martes, 6 de octubre de 2015

Jugando a la pelota



Cuando un día oímos hablar de deporte, supimos que no era otra cosa, sino deporte, lo que habíamos hecho desde siempre, saltando paredes de campo, gateando a los árboles y corriendo en todas las direcciones. Y no era, sino deporte, lo que hicieron nuestros mayores toda su vida, levantando sacos de trigo, cavando garbanzos, o caminando durante horas por montes y pedregales. Y deporte fue lo que hicieron aquellos antepasados que no conocimos, que sin saberlo, fueron atletas de sudor al viento, corredores en pista de tierra... plusmarquistas de la necesidad.

Claro está, que una sociedad sedentaria, necesita inventar nuevas formas de volver a sus orígenes, para lo que estaba y sigue estando concebido el cuerpo humano, que es para andar y desplazarse de un lado para otro... y en esto, mira tú, apareció el deporte.

Allá por los años sesenta llegó de pleno la fiebre futbolera a la vida rural, y comenzaron a organizarse partidos entre pueblos. Eran partidos con masajistas que llevaban alcohol y vendas en cajas de zapatos, y jugadores que exhibían camisetas de rayas, imitando al Atlético de Madrid, o de Bilbao, camisetas que los mozos sufragaban arrancando jaras en la dehesa, al tiempo que improvisaban porterías de palos de encina, quedando claro que hasta el fútbol, tan moderno, aún estaba supeditado a los elementos propios de la tierra. Solían ganar los pueblos que portaban jugadores procedentes de colegios de curas, con técnica depurada, frente a los aguerridos mozos lugareños, que a lo más que llegaban es a estampar el balón en la cara de algún distraído espectador, como en cierta ocasión me ocurrió siendo muy pequeño.

En las fiestas de los pueblos empezó a ser habitual el partido de solteros contra casados. Eran partidos de pantalón arremangado, intentando "entallar" (acertar a dar) la pelota con las sandalias de material, cosa que no siempre era fácil. Lo de acertar un pase al compañero, se convertía en una “delicatessen” sólo para unos cuantos elegidos; a la par que algunos casados empezaban a lucir una incipiente barriguilla cervecera, que desataba los gritos socarrones del público: ¡¡Tú ya Manolo, sopitah y buen vinuuuu!!

El término fútbol aún nos sonaba como una cosa un tanto extranjera, y lo de “balompié” nos resultaba demasiado cursi; así que el deporte del fútbol, para nosotros, se quedó en “jugar al balón”, sin más, y para nuestros mayores nunca pasó de “jugar o a la pelota”.

Al balón se jugaba en las calles con la indispensable colaboración de los tejados, que a menudo eran receptores de los escasos balones que portaban los niños de aquella Extremadura limitada en lujos y tonterías. El tejado se quedaba la pelota, a veces para siempre, no sin antes haber pagado el consiguiente peaje en forma de gotera. En algunas ocasiones nos íbamos a jugar a los valles idílicos de las afueras, aunque a menudo nos llegaba la visita frustrante de un pastor, para recordarnos que aquel lugar estaba reservado al ganado, y tan sólo se hacía la oportuna excepción en los días señalados de las fiestas patronales; pero el fútbol se abría paso por todas partes, como las enredaderas, y al final acabábamos jugando hasta en los sitios más insospechados.

Nuestras porterías infantiles, con frecuencia, eran dos “gorruscos” (piedras gordas y pesadas), o dos botes de hojalata, que los había por doquier. Y no faltaba nunca el niño gordito con el balón debajo del brazo, y en la otra mano la rebanada de pan con mantequilla y azúcar. Sus dotes atléticas no eran grandes, pero eso sí, era el dueño del balón. Los equipos se formaban echando pie; de esta forma, el dueño del balón, y otro, se colocaban frente a frente, como en un duelo al sol, y avanzaban colocando un pie inmediatamente por delante del otro. Cuando quedaba un espacio reducido entre los pies rivales, uno de ellos decía: monta y cabe, y elegía jugador. El dueño del balón se convertía por momentos en una estrella “pop” a la que casi pedíamos autógrafos, esperando que tuviese a bien dejarnos jugar con “el su balón.”

Se jugaba preferentemente por las tardes, después de la escuela, portando como merienda un “zalico” de pan y una pastilla o dos de chocolate de fundir, que acabó sustituyendo las meriendas antiguas de pan con higos secos de nuestros antepasados. Alguna vez se daba el caso (como me recordó un amigo recientemente) de que un perro famélico se llevaba el pan de la merienda, al dejarlo por descuido en el suelo; y desde lejos se escuchaba luego el grito del niño, mientras el perro se perdía en la lejanía, como un ser lastimero, salido de un inframundo perruno, en una escena más propia del Lazarillo de Tormes.

Luego, ya en la adolescencia, caímos ante el arrobo del fútbol de manera absoluta, escuchando interminables carruseles deportivos por la radio. Cuando en mis primeras lecturas juveniles leí a Albert Camus, en su libro “El Extranjero”, relatando aquellas plomizas tardes de fútbol en Argel, pude comprender que el mundo simétrico y global, cocinado en las calderas de algún oculto mago negro, empezaba a ser muy parecido en todas partes.

Algunos ancianos fueron armonizando los toros con el fútbol, en una obligada simbiosis pueblerina de adaptación a los nuevos tiempos. Cuando vi a mi abuelo, y a otros de su generación, viendo fútbol, y emitiendo opiniones al respecto, había algo que no me cuadraba; aunque sus comentarios no pasaban más allá de cosas tan básicas como: “Ehtuh de blancu no pierdin nunca la pelota”..., o tal vez: “Loh de colorau ehtán siempri mu atentuh loh unuh con loh otruh”.

Todo era fútbol a todas horas. Durante la comida, se escuchaban en la calle risas de un gamberrismo un tanto impostado, y entre risa y risa, sonaba un balonazo en la puerta de casa (que hacía las veces de portería), hasta que el comensal afectado se asomaba, con el gesto áspero y el rostro “renegrío”, tan propio de aquel tiempo, y les espetaba: “Ilsuh a tomal por culu a jugal a la pelota pa´ la vuehtra puerta”.

Ya nos iban llegando los vientos de la moderna cultura competitiva, con películas y demás inventos donde todo consistía en ser el número uno, ganar y machacar al contrincante sin demasiada delicadeza. Y así íbamos asumiendo poco a poco el rol que nos tocaba vivir. Cada uno, en su especialidad, intentaba superar a los rivales, y encaramar el ego a las alturas. A un servidor le otorgó natura unas piernas rápidas y veloces para ganar carreras rurales. Recuerdo una de las primeras, en la era, donde un triunfo apoteósico me trajo los halagos de los curtidos trilladores. Pero además de luces, cómo no, había también sombras: mi acreditada fama de "correcaminos" me condenó a la persecución habitual de un grupo de muchachones mayores, que para verme en acción, corrían detrás de mi con un langosto en la mano, al objeto de introducirlo en mi camiseta. A mis espaldas, ya a lo lejos, podía escuchar sus risas cavernícolas, con la tranquilidad de saber que nunca lograrían darme alcance.

El deporte femenino se resumía en unas niñas corriendo al pilla pilla, de manera pizpireta, o saltando a la comba, o a la teja..., y el contacto de éstas con la pelota, se resolvía botándola contra el suelo, o lanzándola sobre la pared, en aquellos juegos con canciones, de los que ya hemos hablado por aquí: “Te pe té, caaaafé, arroz con leche, sardinas en escabeche...”

Las bicicletas, refutando al genial Fernán Gómez, lo mismo eran para el verano como para el invierno... Las bicis se convirtieron en un lujo que no estaba al alcance de todos. Los pequeños, a falta de bici propia, aprendimos a montar en las bicis de los mayores, metiendo la cadera bajo la barra, y pedaleando en posturas claramente circenses. Eran enormes bicis, cuyas cámaras rojas servían para los “tiraores” (tirachinas). El aprendizaje de la bicicleta costaba numerosas caídas, y hasta incluso perder el control con la bici y meterse en el comedor de alguna casa en plena comida, como en algún caso que conocí, más propio de los hermanos Marx. Luego fuimos alocados e intrépidos ciclistas transportando por el pueblo a otros niños en el portamaletas, y dando vueltas y más vueltas hasta la saciedad, con la emoción en el rostro, el aire sobre el pelo, y una sensación de aventura y libertad difícilmente superable por ninguna videoconsola.

Algunos obreros regresaban de la obra en los pantanos en una humilde bicicleta, “haciendo deporte por partida doble”. Se bajaban sigilosos de la bici al llegar a las calles de rollos, para preservarla del impacto con las piedras. Eran antiguas bicicletas de guardabarros acabados en una gran goma, casi rozando el suelo, con timbre, portamaletas y dinamo para el faro, que se proyectaba en la parte delantera, como una especie de gárgola metálica y triste.

Llegó un tiempo en el que todo eran bicis por todas partes: bicis para ir a la era, bicis para ir a la escuela, sita en los pueblos cercanos, bicis para el baño en los ríos, bicis para el gamberreo callejero, bicis para presumir; bicis, en fin, para todos los eventos y quehaceres de la vida rural.

Todo era ejercicio continuo, y la obesidad y el colesterol eran una pareja de baile con escaso predicamento. Conozco el caso de un familiar que en un reconocimiento médico que le hicieron, el galeno quedó asombrado al comprobar sus bajísimas pulsaciones, y no pudo por menos que preguntarle: "¿Qué deporte practica usted?", y éste, con cierta extrañeza, contestó: "Yoooo... no paru de un lau pa´ otru".

Nosotros, fervorosos deportistas de pueblo, queríamos ser como esos otros deportistas afamados de la tele. Todo esto nos llevó, también, al coleccionismo, y nos pusimos a coleccionar cromos de manera compulsiva: cromos de futbolistas yé yés, con melenas horteras y pantalones ajustados, marcando paquete; o también cromos de ciclistas que salían en unas bolsas de pipas de sabor rancio, donde todos teníamos el álbum casi completo, a falta del malogrado Luis Ocaña, que a nadie le salía, y cuyo premio consistía en una guitarra..., hasta que alguien decidió un buen día comprar el saco entero de pipas,  para hacerse con el preciado instrumento. Recuerdo cómo los chavales nos arremolinábamos en torno al bar, para ver la famosa guitarra y el citado cromo imposible de Ocaña.

Luego ya por los ochenta, todo empezó a parecerse más a lo propio de este tiempo.

En las tardes antiguas y grises de aquella infancia perdida, un buen día, dejamos las pelotas de goma desinfladas en oscuras trojes, dentro de cajas de cartón, que un día, al hacer “dehcuaji” o limpieza en profundidad, fueron todas "a tomar por saco", a los modernos contenedores de plástico y olvido.

Las pelotas de ahora, mueven cifras astronómicas de dinero, corruptela y usura, cifras obscenas que superan con creces los límites de la indecencia a la que nunca debió llegar el ser humano.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS