De un tiempo de pulgas y esperanza
Un buen día, en la web del Guijo que sacó a la luz mi amigo Jairo, escribí cuatro breves artículos ambientados en la Extremadura rural de los 70 y los 80, bajo el título de "Memorias de tarma y corral". Animado por algunas personas, me presto aquí a hacer entrega de nuevos garabatos literarios, que irán cayendo en la medida que sus majestades, la inspiración y la pereza, me dejen dar a luz nuevos relatos de un tiempo tan bello como hostil, de un tiempo, en fin, de pulgas y esperanza.
sábado, 25 de marzo de 2023
Entrañable asimetría
sábado, 4 de junio de 2022
¿Cuántu vali?
La imaginación y los recursos naturales que abundaban en nuestro entorno, hacían que cualquier cosa pudiera convertirse en un juguete: tal vez, por ejemplo, unos aros de alambre que tirábamos sobre un palo pinchado en la tierra, con buen tino, ante la sonrisa cómplice de un septuagenario con sombrero de paja, que se adentraba en el corral con paso cansino.
A nuestros pueblos ya iban llegando algunas chucherías de la galaxia urbana: Chupa Chups, chicles Bazooka, pastillas de leche de burra, caramelos de cubalibre o monedas de chocolate recubiertas de papel plateado, que nos sumían en el dilema de comerlas o conservarlas impolutas como parte de un cofre inexistente… Pero quizá, por encima de todo, en nuestro recuerdo más primario, estaban los inocentes confites, amontonados en grandes recipientes de cristal en un rincón del mostrador del comercio, que nos dejaban los labios teñidos de color morado o rosa, como una alegoría, quizá, de nuestra infancia, a ratos “confitada” y a ratos agridulce, pero que apenas nos afectaba, como hábiles escapistas que éramos de todo aquello que nos resultase hostil.
Un clásico entre los clásicos, era, cómo no, el negocio de los gusanos de seda (del que hablamos por aquí en alguna ocasión), que nos haría ricos en un futuro cercano (nadie lo discutía), cuya empresa nos tenía a todas horas colgados de las moreras que había en las carreteras escasamente transitadas, que se alternaban con gigantescos eucaliptos, y a las cuales teníamos que gatear hasta las “pingollas” (partes más altas), pues las ramas al alcance de la mano estaban sobradamente saqueadas por los más patosos o perezosos.
En nuestro inventario de objetos lúdicos sitos en la parte trasera de la casa, estaban los “tiraores” (tirachinas de fabricación casera)…, las llantas de bicis desprovistas de radios, que hacían las veces de “roangas”(aros de metal), que a golpe de palo daban mil vueltas al pueblo, armando un estruendo tal, que hacía ladrar a los perros y salir escopetados a los gatos hacia las parras más cercanas... Había chavales, incluso, que improvisaban sus juguetes con ingenio magistral, como pequeños artesanos multidisciplinares de un tiempo de ingenio con olor a corral. Luego mostraban, ufanos, sus prototipos en el poyo de la casa: tal vez unos muñecos articulados hechos de alambre eléctrico de colores, o un futbolín de un cajón de madera y palos de encina debidamente tallados. Los curiosos se arremolinaban alrededor para ver los prodigios creados, e intentar imitarlos, generalmente sin éxito.
Las niñas, con el dinero ahorrado, adquirían en las tiendas gomas para saltar, y los niños compraban “bóluh” (canicas) y “peonas” (peonzas), entre los escasos cachivaches que estaban a la venta en aquellos pequeños comercios de supervivencia.
Siempre había una mujer en cada pueblo que vendía las cuatro golosinas que colmaban de sobra nuestras expectativas. Se colocaban los domingos y festivos en algún lugar transitado, con una cesta, y el resto de los días recibían en su propia casa, con mucha paciencia, las llamadas inoportunas de los infantes, que apartábamos apresuradamente la cortina y gritábamos: “¡Tía Paulaaaa, me dé uhté un chupachúh…!”
El ahorro de las comuniones daba un plus extraordinario que podía devenir en compras de mayor envergadura, preferentemente la estrella entre todas las estrellas: la ansiada bicicleta, que se compraba en Ahigal o Plasencia con la ayuda adicional de padres y abuelos, pues a veces las huchas eran portadoras de escasos fondos, en un mundo campesino donde el dinero aún era un fulano con escaso predicamento. La bicicleta lucía rutilante por las calles de tierra, repleta de guardabarros brillantes y una corte de pequeños chavales con los ojos saltones corriendo detrás del artilugio, debatiéndose entre la envidia y la admiración. De repente, el afortunado propietario, daba un frenazo con escasa destreza, y se hacía el silencio…, y aquellos correcaminos que engrosaban el séquito bicicletero, hacían atropelladamente al ciclista la pregunta tantas veces escuchada: “Cuántu te ha cohtáu...”
La pequeña paga dominical, en cambio, daba para poca cosa, aunque a veces resultaba ampliada por la asignación de abuelos y padrinos, regalándonos un pequeño arreón de consumismo… Cuántas veces, después de recibir el aguinaldo, escuchábamos de nuestras abuelas aquello de: “¿Ya te hah gahtáu lah pérrah que te di el domingu pasáu…?” y acto seguido, buscando la complicidad de alguna vecina, le espetaban: “Ehti emputeci toah lah pérrah que le dan en golosáh…” En ocasiones las pagas de las abuelas y madrinas eran en especies, y de esta forma, con una galleta o caramelo íbamos “aviáuh” (arreglados). Las galletas tenían un toque rancio, después de largo tiempo guardadas en alguna oscura alacena de la bodega, en aquellos años donde las fechas de caducidad eran un chiste de mal gusto.
Nosotros fuimos replicando el trueque de nuestros antepasados a través del canje de toda clase de objetos lúdicos, como pequeños mercaderes fenicios del tiempo que nos tocó vivir. Así pues, eran materia de intercambio los cromos de futbolistas, con Santillana, Pirri, Arrúa, Irazusta... y en particular los pocos futbolistas cacereños que había por los años setenta; no más allá de un tal Ciriaco y otro tal Melo, que eran dos placentinos que jugaban en el Sporting de Gijón y el Atlético de Madrid respectivamente; nos llenaba de orgullo leer en los cromos su lugar de nacimiento, quizá con ese complejo endémico de ver a Extremadura siempre en el vagón de cola de todo lo moderno y actual. Los cromos podían ser intercambiados por los citados gusanos de seda…, y estos últimos, a su vez, por alguna “matraca” de tabla…; pero en aquellos menesteres de cambalaches infantiles, los más pequeños y pardillos podíamos ser objeto de engaño por los avispados muchachones del lugar, que con sonrisa socarrona se miraban entre ellos, cómplices de pequeñas maldades heredadas siglo a siglo desde la picaresca medieval.
Allá por los setenta y primeros ochenta, a nuestras aldeas carpetovetónicas arribó de golpe una suerte de adolescencia desordenada con aires de ciudad, y desde esa irreverente cultura importada, nos llegaron también los futbolines, que ocuparon su espacio en bares y salones de baile, y aquellas galácticas máquinas de marcianos que se colocaban a la entrada de las tabernas, y que emitían unos extraños chillidos diabólicos que algunos muchachos lugareños imitaban con castizos silbidos y onomatopeyas propias de la vida agropecuaria. Por ese mismo tiempo irrumpieron también los billares franceses de tres bolas, y alguna mesa de ping pong de fabricación casera, carteada de tanto sentarse encima en las tediosas tardes de domingo... Nos vino todo de repente, sí, como una hojarasca de modernidad malcriada, dispuesta a arrasar con todo lo propio, sin delicadeza, como llegó la compañía bananera al Macondo de los Buendía, desplazando abruptamente sus discretas formas de vida sostenidas a lo largo de las generaciones. Por desgracia, nos movíamos en un ecosistema muy frágil y extremadamente maleable, donde la más mínima injerencia exterior podía alterar el orden establecido.
A diferencia de los adolescentes de nuestro tiempo, influenciados en exceso por una publicidad invasiva, y por youtubers..., influencers... y demás personajes cibernéticos del más variado pelaje, nuestra adolescencia, en cambio, fue más rudimentaria. Nuestra estética era más bien una estética de fotomatón, una pubertad con rostro pánfilo y acné juvenil, con el flequillo caído hacia un lado, y la camisa desabotonada con una cinta de cassette (grabada) en el bolsillo delantero.
La mítica feria de Ahigal (largamente mencionada por aquí), era todo un acontecimiento en nuestras vidas silvestres; se diría que era lo más aproximado al consumismo y la grandiosidad propia de las urbes. Tenía un colorido y una arrogancia metropolitana que nos deslumbraba, y suponía todo un acontecimiento en nuestras vidas espartanas… Hasta nuestras madres nos relataban sus visitas infantiles a la citada feria, décadas atrás, acompañadas de sus amigas, donde montaban en una pequeña noria desde donde podían sentirse volar por encima de tejados y chimeneas, o degustar un trozo de turrón de las turroneras de La Alberca... Allí gastaban las perras chicas y gordas que sacaban en los versos de mayo, y hasta incluso las monedas de dos perras, llamadas popularmente “del tío sentao”, que luego usaban los hombres para jugar a la “rayuela” sobre la tierra socarrada, en las soporíferas tardes dominicales… Eran tiempos donde las niñas pequeñas podían desplazarse solas al pueblo de al lado sin peligro alguno, en un mundo de escasa maldad, hermandad en la pobreza y calles llenas de puertas abiertas…; eran tiempos, sí, donde los valores centenarios aún no habían sido suplantados por un mundo desnortado que a buen seguro acabará sus días chapoteando en su propia decadencia.
Si nosotros éramos poco consumistas, los niños de antaño aún lo fueron menos. La mayoría no tuvieron ni siquiera adultos sensibles y mínimamente preocupados por el divertimento de los más pequeños, que en no pocas ocasiones estaban ocupados igualmente en tareas agropecuarias, y el mayor detalle que podían recibir de sus mayores, era algún primitivo columpio en los días de matanza. En cambio, a algunos más afortunados (muy pocos), sus padres o hermanos mayores, muy mañosos ellos, les confeccionaban juguetes con recursos naturales, como, tal vez, carros de palo, cunas de corcha... o carretillas de tabla, reutilizando los restos de las materias primas y demás deshechos caseros disponibles, en una clara e insospechada sostenibilidad, a años luz del tocomocho actual de la obsolescencia programada.
Nuestros mayores, de pequeños, gastaban parte de sus pocas perras en chochos (altramuces), algo que nosotros aún pudimos repetir en aquellas décadas sesenteras y setenteras; costumbre que debía proceder de la noche de los tiempos, si recordamos, por ejemplo, aquel poema de Góngora, referido a unos niños después de recibir la paga dominical: ... “Darános un cuarto mi tía la ollera. / Compraremos de él (que nadie lo sepa) / chochos y garbanzos para la merienda”.
En los escasos televisores de la localidad, ya nos bombardeaban con los juguetes y artilugios del momento: Scalextric, Geyperman, Cinexin, Magia Borras, la Señorita Pepis... y demás reclamos publicitarios que a los pueblos apenas nos llegaban, no más allá de algún niño de los madriles que los traía de vez en cuando, y que provocaba un impacto inmediato en los peques aldeanos, sentados junto al umbral de sus casas veraniegas; pero nosotros teníamos la calle y el campo por bandera, y aquello resultaba insuperable frente a las limitadas propuestas que nos mostraba el consumismo emergente. Esos mismos niños urbanos que nos llegaban cargados con su efímero reino de plástico, se lanzaban a las calles como si no hubiera un mañana, cambiando los pasos de cebra por pasos de burros y cabras, o montando, con sombrero de paja, en la trilla de los abuelos…, y acababan sucumbiendo al encanto de nuestra libertad y escenarios sublimes por los que transcurrían nuestras correrías, deseando, como locos, volver de verano en verano a nuestro mundo fascinante de espacios inabarcables, donde todo estaba abierto a la improvisación y la inventiva.
En los días festivos nos íbamos a las puertas de los bares a batirnos el cobre recogiendo “platillos”, (chapas de las bebidas) como el que busca pepitas de oro. Los platillos daban mucho de sí para infinidad de juegos. Y allí andábamos como locos, machando y aplastando platillos con piedras de guijarro, como niños trogloditas a la puerta de la cueva, dejando nuestros dedos impregnados con un intenso olor a cerveza El Gavilán.
Hoy, en nuestra sociedad de mercadeo, costaría mucho entender el placer que suponía para nosotros, los niños rurales de aquel tiempo, algo tan inocente como comprarnos una gaseosa Molina entre tres o cuatro muchachos, y dar buena cuenta de ella sentados en un huerto, a la sombra de una higuera, entre risas mostrencas y trinar de pájaros, una tarde cualquiera de las fiestas de los Cristos de septiembre, que abundaban por nuestras minúsculas aldeas extremeñas.
Muchos de nuestros juegos iban en sintonía con los cuatro elementos: del agua, los charcos y regatos callejeros donde navegaban nuestros barcos de corcha, hasta quedar encallados en algún pedrusco atravesado; del aire, las pajaritas o aviones de papel de periódico, que siempre nos decían adiós aterrizando en los tejados; de la tierra, las figurillas que salían de algún pequeño trozo que nos regalaba el cacharrero mientras contemplábamos extasiados su faena; y del fuego, la magia de los cuentos a la lumbre en las noches invernales... ¿Qué más podíamos pedir?
Nos pasamos la niñez declamando la pregunta tantas veces repetida: ¿Cuántu vali...? Pero a pesar de nuestra corta edad, algo por dentro nos iba enseñando el verdadero valor de las cosas, y así fuimos, casi sin darnos cuenta, advirtiendo que “sólo el necio confunde valor y precio”, tal y como nos contase sabiamente Quevedo; pues nosotros, tímidamente, íbamos ya rumiando por dentro estas cosas, y descubriendo que aquello que más satisfacción nos proporcionaba, generalmente era gratis. Era gratis, pues, el eco mágico que nos lanzaban los pozos al gritar nuestro nombre desde el brocal…; eran gratis los enormes canchos donde inventábamos aventuras prehistóricas mientras nos llegaba el olor de la hierba recién segada; eran gratis los palos y retamas que servían para construir nuestras cabañas y reinos de fantasía…; gratis eran las vardascas de olivo que se transformaban en espadas de los Mosqueteros…; eran gratis las piedras saltarinas que cortaban sigilosas el agua de las lagunas…, y los botes de lata de las papillas, que se convertían en zancos con dos pequeñas cuerdas añadidas… Y por ser gratis, era gratis hasta el miedo y la emoción indescriptible que nos hacía correr como gamos en todas las direcciones, huyendo a veces de la nada… o tal vez huyendo, sin saberlo (al igual que hoy), de un futuro incierto, y buscando, quizá, un espacio atávico insospechado, un lugar donde dejar en seguro aposento nuestras vidas.
JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
sábado, 27 de febrero de 2021
¡Señórah y señórih!
Al llegar al pueblo cualquier furgoneta o camioneta con trazas un tanto exóticas, los niños corrían detrás, y hasta incluso por delante, como en unos sanfermines pueblerinos y bullangueros, hasta que el vehículo se detenía y era rodeado por la chiquillería, con caras expectantes, igual que los indígenas cercan a los exploradores que se adentran en el poblado... Sin saber muy bien por qué, los niños autóctonos tenían la sospecha de que todo lo que llegase de lejos podía ser portador de novedades que viniesen a tumbar la monotonía propia de la endogamia local, que era prima hermana del aburrimiento.
Entre los muchos visitantes que alteraban el tedio rural, junto a vendedores, mendigos, charlatanes, ciegos cantarines y otros tantos que nos contaron nuestros mayores, estaban también los comediantes, agrupados en el versátil reino de los "títarih" (títeres), palabra comodín de la Alta Extremadura que servía para aglutinar a todo tipo de actuaciones llegadas del exterior, y que a la postre se convertían en un elemento de evasión para aquellas vidas labriegas marcadas de claroscuros.
El legendario alguacil del pueblo (con su corneta igualmente legendaria) echaba por las calles el consabido pregón para alertar a los vecinos de la actuación de marras, casi siempre nocturna, que venía a poner un punto de relajo a la dura jornada campestre.
Comediantes, magos, cabras funambulistas, pequeños circos humildes al aire libre... Todos formaban parte del mágico mundo de los "títarih". Esforzados artistas de ropas poco lustrosas, que se desplazaban por los caminos polvorientos de la España campesina... "¡Éhta nochi hay títarih", se escuchaba comentar a los viandantes. Cualquier cosa que llegase de fuera era bienvenida, pues había entre los aldeanos una gran fascinación por todo lo foráneo, y un espíritu un tanto histriónico que abundaba también entre los propios habitantes del lugar. El público era poco exigente; era un público agradecido que sonreía de manera espontánea como sonríen los niños, porque en el fondo eran niños con arrugas y dientes salteados, que respondían a todo con una expresión infinita de agradecimiento.
En la película "El viaje a ninguna parte”, de Fernán Gómez, se recoge con acierto la vida de los sufridos comediantes, en la que podemos ver con bastante aproximación lo que pudo ser la historia de aquellos nómadas del divertimento rural, suministradores de un bálsamo cuasi milagroso para la vida y el alma de quienes esperan no más allá de un rato de escape para sus vidas recias.
Nada más partir los comediantes, dejaban una impronta en los pueblos que daba sus frutos casi de inmediato, con actuaciones que luego eran replicadas por niños y jóvenes entusiastas de la localidad. De esta forma, por calles y rincones proliferaban las representaciones de todo tipo, con niños inopinadamente titiriteros que imitaban todo lo que fuese novedoso en aquel pequeño microcosmos ávido de cualquier innovación advenediza... Nos subíamos a lo alto de un cancho (a veces con más participantes que espectadores), declamando, a todas horas, el famoso y recurrente "¡¡Señoras y señores, a continuación les presentamos...!!" Después, por ejemplo, salían unos niños por detrás de una “engarilla” (alguno con más vergüenza que otra cosa) haciendo los andares propios de los payasos. Llevábamos a cabo distintas representaciones, rara vez ensayadas, y casi siempre fruto de la improvisación: malabares con unos palos arrancados a unas tarmas, o con piedras de guijarro... o tal vez atolondradas escenas cómicas de lo más surrealista. El espectáculo era observado por algunos adultos que pasaban de un lado para otro en sus quehaceres corraleros, y detenían sus pasos un instante. Era corriente contemplar la escena de un hombre soltando la calderilla de patatas en el suelo, y parándose a observar sonriente el buen hacer de los eventuales artistas, sorprendido quizá con alguna sobrina que resultaba tener dotes para la tonadilla, cantando con desparpajo La falsa moneda, que de mano en mano va y ninguno se la queda... Y nosotros allí, como dueños falsarios de las calles, erre que erre, lo mismo en días fríos y nublados, que puestos a "la calvotera del sol"... lo mismo bajo un cielo despejado, que bajo un cielo aborregado que anunciase lluvias venideras. Nosotros siempre a lo nuestro, siguiendo el curso de la niñez alocada, sin un cuaderno de bitácora donde anotar errores y rencores, que inmediatamente eran borrados de cara a la jornada siguiente, como en una pizarra escolar cualquiera.
En otras ocasiones eran los jóvenes del pueblo (o incluso algunos adultos rumbosos) los que recogían el testigo dejado por los comediantes, y se enfrascaban en elaboradas obras teatrales ensayadas durante largo tiempo en las oscuras noches invernales, para ser luego representadas en fechas señaladas. Actuaciones en su mayoría ejecutadas con más entusiasmo que otra cosa, ciertamente, pero siempre con gran mérito y alejadas de este reino actual de aparatejos digitales en el que estamos inmersos, donde las cosas visibles y palpables fueron desplazadas por el reino espurio de lo virtual, que viene a ser algo así como el reino de la nada.
Los capitalinos llegados de Madrid, nos hablaban del famoso Circo Price, y de elefantes sentados en taburetes... o de chimpancés vestidos con peto y camisa de cuadros como el “Locomotoro” de los Chiripitifláuticos… Nos hablaban de fieras obedientes al látigo del domador... y hasta incluso de Pinito del Oro y otras excelsas figuras circenses que habían contemplado en grandes actuaciones en los madriles… Nos volvían la cabeza loca con esto como con casi todo, para impresionarnos constantemente, cosa que conseguían con suma facilidad.
En algunos pueblos había salones reservados al efecto, tanto municipales como particulares, provistos de bancos de madera, un rudimentario escenario de tabla elevado sobre el suelo, y un pequeño cuartucho para el cambio de ropa. Tampoco resultaba extraño encontrarnos algún telón raído, de color granate, con el polvo acumulado de los años... En tiempo de bonanza climatológica, las actuaciones eran al aire libre, donde el asiento corría a cargo del espectador, que, con la silla a cuestas, pasaba por las calles veraniegas camino de la función, y a veces con un pequeño “tajo” (taburete) de corcho, ideal para los más pequeños de la casa... "Ehhh, váih pa loh títarih..., nusótruh no sé si irémuh, pues Juan ehtá algu cansáu ehta nochi..."
Los antiguos comediantes se alojaban en primitivas posadas rurales, donde el cuarto de baño era una cuadra, y a veces actuaban con sueño, o arrastrando dramas personales, compartiendo así sus cuitas con las penas de los aldeanos, que venían a ser más o menos las mismas, intercambiando tan sólo un poco de asfalto urbano por unas "cagalutas" de cabra sobre suelo de tierra… Todos, oriundos y forasteros, en el fondo eran víctimas de las vicisitudes de un destino que no dejaba "títere" con cabeza.
A lo largo de los años quedaron anécdotas guardadas en los archivos populares que llenaban las “talegas” de la tradición oral; entre ellas, algunas también referidas a estos cómicos aventureros que se dejaban caer por allí... Recuerdo unas cuantas escuchadas repetidas veces en mi entorno familiar. La primera, sobre unos comediantes allá por los años cuarenta, que volcaron la furgoneta a su paso por “El pontón” (milenario y majestuoso puente romano sobre el río Alagón), cayendo desde lo alto. Cuentan que el vehículo llevaba unos colchones de lana atados en la parte superior, de tal forma que les sirvieron de "airbag", pudiendo salvar sus vidas al impactar los colchones sobre los pedruscos y malezas que flanqueaban el monumento. Salvaron el pellejo en un milagro que podríamos definir entre lastimoso y “cómico”. Hazaña ésta tan sólo superada por la de un lugareño (en una historia con tintes de realismo mágico), acaecida igualmente en el susodicho puente. Relatan que el citado paisano (borrachín para más señas), al subirse al pretil del puente, para montar en el burro, un inoportuno desequilibrio etílico lo hizo volar puente abajo; pero, al parecer, iba envuelto en un “cobertón” de la época, para abrigarse del frío invernal, y éste se extendió inesperadamente haciendo las veces de paracaídas y permitiéndole aterrizar entre la maleza cual águila tomando tierra, saliendo indemne del lance y sacudiéndose cuatro pajas de la chaqueta... tal vez emulando al tío Juanillo de la popular canción, que cayó por el puente de Aranda pero no se mató. La tercera historia trata de la formidable actuación de un mago que acompañaba a unos cómicos (o quizá fuese uno de ellos), y que en un juego de cartomancia hizo desaparecer la carta del tres de bastos, apareciendo ésta inserta en el cigarro de un paisano con boina y cara despistada, que se andaba fumando el naipe sin sospecharlo, ante la perplejidad de los presentes que no daban crédito a lo que estaban viendo. La cara bobalicona del pobre aldeano, era un poema ante las risas del respetable... y la comidilla de aquel lance mágico y jocoso, pasó a formar parte del acervo popular de mi pequeño pueblo natal.
Algunos niños rurales tenían grandes dotes para la comedia, y lo expresaban de las formas más variopintas posibles, buscando "faruseles" (ropas y trapos viejos) que pillaban por casa de los abuelos... y telones hechos con sábanas viejas de madres y abuelas, colocados en cualquier rincón callejero... A todas horas se les escuchaba gritar (al principio en un forzado castellano, y después en un relajado extremeño local): ¡¡Señórah y señóriiihhh!!, como una atronadora llamada de atención que se repetía a modo de martillo pilón, pues las actuaciones eran cortas y se sucedían sin solución de continuidad.
Los espectáculos circenses que llegaron antiguamente a las aldeas, no pasaban más allá de algunos humildes circos con artistas callejeros, y algún esporádico animal malnutrido: tal vez algún oso que se ponía de manos al son de un pandero... y cosas así. Finalizaban casi siempre con la subasta de una botella de coñac o algo por el estilo. Pero un buen día de aquella infancia lejana, mira tú por dónde, nos llegó al pueblo un circo por todo lo alto, con leones, carpa, payasos, malabaristas y toda la pompa propia de un gran espectáculo que ni por asomo hubiésemos sospechado que pudiera recalar en nuestro modesto pueblecillo. No sabíamos muy bien cómo pudo llegar allí, a un rincón como el nuestro, de cabras, higos chumbos y escobas de baleo a la puerta... pero lo cierto es que allí estaba. Tal vez fue en medio de algún compás de espera entre ciudades o poblaciones mayores, como recuerdo vagamente que alguien comentó. En cualquier caso nos encontramos de repente todo un despliegue de camiones, carteles, y un amplio colorido inédito por aquellos lares, en una plaza de tierra sita en la zona alta del pueblo, junto a un gran pozo de granito y un abrevadero de cantería para las bestias. Y como era de esperar, todo el pueblo se revolucionó ante el inesperado acontecimiento, y los niños pasábamos las horas muertas husmeándolo todo, y escrutando los distintos elementos novedosos de aquel enorme entramado circense; en especial un remolque en forma de jaula con barrotes, donde echaban la siesta unos leones esqueléticos, que se mostraban ante nosotros indiferentes, sin ningún signo de fiereza, y sin dignarse en mirar nuestras caras expectante de niños rurales que nada parecíamos importarles.
Y por fin llegó el gran día tan esperado. Todos allí, bajo la carpa, sentados y extasiados. Vimos pasar delante de nuestros agrandados ojos, a payasos, domadores, fieras, una elegante trapecista, y toda la estética que habíamos visto sin duda en alguna parte... no sé... tal vez en los dibujos abigarrados de colores del juego de La Oca que había en el teleclub del pueblo. Pero, curiosamente, en los días previos, lo que más atrajo la atención de los pequeños que pululábamos por las inmediaciones del circo, fue un humilde cohete espacial que estaba aparcado por allí, marginado junto a la pared de un viejo corral, de aspecto descuidado y con varios rayones sobre su pintura blanca. Estaba ligeramente inclinado… como un tanto renqueante y con dudosa planta de haber afrontado hazañas exosféricas. Era más bien como un pobre cohete desahuciado que no hubiera pasado el casting de la NASA, habiendo quedado condenado a deambular por los espectáculos circenses, y a ganarse la vida como la mujer barbuda o el mítico gigante de Altzo... Ni que decir tiene que nuestra imaginación se disparó mucho más allá de las intenciones del estático cohete, y empezamos a especular mil cosas sobre aquel artefacto espacial. Alguien comentó que probablemente sería el cohete del hombre bala, pero aquello nos desconcertó mucho más aún. La mayoría estábamos convencidos de que dicho artilugio había llegado en varias ocasiones a la luna, y que aquellos arañazos en la pintura no eran otra cosa que el deterioro propio de sus constante visitas al cercano satélite... Incluso eran reputados de ignorantes los que dudaban de tales aseveraciones; a fin de cuentas la luna era un pequeño astro amigable que estaba al alcance nuestro cada noche, un poco por encima de las chimeneas, y no más allá de cien veces la altura del campanario, como llegó a sentenciar alguno de los sabiondos infantes que rodeaban al humilde artefacto, con un gesto adusto heredado seguramente de algún antepasado... En fin, aquello de ir a la luna debía ser algo relativamente accesible, pues por aquellas fechas andaba reciente el alunizaje del Apolo XI, con la voz pausada y redicha de Jesús Hermida, que la gente pudo ver en los televisores de los bares, a través de una espesa cortina de humo de tabaco negro. Pero lo cierto es que el circo se fue, y el cohete misterioso nos dejó con la intriga. Se marchó cargado en un sobrio remolque, sin más, saltando sobre las piedras de guijarro, calle arriba, hasta perderse por una sombría carretera flanqueada de eucaliptos gigantes y moreras. Entonces comprendimos, en una de las primeras lecciones infantiles de nuestra vida, que las cosas que miran hacia las alturas, a veces quedan relegadas al reino del barro y de las piedras, dejándonos un poso de frustración, y prefigurando lo que podrían ser en un futuro las numerosas ínsulas baratarias de nuestro destino.
Nuestra niñez siempre tuvo un poco de aquellos personajes nómadas, y estuvo trufada de aventuras recreadas en decorados inconfundiblemente nuestros, con robustos estrados de granito y puertas viejas de madera pardusca y ajada, que ponían el fondo de escenario a nuestra infancia bellotera... Nuestra vida infantil, sí, era como un pequeño sainete en medio de la tragicomedia que acontecía a nuestro alrededor. Las luces y las sombras se alternaban como parte de un binomio del que nosotros tomábamos tan sólo el lado más amable, desechando deliberadamente lo gris. En el fondo todo era como un juego infantil donde encontrar un subterfugio para nuestro divertimento, mientras la alegría y la tristeza, irremediablemente, bailaban frente a frente una jota extremeña “al pardear”.
JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS