sábado, 25 de marzo de 2023

Entrañable asimetría


Aquellas casas antiguas eran de nuestros abuelos, de padrinos, tíos, vecinos… o incluso, sí, también nuestras propias casas, las casas de nuestros padres heredadas de generaciones anteriores, donde llegamos a nacer y a vivir, y que fueron, sobre todo, el marco habitual de nuestras vidas frágiles y aguerridas a un tiempo. Estaban conformadas por una arquitectura hermosa y arbitraria, con parras y poyos que nos recibían a la entrada, donde había una  “alpendá” (portalillo) que servía de sombra en los soles ardientes del verano, o de refugio en las lluvias repentinas. 

Las construcciones de las viviendas pertenecían a un mundo mágico y anárquico, en consonancia con las propias calles de la época, alejadas de la escuadra y el cartabón de la estricta simetría que pasó a dominarlo todo años después. Por contra, en aquel tiempo, conocimos un bello desafío a la lógica, que podíamos encontrar en cualquier parte: chimeneas en los tejados (distintas en forma y tamaño) como discretas centinelas de las calles…; un pajar sostenido por puntales sinuosos, o unas escaleras de granito sin pasamanos, inspiradas, quizá, en el campanario de la iglesia. 

Aquellas paredes gruesas de las casas, eran un fortín que custodiaba los afectos alojados en su interior, a la par que entraba el frío por las “talleras” (rendijas) de puertas y ventanas, muchas de ellas sin marco, acopladas directamente a las jambas de granito, en un claro desafío a la moderna eficiencia energética tan en boga en nuestros días. Al igual que las cortinas en las estancias, que abundaban como un recurso económico frente a las puertas de interior, facilitando un insospechado aire acondicionado natural.

Las casas de los abuelos eran frías, pero guardaban un calor humano que compensaba el déficit térmico... Caía la noche, y llegábamos corriendo desde el extremo opuesto del pueblo; quitábamos la tranca y aparecían los rostros sonrientes, curtidos, desdentados, cargados de un amor impropio de este tiempo. De repente, abrazos y besos cotidianos lo inundaban todo, y la felicidad parecía estar servida. 

Había, con frecuencia, un corral incorporado a la casa, y una perra color canela llamada "Caneli" (para qué andar con más complicaciones), que nos recibía a la puerta, moviendo el rabo, a la espera de algún “cohcúrru” de pan que llevábamos oculto y lanzábamos al aire, a sabiendas de que la Caneli lo atraparía al vuelo en un salto circense.

Los pozos gozaban de un papel inestimable en los serenos de la entrada, o incluso en el interior de casas y corrales; a veces compartidos con vecinos colindantes, con robustas puertas medianeras y un cerrojo a ambas partes, siendo el pozo un humilde árbitro del reparto menesteroso del agua. En no pocas ocasiones coincidían los vecinos sacando el agua desde sus respectivas viviendas: “Saca tú primeru, que yo no tengu prisa”. El problema, un tanto cómico, se daba cuando la relación entre ambos no era de lo más placentera, y tenían que afinar el oído al objeto de evitar inoportunas coincidencias…  Eran pozos de aguas duras (pH alto) no aptas para el consumo humano, aunque sí para dar de beber a los diversos animales de la fauna doméstica. Sus aguas eran frescas y su fondo más oscuro que las zonas abisales de los mares profundos.

En las paredes encaladas podíamos ver repisas decoradas con morteros de almirez, molinillos para el café torrefacto (portugués), faroles de aceite y candiles oxidados, que a veces, también, colgaban de un gancho desde el techo, como una espada luminosa de Damocles que recordase a los ocupantes de la morada la fragilidad de su existencia. Todo ello ornamentado con las omnipresentes botellas vacías de anís El Mono, usadas para las noches jacarandosas de las matanzas, acompañadas de algún sifón de los años 40, procedente de un antiguo bar que hubo en la vivienda muchos años atrás. La luz de la bombilla, de intensidad limitada y tonos ocres, convertía las cosas en estampas color sepia; porque Edison, vete tú a saber, nos dejó quizá una versión recortada de su descubrimiento, en forma de bombillas rácanas, pensadas en exclusiva para nuestras aldeas extremeñas.

Los suelos eran de un cemento antiguo, fino y brillante, que con el tiempo y la humedad adoptaba manchas caprichosas que disparaban nuestra imaginación, viendo en ellas, no sé..., caras espectrales (al modo de las famosas caras de Bélmez)…, o caballos galopando hacia la nada…; o tal vez siluetas de ángeles con las alas extendidas, queriéndonos dar mensajes indescifrables.

De las paredes colgaban retratos (retocados a carboncillo) de abuelos, bisabuelos y familiares que se fueron a hacer las américas y no volvieron nunca más; o cuadros religiosos (pendiendo de un cordón) que vendían los santeros por las calles; tal vez de San Antonio, o la Virgen del Carmen con el niño sentado en el regazo, repartiendo escapularios a las ánimas del purgatorio que pugnaban por salir de las llamas purificadoras; o de ángeles de la guarda ayudando a los niños a cruzar pasarelas inestables sobre ríos de aguas bravas y precipicios sobrevolados por águilas.

El alma de las casas estaba en torno al chupón (chimenea) donde lucía majestuosa la lumbre, como una madraza amorosa que aglutinara a sus hijos en torno a ella. La chimenea solía llevar una humilde repisa, decorada con cuatro cachivaches en desuso, y en la pared cercana a la lumbre, estaba el escaño centenario cubierto de cojines de lana, como el máximo lujo permitido. Y ante nosotros, la inolvidable imagen del hollín, el fuelle atizando la lumbre y esparciendo cenizas; el puchero y el gato friolero dispuesto a chamuscarse a cambio de un calor impagable…; las “ehtrébih” (trébedes) y llares recubiertas de una capa tan negra como la piel curtida de los antepasados... Y todo allí, frente a las llamas bailarinas, sabias y amorosas, destinadas a dar paz a nuestras cuitas, con los abuelos dormidos junto a ellas, felices de tenernos recostados a su lado. 

Las trojes (que gozaron aquí de un relato completo) estaban hechas de paredes de adobe, o de tapia, que era la versión low cost del adobe, preparada en cajones de madera, con barro y toda suerte de desechos: zapatos viejos, trapos, tablas quebradas, tejas rotas, etc. Junto a las ventanillas de las trojes, había dos planchas de pizarra dando a la calle, de desigual medida, que servían de soporte para tablones que aguantaban, a su vez, macetas de flores, o hacían las veces de secadero de pimientos, higos, tomates y demás productos autóctonos.

La oscuridad presidía las bodegas, que eran lóbregas y frescas, con tinajas de aceite, tablones colgados en lo alto, jarras de barro, ollas con chorizos… y artesas con olor al adobe matancero. Bodegas que un buen día, por los ochenta, fueron reconvertidas en cuarto de aseo. Cuántas veces escuché la anécdota de un gato que tuvimos, llamado Toribio (yo apenas lo recuerdo) que hacía frecuentes visitas a la bodega de la vecina, y en un salto acrobático para alcanzar la tabla de los manjares, un mal cálculo lo hizo ir a parar a la tinaja del aceite, consiguiendo salir de ésta milagrosamente. Acto seguido se revolcó en la lancha de la lumbre, para mermar su capa oleosa, dejando después un fenomenal reguero de aceite en ambas casas. Numerosas investigaciones al efecto, resolvieron por fin el misterio del “felino llegado del aceite”, que podía ser el título de un libro infantil de aventuras.

Paredes de adobe y cal, cóncavas y convexas…; poyos de los cántaros a la entrada...; queseras de madera con tres patas (infalibles en suelos irregulares)…; palanganeros de hierro pintados de color metálico, que daba el efecto de una plata falsaria…; botijos con tapón de corcha…, tinajas para beber sin escrúpulos, con plato y puchero de porcelana...; techos irregulares con vigas de distinto grosor...; puertas desencajadas…, balcones oxidados con musgo en las repisas de granito, por donde nunca se atrevieron a escalar los Reyes Magos en la infancia de nuestros mayores (esa excusa ponían sus majestades)…; ventanas ajadas, por cuyos cristales hendidos podíamos ver las cigüeñas del campanario y el alocado vuelo de los vencejos en las tardes veraniegas… En fin, una interminable lista de cosas de imprecisa hermosura. Como podemos apreciar, casi nada era recto, salvo la rectitud de conducta de algunos paisanos que aún se regían por la palabra dada y otros principios inamovibles heredados desde la noche de los tiempos. 

Las plantas bajas olían a humedad y las altas nos dejaban el aroma a maderas de castaño que abundaban en las vigas de las salas superiores, con suelos de tablas “amachambráh” (machihembradas) y balcones, a veces solitarios, o a veces en pareja. Al fondo de estas salas, dos minúsculas habitaciones con cortinas, que contenían antiguas jergas para dormir en su interior, formadas con tablones colocados en un poyo de adobe en la cabecera, y una burrilla de palo a los pies, donde se fueron de este mundo nuestros bisabuelos; algunos, incluso, sobre un misérrimo colchón de centeno, o tal vez de “borra” (hermana pobre de la lana). En dos de aquellas salas de madera, en casa de mis abuelos maternos (cuando la casa fue casino y pensión), escuché cosas acontecidas en el pasado, algunas gratas, y otras quizá para borrarlas con cepillo en la pizarra triste de la historia. Allí estuvieron alojados un ingeniero y un ayudante que vinieron a hacer los primeros sondeos del imponente pantano de Gabriel y Galán. Me cuentan que marchaban por el día a sus quehaceres en un coche de la época, y al regreso, traían las cantimploras llenas de agua de la fuente de El Salgaero, famosa en aquellos contornos por su exquisita agua. Ambos dormían al fondo de la citada sala de madera. El ingeniero, descansaba en un pequeño cuarto, sobre una cama con catre de hierro e interruptor de “pera” para la luz, y el ayudante se conformaba con el cuarto de la humilde jerga.

En aquella misma sala, cuando la casa fue casino en los años cuarenta, pasaban las tediosas tardes de domingo las parejas de novios, en pequeñas camillas con falda y brasero, y un café de puchero acompañado de una rosca bañada en azúcar, viendo por el cristal de la ventana el pobre deambular grisáceo de la vida campesina en los pequeños ratos de asueto dominical. En la sala contigua estaban las mesas destinadas a las partidas de cartas, que transcurrían entre vocerío hombruno y humareda de tabaco de liar… En el patio de abajo, las mesas de mármol recibían los golpes secos y agudos del dominó… y un minúsculo mostrador adosado a la pared, se usaba para servir el vino peleón, y algún vermut en los días festivos, que ya se tomaba por aquellos entonces a pesar de los tiempos austeros. Junto al patio de abajo, un gran salón de baile, de techo alto y robustas vigas, donde el músico se colocaba encima de un mesón, amenizando el ambiente con su acordeón, mientras una de sus hermanas cobraba la entrada a la puerta, y el resto de la gente bailaba o se sentaba en unos bancos de tiras de madera, que desde niño vi por todas partes, haciendo ya las veces de soporte de sacos y talegas… Mi madre, siendo muy niña, se hacía la dormida en aquellos bancos del baile, para guardar el sitio a una pareja de novios a cambio de un inocente caramelo, mientras la música sonaba desde lejos, como en un eco atemporal llegado desde las páginas más agridulces de la memoria: “Y se oye a cada paso la voz de un hombre, que a la luna que sale le da su queja...”

A partir de los años setenta, y especialmente en los ochenta, asistimos impertérritos a la demolición de la arquitectura popular, que nos dejó parcialmente huérfanos de nuestros mágicos escenarios de la niñez aventurera. Nadie fue verdaderamente consciente de lo que se perdía, mientras las huestes de la modernidad tomaban las aldeas, arrasando con cualquier elemento levantisco que osara resistirse a los maléficos espíritus rectilíneos, que avanzaban voraces como los orcos en el Señor de los Anillos. Las víctimas, ya las conocemos: parras, poyos, portales, pozos, rincones… Ahora, en este convulso siglo XXI, ha vuelto una cierta sensibilidad por lo ancestral, a través del turismo, las casas rurales, la estética retro... y esa servidumbre hacia las modas tan propia de nuestro tiempo, modas que igual que vienen se van. Para este propósito ha habido, incluso, que hacer recreaciones antiguas con elementos actuales: vigas de hormigón que simulan ser de madera, ventanas de aluminio lacado que simulan ser de nogal... En fin, un mundo virtual que simula ser real, pero “buenas son mangas después de pascuas” que nos diría Don Quijote,  y bienvenida sea esta impostada imitación de lo antiguo, aunque en muchos casos haya llegado tarde al rescate del reino de la belleza perdida. 

A nada que cerremos los ojos, podemos ver instantáneas de aquellas humildes viviendas de nuestro agreste pasado rural: Escobas de baleo en los rincones, o escobillones de palma para limpiar los techos de madera, con telarañas y polvo que llenaban los ojos de basura a los que osaban mirar hacia arriba con ánimos de limpieza… “Cucarrachos” de la troje que caían por las grietas del techo, durante el desayuno, con tan buena suerte que nos golpeaban en el dorso de la mano y rebotaban hacia el hule del mapa de España, pataleando bocarriba en la provincia de Teruel, mientras dábamos vueltas a la leche con el cucharón… Camillas cojas, calzadas con un cacho de “bornio” (trozo de desecho del corcho)…; alacenas en las paredes de cocinas y habitaciones, por donde entraban y salían duendes con la cara idéntica a nuestros amigos de correrías… Arcas de castaño y baúles forrados con latas color verde, engalanados de chinchetas que formaban las iniciales de las bisabuelas que un día los recibieron como parte del ajuar… Cajas de brasero, cazos de corcha para el gazpacho..., cuernos para la sal... y perchas de hierro y madera, con sombreros de paja y un par de campanillos que un abuelo colgó décadas atrás cuando vendió el ganado.

Y así vamos, en esto como en todo, cabalgando desmelenados a lomos del progreso, en un mundo que ha renunciado a sus vínculos, sin advertir que “el emperador está desnudo”. A veces toca tirar de prudencia frente a las mayorías, y convenir, con Mark Twain, de que “es más fácil engañar a la gente que convencerla de que ha sido engañada”.

Aún encontramos algunas de estas casas por ahí, sostenidas a golpe de ondulines y puntales, como estampas perdidas en los felices años de la niñez, plagadas de humedades en los cercos, telarañas en los techos, chirridos de puertas olvidadas y corrientes de aire que cruzan como fantasmas que ignorasen la presencia humana… Al entrar en ellas, las hallamos tristes, lentas, tiritonas…, como los últimos ancianos que las habitaron; pero, de repente, al penetrar en su interior y abrir el cuarterón de una ventana, la luz del sol nos devuelve una bocanada de recuerdos afables, de imágenes fugaces y extrañas sensaciones, donde una implacable máquina del tiempo nos traslada a escenas ya vividas. Nos vemos abrumados de nostalgia, y un nudo en la garganta nos paraliza, como estatuas de sal ancladas al recuerdo... Nos quedamos en silencio, y sólo oímos la carcoma de los travesaños, o de una modesta silla que logró sobrevivir atrincherada en un rincón…; y en la quietud más profunda, parecen escucharse algunas voces reconocibles, que intentan hablarnos desde lo más lejano de la remota infancia, como parafonías llenas de amor que aún dicen que nos quieren; voces que retumban y perviven entre las oquedades, saltando caprichosas las barreras del espacio-tiempo. Nos vemos allí, sin sospecharlo, rodeados de una “entrañable asimetría” que nos devuelve la belleza de las cosas pasadas, y con ella, quién sabe, la esperanza de saber que nada se pierde para siempre.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS