o degustar un trozo de turrón de las turroneras de La Alberca...  Allí gastaban las perras chicas y gordas que sacaban en los versos de mayo, y hasta incluso las monedas de dos perras, llamadas popularmente “del tío sentao”, que luego usaban los hombres para jugar a la “rayuela” sobre la tierra socarrada, en las soporíferas tardes dominicales… Eran tiempos donde las niñas pequeñas podían desplazarse solas al pueblo de al lado sin peligro alguno, en un mundo de escasa maldad, hermandad en la pobreza y calles llenas de puertas abiertas…; eran tiempos, sí, donde los valores centenarios aún no habían sido suplantados por un mundo desnortado que a buen seguro acabará sus días chapoteando en su propia decadencia.

Si nosotros éramos poco consumistas, los niños de antaño aún lo fueron menos. La mayoría no tuvieron ni siquiera adultos sensibles y mínimamente preocupados por el divertimento de los más pequeños, que en no pocas ocasiones estaban ocupados igualmente en tareas agropecuarias, y el mayor detalle que podían recibir de sus mayores, era algún primitivo columpio en los días de matanza. En cambio, a algunos más afortunados (muy pocos), sus padres o hermanos mayores, muy mañosos ellos, les confeccionaban juguetes con recursos naturales, como, tal vez, carros de palo, cunas de corcha... o carretillas de tabla, reutilizando los restos de las materias primas y demás deshechos caseros disponibles, en una clara e insospechada sostenibilidad, a años luz del tocomocho actual de la obsolescencia programada. 

Nuestros mayores, de pequeños, gastaban parte de sus pocas perras en chochos (altramuces), algo que nosotros aún pudimos repetir en aquellas décadas sesenteras y setenteras; costumbre que debía proceder de la noche de los tiempos, si recordamos, por ejemplo, aquel poema de Góngora, referido a unos niños después de recibir la paga dominical: ... “Darános un cuarto mi tía la ollera. / Compraremos de él  (que nadie lo sepa) / chochos y garbanzos para la merienda”. 

En los escasos televisores de la localidad, ya nos bombardeaban con los juguetes y artilugios del momento: Scalextric, Geyperman, Cinexin, Magia Borras, la Señorita Pepis... y demás reclamos publicitarios que a los pueblos apenas nos llegaban, no más allá de algún niño de los madriles que los traía de vez en cuando, y que provocaba un impacto inmediato en los peques aldeanos, sentados junto al umbral de sus casas veraniegas; pero nosotros teníamos la calle y el campo por bandera, y aquello resultaba insuperable frente a las limitadas propuestas que nos mostraba el consumismo emergente. Esos mismos niños urbanos que nos llegaban cargados con su efímero reino de plástico, se lanzaban a las calles como si no hubiera un mañana, cambiando los pasos de cebra por pasos de burros y cabras, o montando, con sombrero de paja, en la trilla de los abuelos…, y acababan sucumbiendo al encanto de nuestra libertad y escenarios sublimes por los que transcurrían nuestras correrías, deseando, como locos, volver de verano en verano a nuestro mundo fascinante de espacios inabarcables, donde todo estaba abierto a la improvisación y la inventiva.

En los días festivos nos íbamos a las puertas de los bares a batirnos el cobre recogiendo “platillos”, (chapas de las bebidas) como el que busca pepitas de oro. Los platillos daban mucho de sí para infinidad de juegos. Y allí andábamos como locos, machando y aplastando platillos con piedras de guijarro, como niños trogloditas a la puerta de la cueva, dejando nuestros dedos impregnados con un intenso olor a cerveza El Gavilán.

Hoy, en nuestra sociedad de mercadeo, costaría mucho entender el placer que suponía para nosotros, los niños rurales de aquel tiempo, algo tan inocente como comprarnos una gaseosa Molina entre tres o cuatro muchachos, y dar buena cuenta de ella sentados en un huerto, a la sombra de una higuera, entre risas mostrencas y trinar de pájaros, una tarde cualquiera de las fiestas de los Cristos de septiembre, que abundaban por nuestras minúsculas aldeas extremeñas. 

Muchos de nuestros juegos iban en sintonía con los cuatro elementos: del agua, los charcos y regatos callejeros donde navegaban nuestros barcos de corcha, hasta quedar encallados en algún pedrusco atravesado; del aire, las pajaritas o aviones de papel de periódico, que siempre nos decían adiós aterrizando en los tejados; de la tierra, las figurillas que salían de algún pequeño trozo que nos regalaba el cacharrero mientras contemplábamos extasiados su faena; y del fuego, la magia de los cuentos a la lumbre en las noches invernales... ¿Qué más podíamos pedir?

Nos pasamos la niñez declamando la pregunta tantas veces repetida: ¿Cuántu vali...? Pero a pesar de nuestra corta edad, algo por dentro nos iba enseñando el verdadero valor de las cosas, y así fuimos, casi sin darnos cuenta, advirtiendo que “sólo el necio confunde valor y precio”, tal y como nos contase sabiamente Quevedo; pues nosotros, tímidamente, íbamos ya rumiando por dentro estas cosas, y descubriendo que aquello que más satisfacción nos proporcionaba, generalmente era gratis. Era gratis, pues, el eco mágico que nos lanzaban los pozos al gritar nuestro nombre desde el brocal…; eran gratis los enormes canchos donde inventábamos aventuras prehistóricas mientras nos llegaba el olor de la hierba recién segada; eran gratis los palos y retamas que servían para construir nuestras cabañas y reinos de fantasía…; gratis eran las vardascas de olivo que se transformaban en espadas de los Mosqueteros…; eran gratis las piedras saltarinas que cortaban sigilosas el agua de las lagunas…, y los botes de lata de las papillas, que se convertían en zancos con dos pequeñas cuerdas añadidas… Y por ser gratis, era gratis hasta el miedo y la emoción indescriptible que nos hacía correr como gamos en todas las direcciones, huyendo a veces de la nada… o tal vez huyendo, sin saberlo (al igual que hoy), de un futuro incierto, y buscando, quizá, un espacio atávico insospechado, un lugar donde dejar en seguro aposento nuestras vidas.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS