sábado, 25 de marzo de 2023

Entrañable asimetría


Aquellas casas antiguas eran de nuestros abuelos, de padrinos, tíos, vecinos… o incluso, sí, también nuestras propias casas, las casas de nuestros padres heredadas de generaciones anteriores, donde llegamos a nacer y a vivir, y que fueron, sobre todo, el marco habitual de nuestras vidas frágiles y aguerridas a un tiempo. Estaban conformadas por una arquitectura hermosa y arbitraria, con parras y poyos que nos recibían a la entrada, donde había una  “alpendá” (portalillo) que servía de sombra en los soles ardientes del verano, o de refugio en las lluvias repentinas. 

Las construcciones de las viviendas pertenecían a un mundo mágico y anárquico, en consonancia con las propias calles de la época, alejadas de la escuadra y el cartabón de la estricta simetría que pasó a dominarlo todo años después. Por contra, en aquel tiempo, conocimos un bello desafío a la lógica, que podíamos encontrar en cualquier parte: chimeneas en los tejados (distintas en forma y tamaño) como discretas centinelas de las calles…; un pajar sostenido por puntales sinuosos, o unas escaleras de granito sin pasamanos, inspiradas, quizá, en el campanario de la iglesia. 

Aquellas paredes gruesas de las casas, eran un fortín que custodiaba los afectos alojados en su interior, a la par que entraba el frío por las “talleras” (rendijas) de puertas y ventanas, muchas de ellas sin marco, acopladas directamente a las jambas de granito, en un claro desafío a la moderna eficiencia energética tan en boga en nuestros días. Al igual que las cortinas en las estancias, que abundaban como un recurso económico frente a las puertas de interior, facilitando un insospechado aire acondicionado natural.

Las casas de los abuelos eran frías, pero guardaban un calor humano que compensaba el déficit térmico... Caía la noche, y llegábamos corriendo desde el extremo opuesto del pueblo; quitábamos la tranca y aparecían los rostros sonrientes, curtidos, desdentados, cargados de un amor impropio de este tiempo. De repente, abrazos y besos cotidianos lo inundaban todo, y la felicidad parecía estar servida. 

Había, con frecuencia, un corral incorporado a la casa, y una perra color canela llamada "Caneli" (para qué andar con más complicaciones), que nos recibía a la puerta, moviendo el rabo, a la espera de algún “cohcúrru” de pan que llevábamos oculto y lanzábamos al aire, a sabiendas de que la Caneli lo atraparía al vuelo en un salto circense.

Los pozos gozaban de un papel inestimable en los serenos de la entrada, o incluso en el interior de casas y corrales; a veces compartidos con vecinos colindantes, con robustas puertas medianeras y un cerrojo a ambas partes, siendo el pozo un humilde árbitro del reparto menesteroso del agua. En no pocas ocasiones coincidían los vecinos sacando el agua desde sus respectivas viviendas: “Saca tú primeru, que yo no tengu prisa”. El problema, un tanto cómico, se daba cuando la relación entre ambos no era de lo más placentera, y tenían que afinar el oído al objeto de evitar inoportunas coincidencias…  Eran pozos de aguas duras (pH alto) no aptas para el consumo humano, aunque sí para dar de beber a los diversos animales de la fauna doméstica. Sus aguas eran frescas y su fondo más oscuro que las zonas abisales de los mares profundos.

En las paredes encaladas podíamos ver repisas decoradas con morteros de almirez, molinillos para el café torrefacto (portugués), faroles de aceite y candiles oxidados, que a veces, también, colgaban de un gancho desde el techo, como una espada luminosa de Damocles que recordase a los ocupantes de la morada la fragilidad de su existencia. Todo ello ornamentado con las omnipresentes botellas vacías de anís El Mono, usadas para las noches jacarandosas de las matanzas, acompañadas de algún sifón de los años 40, procedente de un antiguo bar que hubo en la vivienda muchos años atrás. La luz de la bombilla, de intensidad limitada y tonos ocres, convertía las cosas en estampas color sepia; porque Edison, vete tú a saber, nos dejó quizá una versión recortada de su descubrimiento, en forma de bombillas rácanas, pensadas en exclusiva para nuestras aldeas extremeñas.

Los suelos eran de un cemento antiguo, fino y brillante, que con el tiempo y la humedad adoptaba manchas caprichosas que disparaban nuestra imaginación, viendo en ellas, no sé..., caras espectrales (al modo de las famosas caras de Bélmez)…, o caballos galopando hacia la nada…; o tal vez siluetas de ángeles con las alas extendidas, queriéndonos dar mensajes indescifrables.

De las paredes colgaban retratos (retocados a carboncillo) de abuelos, bisabuelos y familiares que se fueron a hacer las américas y no volvieron nunca más; o cuadros religiosos (pendiendo de un cordón) que vendían los santeros por las calles; tal vez de San Antonio, o la Virgen del Carmen con el niño sentado en el regazo, repartiendo escapularios a las ánimas del purgatorio que pugnaban por salir de las llamas purificadoras; o de ángeles de la guarda ayudando a los niños a cruzar pasarelas inestables sobre ríos de aguas bravas y precipicios sobrevolados por águilas.

El alma de las casas estaba en torno al chupón (chimenea) donde lucía majestuosa la lumbre, como una madraza amorosa que aglutinara a sus hijos en torno a ella. La chimenea solía llevar una humilde repisa, decorada con cuatro cachivaches en desuso, y en la pared cercana a la lumbre, estaba el escaño centenario cubierto de cojines de lana, como el máximo lujo permitido. Y ante nosotros, la inolvidable imagen del hollín, el fuelle atizando la lumbre y esparciendo cenizas; el puchero y el gato friolero dispuesto a chamuscarse a cambio de un calor impagable…; las “ehtrébih” (trébedes) y llares recubiertas de una capa tan negra como la piel curtida de los antepasados... Y todo allí, frente a las llamas bailarinas, sabias y amorosas, destinadas a dar paz a nuestras cuitas, con los abuelos dormidos junto a ellas, felices de tenernos recostados a su lado. 

Las trojes (que gozaron aquí de un relato completo) estaban hechas de paredes de adobe, o de tapia, que era la versión low cost del adobe, preparada en cajones de madera, con barro y toda suerte de desechos: zapatos viejos, trapos, tablas quebradas, tejas rotas, etc. Junto a las ventanillas de las trojes, había dos planchas de pizarra dando a la calle, de desigual medida, que servían de soporte para tablones que aguantaban, a su vez, macetas de flores, o hacían las veces de secadero de pimientos, higos, tomates y demás productos autóctonos.

La oscuridad presidía las bodegas, que eran lóbregas y frescas, con tinajas de aceite, tablones colgados en lo alto, jarras de barro, ollas con chorizos… y artesas con olor al adobe matancero. Bodegas que un buen día, por los ochenta, fueron reconvertidas en cuarto de aseo. Cuántas veces escuché la anécdota de un gato que tuvimos, llamado Toribio (yo apenas lo recuerdo) que hacía frecuentes visitas a la bodega de la vecina, y en un salto acrobático para alcanzar la tabla de los manjares, un mal cálculo lo hizo ir a parar a la tinaja del aceite, consiguiendo salir de ésta milagrosamente. Acto seguido se revolcó en la lancha de la lumbre, para mermar su capa oleosa, dejando después un fenomenal reguero de aceite en ambas casas. Numerosas investigaciones al efecto, resolvieron por fin el misterio del “felino llegado del aceite”, que podía ser el título de un libro infantil de aventuras.

Paredes de adobe y cal, cóncavas y convexas…; poyos de los cántaros a la entrada...; queseras de madera con tres patas (infalibles en suelos irregulares)…; palanganeros de hierro pintados de color metálico, que daba el efecto de una plata falsaria…; botijos con tapón de corcha…, tinajas para beber sin escrúpulos, con plato y puchero de porcelana...; techos irregulares con vigas de distinto grosor...; puertas desencajadas…, balcones oxidados con musgo en las repisas de granito, por donde nunca se atrevieron a escalar los Reyes Magos en la infancia de nuestros mayores (esa excusa ponían sus majestades)…; ventanas ajadas, por cuyos cristales hendidos podíamos ver las cigüeñas del campanario y el alocado vuelo de los vencejos en las tardes veraniegas… En fin, una interminable lista de cosas de imprecisa hermosura. Como podemos apreciar, casi nada era recto, salvo la rectitud de conducta de algunos paisanos que aún se regían por la palabra dada y otros principios inamovibles heredados desde la noche de los tiempos. 

Las plantas bajas olían a humedad y las altas nos dejaban el aroma a maderas de castaño que abundaban en las vigas de las salas superiores, con suelos de tablas “amachambráh” (machihembradas) y balcones, a veces solitarios, o a veces en pareja. Al fondo de estas salas, dos minúsculas habitaciones con cortinas, que contenían antiguas jergas para dormir en su interior, formadas con tablones colocados en un poyo de adobe en la cabecera, y una burrilla de palo a los pies, donde se fueron de este mundo nuestros bisabuelos; algunos, incluso, sobre un misérrimo colchón de centeno, o tal vez de “borra” (hermana pobre de la lana). En dos de aquellas salas de madera, en casa de mis abuelos maternos (cuando la casa fue casino y pensión), escuché cosas acontecidas en el pasado, algunas gratas, y otras quizá para borrarlas con cepillo en la pizarra triste de la historia. Allí estuvieron alojados un ingeniero y un ayudante que vinieron a hacer los primeros sondeos del imponente pantano de Gabriel y Galán. Me cuentan que marchaban por el día a sus quehaceres en un coche de la época, y al regreso, traían las cantimploras llenas de agua de la fuente de El Salgaero, famosa en aquellos contornos por su exquisita agua. Ambos dormían al fondo de la citada sala de madera. El ingeniero, descansaba en un pequeño cuarto, sobre una cama con catre de hierro e interruptor de “pera” para la luz, y el ayudante se conformaba con el cuarto de la humilde jerga.

En aquella misma sala, cuando la casa fue casino en los años cuarenta, pasaban las tediosas tardes de domingo las parejas de novios, en pequeñas camillas con falda y brasero, y un café de puchero acompañado de una rosca bañada en azúcar, viendo por el cristal de la ventana el pobre deambular grisáceo de la vida campesina en los pequeños ratos de asueto dominical. En la sala contigua estaban las mesas destinadas a las partidas de cartas, que transcurrían entre vocerío hombruno y humareda de tabaco de liar… En el patio de abajo, las mesas de mármol recibían los golpes secos y agudos del dominó… y un minúsculo mostrador adosado a la pared, se usaba para servir el vino peleón, y algún vermut en los días festivos, que ya se tomaba por aquellos entonces a pesar de los tiempos austeros. Junto al patio de abajo, un gran salón de baile, de techo alto y robustas vigas, donde el músico se colocaba encima de un mesón, amenizando el ambiente con su acordeón, mientras una de sus hermanas cobraba la entrada a la puerta, y el resto de la gente bailaba o se sentaba en unos bancos de tiras de madera, que desde niño vi por todas partes, haciendo ya las veces de soporte de sacos y talegas… Mi madre, siendo muy niña, se hacía la dormida en aquellos bancos del baile, para guardar el sitio a una pareja de novios a cambio de un inocente caramelo, mientras la música sonaba desde lejos, como en un eco atemporal llegado desde las páginas más agridulces de la memoria: “Y se oye a cada paso la voz de un hombre, que a la luna que sale le da su queja...”

A partir de los años setenta, y especialmente en los ochenta, asistimos impertérritos a la demolición de la arquitectura popular, que nos dejó parcialmente huérfanos de nuestros mágicos escenarios de la niñez aventurera. Nadie fue verdaderamente consciente de lo que se perdía, mientras las huestes de la modernidad tomaban las aldeas, arrasando con cualquier elemento levantisco que osara resistirse a los maléficos espíritus rectilíneos, que avanzaban voraces como los orcos en el Señor de los Anillos. Las víctimas, ya las conocemos: parras, poyos, portales, pozos, rincones… Ahora, en este convulso siglo XXI, ha vuelto una cierta sensibilidad por lo ancestral, a través del turismo, las casas rurales, la estética retro... y esa servidumbre hacia las modas tan propia de nuestro tiempo, modas que igual que vienen se van. Para este propósito ha habido, incluso, que hacer recreaciones antiguas con elementos actuales: vigas de hormigón que simulan ser de madera, ventanas de aluminio lacado que simulan ser de nogal... En fin, un mundo virtual que simula ser real, pero “buenas son mangas después de pascuas” que nos diría Don Quijote,  y bienvenida sea esta impostada imitación de lo antiguo, aunque en muchos casos haya llegado tarde al rescate del reino de la belleza perdida. 

A nada que cerremos los ojos, podemos ver instantáneas de aquellas humildes viviendas de nuestro agreste pasado rural: Escobas de baleo en los rincones, o escobillones de palma para limpiar los techos de madera, con telarañas y polvo que llenaban los ojos de basura a los que osaban mirar hacia arriba con ánimos de limpieza… “Cucarrachos” de la troje que caían por las grietas del techo, durante el desayuno, con tan buena suerte que nos golpeaban en el dorso de la mano y rebotaban hacia el hule del mapa de España, pataleando bocarriba en la provincia de Teruel, mientras dábamos vueltas a la leche con el cucharón… Camillas cojas, calzadas con un cacho de “bornio” (trozo de desecho del corcho)…; alacenas en las paredes de cocinas y habitaciones, por donde entraban y salían duendes con la cara idéntica a nuestros amigos de correrías… Arcas de castaño y baúles forrados con latas color verde, engalanados de chinchetas que formaban las iniciales de las bisabuelas que un día los recibieron como parte del ajuar… Cajas de brasero, cazos de corcha para el gazpacho..., cuernos para la sal... y perchas de hierro y madera, con sombreros de paja y un par de campanillos que un abuelo colgó décadas atrás cuando vendió el ganado.

Y así vamos, en esto como en todo, cabalgando desmelenados a lomos del progreso, en un mundo que ha renunciado a sus vínculos, sin advertir que “el emperador está desnudo”. A veces toca tirar de prudencia frente a las mayorías, y convenir, con Mark Twain, de que “es más fácil engañar a la gente que convencerla de que ha sido engañada”.

Aún encontramos algunas de estas casas por ahí, sostenidas a golpe de ondulines y puntales, como estampas perdidas en los felices años de la niñez, plagadas de humedades en los cercos, telarañas en los techos, chirridos de puertas olvidadas y corrientes de aire que cruzan como fantasmas que ignorasen la presencia humana… Al entrar en ellas, las hallamos tristes, lentas, tiritonas…, como los últimos ancianos que las habitaron; pero, de repente, al penetrar en su interior y abrir el cuarterón de una ventana, la luz del sol nos devuelve una bocanada de recuerdos afables, de imágenes fugaces y extrañas sensaciones, donde una implacable máquina del tiempo nos traslada a escenas ya vividas. Nos vemos abrumados de nostalgia, y un nudo en la garganta nos paraliza, como estatuas de sal ancladas al recuerdo... Nos quedamos en silencio, y sólo oímos la carcoma de los travesaños, o de una modesta silla que logró sobrevivir atrincherada en un rincón…; y en la quietud más profunda, parecen escucharse algunas voces reconocibles, que intentan hablarnos desde lo más lejano de la remota infancia, como parafonías llenas de amor que aún dicen que nos quieren; voces que retumban y perviven entre las oquedades, saltando caprichosas las barreras del espacio-tiempo. Nos vemos allí, sin sospecharlo, rodeados de una “entrañable asimetría” que nos devuelve la belleza de las cosas pasadas, y con ella, quién sabe, la esperanza de saber que nada se pierde para siempre.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS

 

sábado, 4 de junio de 2022

¿Cuántu vali?


 Cuando un día, inopinadamente, abrimos el arcón de la troje, bajo la pobre luz de una linterna de petaca con la pila casi agotada, allí estaban todos nuestros recuerdos de la infancia, deslumbrados, como pequeños seres de otra dimensión paralela, que hubiesen perdido la esperanza de ser devueltos a la luz un día. En distintas cajas y bolsas se nos iban mostrando nuevamente, esperando ser reconocidos, como polizones que hubiesen regresado a nuestras vidas viajando escondidos en la máquina del tiempo. Nos miraban con timidez, sabiéndose cómplices de nuestro pasado, y hasta incluso, quizá, guardianes de secretos que a nadie nunca le contamos… En ese instante, sentimos hacia ellos un claro sentimiento de ingratitud. Se nos revelaba, de repente, un largo repertorio de fósiles de un pasado infantil, que la amnesia de nuestras vidas levantiscas aparcó en algún cuarto trastero de la memoria. Algunos de aquellos objetos estaban asociados a canciones y olores, que afloraban de golpe ante la presencia de unos ojos ligeramente llorosos. Allí estaban las “peonas” (peonzas)…; los cromos sujetos por una goma podrida…; un yoyó con una cuerda de guita que en su día reemplazó a la cuerda original; una muñeca bizca y despeinada... o un viejo reloj de juguete que siempre marcó la misma hora... Y allí estaba también, cómo no, la caja de zapatos con los indios y vaqueros de plástico, enredados entre ellos, en actitud poco beligerante, después de una larga tregua sin batallas… El olor inconfundible a telas y alcanfores de abuelas enlutadas, ponía la guinda a todas las formas posibles de melancolía.  En ese mismo instante comprendimos que tal vez un día, muchos años atrás, fuimos felices, o casi felices… sin el “soma” del consumismo compulsivo de nuestros días, que a veces necesitamos para llenar vacíos inexplicables. Nuestra infancia agreste, por contra, se diría que fue muy poco consumista y en absoluto virtual. Fue una infancia, en cambio, de experimentación directa de los cinco sentidos; a veces marcada por chichones, arañazos y heridas que dejaron su impronta en la piel del pasado, que apenas apreciamos en la piel del presente. 

La imaginación y los recursos naturales que abundaban en nuestro entorno, hacían que cualquier cosa pudiera convertirse en un juguete: tal vez, por ejemplo, unos aros de alambre que tirábamos sobre un palo pinchado en la tierra, con buen tino, ante la sonrisa cómplice de un septuagenario con sombrero de paja, que se adentraba en el corral con paso cansino.

A nuestros pueblos ya iban llegando algunas chucherías de la galaxia urbana: Chupa Chups, chicles Bazooka, pastillas de leche de burra, caramelos de cubalibre o monedas de chocolate recubiertas de papel plateado, que nos sumían en el dilema de comerlas o conservarlas impolutas como parte de un cofre inexistente… Pero quizá, por encima de todo, en nuestro recuerdo más primario, estaban los inocentes confites, amontonados en grandes recipientes de cristal en un rincón del mostrador del comercio, que nos dejaban los labios teñidos de color morado o rosa, como una alegoría, quizá, de nuestra infancia, a ratos “confitada” y a ratos agridulce, pero que apenas nos afectaba, como hábiles escapistas que éramos de todo aquello que nos resultase hostil.

Un clásico entre los clásicos, era, cómo no, el negocio de los gusanos de seda (del que hablamos por aquí en alguna ocasión), que nos haría ricos en un futuro cercano (nadie lo discutía), cuya empresa nos tenía a todas horas colgados de las moreras que había en las carreteras escasamente transitadas, que se alternaban con gigantescos eucaliptos, y a las cuales teníamos que gatear hasta las “pingollas” (partes más altas), pues las ramas al alcance de la mano estaban sobradamente saqueadas por los más patosos o perezosos.

En nuestro inventario de objetos lúdicos sitos en la parte trasera de la casa, estaban los “tiraores” (tirachinas de fabricación casera)…,  las llantas de bicis desprovistas de radios, que hacían las veces de “roangas”(aros de metal), que a golpe de palo daban mil vueltas al pueblo, armando un estruendo tal, que hacía ladrar a los perros y salir escopetados a los gatos hacia las parras más cercanas... Había chavales, incluso, que improvisaban sus juguetes con ingenio magistral, como pequeños artesanos multidisciplinares de un tiempo de ingenio con olor a corral. Luego mostraban, ufanos, sus prototipos en el poyo de la casa: tal vez unos muñecos articulados hechos de alambre eléctrico de colores, o un futbolín de un cajón de madera y palos de encina debidamente tallados. Los curiosos se arremolinaban alrededor para ver los prodigios creados, e intentar imitarlos, generalmente sin éxito.

Las niñas, con el dinero ahorrado, adquirían en las tiendas gomas para saltar, y los niños compraban “bóluh” (canicas)  y “peonas” (peonzas), entre los escasos cachivaches que estaban a la venta en aquellos pequeños comercios de supervivencia. 

Siempre había una mujer en cada pueblo que vendía las cuatro golosinas que colmaban de sobra nuestras expectativas. Se colocaban los domingos y festivos en algún lugar transitado, con una cesta, y el resto de los días recibían en su propia casa, con mucha paciencia, las llamadas inoportunas de los infantes, que apartábamos apresuradamente la cortina y gritábamos:  “¡Tía Paulaaaa, me dé uhté un chupachúh…!”

El ahorro de las comuniones daba un plus extraordinario que podía devenir en compras de mayor envergadura, preferentemente la estrella entre todas las estrellas: la ansiada bicicleta, que se compraba en Ahigal o Plasencia con la ayuda adicional de padres y abuelos, pues a veces las huchas eran portadoras de escasos fondos, en un mundo campesino donde el dinero aún era un fulano con escaso predicamento. La bicicleta lucía rutilante por las calles de tierra, repleta de guardabarros brillantes y una corte de pequeños chavales con los ojos saltones corriendo detrás del artilugio, debatiéndose entre la envidia y la admiración. De repente, el afortunado propietario, daba un frenazo con escasa destreza, y se hacía el silencio…, y aquellos correcaminos que engrosaban el séquito bicicletero, hacían atropelladamente al ciclista la pregunta tantas veces escuchada: “Cuántu te ha cohtáu...”

La pequeña paga dominical, en cambio, daba para poca cosa, aunque a veces resultaba ampliada por la asignación de abuelos y padrinos, regalándonos un pequeño arreón de consumismo… Cuántas veces, después de recibir el aguinaldo, escuchábamos de nuestras abuelas aquello de: “¿Ya te hah gahtáu lah pérrah que te di el domingu pasáu…?” y acto seguido, buscando la complicidad de alguna vecina, le espetaban:  “Ehti emputeci toah lah pérrah que le dan en golosáh…” En ocasiones las pagas de las abuelas y madrinas eran en especies, y de esta forma, con una galleta o caramelo íbamos “aviáuh” (arreglados). Las galletas tenían un toque rancio, después de largo tiempo guardadas en alguna oscura alacena de la bodega, en aquellos años donde las fechas de caducidad eran un chiste de mal gusto.

Nosotros fuimos replicando el trueque de nuestros antepasados a través del canje de toda clase de objetos lúdicos, como pequeños mercaderes fenicios del tiempo que nos tocó vivir. Así pues, eran materia de intercambio los cromos de futbolistas, con Santillana, Pirri, Arrúa, Irazusta... y en particular los pocos futbolistas cacereños que había por los años setenta; no más allá de un tal Ciriaco y otro tal Melo, que eran dos placentinos que jugaban en el Sporting de Gijón y el Atlético de Madrid respectivamente; nos llenaba de orgullo leer en los cromos su lugar de nacimiento, quizá con ese complejo endémico de ver a Extremadura siempre en el vagón de cola de todo lo moderno y actual. Los cromos podían ser intercambiados por los citados gusanos de seda…, y estos últimos, a su vez, por alguna “matraca” de tabla…; pero en aquellos menesteres de cambalaches infantiles, los más pequeños y pardillos podíamos ser objeto de engaño por los avispados muchachones del lugar, que con sonrisa socarrona se miraban entre ellos, cómplices de pequeñas maldades heredadas siglo a siglo desde la picaresca medieval. 

Allá por los setenta y primeros ochenta, a nuestras aldeas carpetovetónicas arribó de golpe una suerte de adolescencia desordenada con aires de ciudad, y desde esa irreverente cultura importada, nos llegaron también los futbolines, que ocuparon su espacio en bares y salones de baile, y aquellas galácticas máquinas de marcianos que se colocaban a la entrada de las tabernas, y que emitían unos extraños chillidos diabólicos que algunos muchachos lugareños imitaban con castizos silbidos y onomatopeyas propias de la vida agropecuaria. Por ese mismo tiempo irrumpieron también los billares franceses de tres bolas, y alguna mesa de ping pong de fabricación casera, carteada de tanto sentarse encima en las tediosas tardes de domingo... Nos vino todo de repente, sí, como una hojarasca de modernidad malcriada, dispuesta a arrasar con todo lo propio, sin delicadeza, como llegó la compañía bananera al Macondo de los Buendía, desplazando abruptamente sus discretas formas de vida sostenidas a lo largo de las generaciones. Por desgracia, nos movíamos en un ecosistema muy frágil y extremadamente maleable, donde la más mínima injerencia exterior podía alterar el orden establecido.

A diferencia de los adolescentes de nuestro tiempo, influenciados en exceso por una publicidad invasiva, y por youtubers..., influencers... y demás personajes cibernéticos del más variado pelaje, nuestra adolescencia, en cambio, fue más rudimentaria. Nuestra estética era más bien una estética de fotomatón, una pubertad con rostro pánfilo y acné juvenil, con el flequillo caído hacia un lado, y la camisa desabotonada con una cinta de cassette (grabada) en el bolsillo delantero. 

La mítica feria de Ahigal (largamente mencionada por aquí), era todo un acontecimiento en nuestras vidas silvestres; se diría que era lo más aproximado al consumismo y la grandiosidad propia de las urbes. Tenía un colorido y una arrogancia metropolitana que nos deslumbraba, y suponía todo un acontecimiento en nuestras vidas espartanas… Hasta nuestras madres nos relataban sus visitas infantiles a la citada feria, décadas atrás, acompañadas de sus amigas, donde montaban en una pequeña noria desde donde podían sentirse volar por encima de tejados y chimeneas, o degustar un trozo de turrón de las turroneras de La Alberca...  Allí gastaban las perras chicas y gordas que sacaban en los versos de mayo, y hasta incluso las monedas de dos perras, llamadas popularmente “del tío sentao”, que luego usaban los hombres para jugar a la “rayuela” sobre la tierra socarrada, en las soporíferas tardes dominicales… Eran tiempos donde las niñas pequeñas podían desplazarse solas al pueblo de al lado sin peligro alguno, en un mundo de escasa maldad, hermandad en la pobreza y calles llenas de puertas abiertas…; eran tiempos, sí, donde los valores centenarios aún no habían sido suplantados por un mundo desnortado que a buen seguro acabará sus días chapoteando en su propia decadencia.

Si nosotros éramos poco consumistas, los niños de antaño aún lo fueron menos. La mayoría no tuvieron ni siquiera adultos sensibles y mínimamente preocupados por el divertimento de los más pequeños, que en no pocas ocasiones estaban ocupados igualmente en tareas agropecuarias, y el mayor detalle que podían recibir de sus mayores, era algún primitivo columpio en los días de matanza. En cambio, a algunos más afortunados (muy pocos), sus padres o hermanos mayores, muy mañosos ellos, les confeccionaban juguetes con recursos naturales, como, tal vez, carros de palo, cunas de corcha... o carretillas de tabla, reutilizando los restos de las materias primas y demás deshechos caseros disponibles, en una clara e insospechada sostenibilidad, a años luz del tocomocho actual de la obsolescencia programada. 

Nuestros mayores, de pequeños, gastaban parte de sus pocas perras en chochos (altramuces), algo que nosotros aún pudimos repetir en aquellas décadas sesenteras y setenteras; costumbre que debía proceder de la noche de los tiempos, si recordamos, por ejemplo, aquel poema de Góngora, referido a unos niños después de recibir la paga dominical: ... “Darános un cuarto mi tía la ollera. / Compraremos de él  (que nadie lo sepa) / chochos y garbanzos para la merienda”. 

En los escasos televisores de la localidad, ya nos bombardeaban con los juguetes y artilugios del momento: Scalextric, Geyperman, Cinexin, Magia Borras, la Señorita Pepis... y demás reclamos publicitarios que a los pueblos apenas nos llegaban, no más allá de algún niño de los madriles que los traía de vez en cuando, y que provocaba un impacto inmediato en los peques aldeanos, sentados junto al umbral de sus casas veraniegas; pero nosotros teníamos la calle y el campo por bandera, y aquello resultaba insuperable frente a las limitadas propuestas que nos mostraba el consumismo emergente. Esos mismos niños urbanos que nos llegaban cargados con su efímero reino de plástico, se lanzaban a las calles como si no hubiera un mañana, cambiando los pasos de cebra por pasos de burros y cabras, o montando, con sombrero de paja, en la trilla de los abuelos…, y acababan sucumbiendo al encanto de nuestra libertad y escenarios sublimes por los que transcurrían nuestras correrías, deseando, como locos, volver de verano en verano a nuestro mundo fascinante de espacios inabarcables, donde todo estaba abierto a la improvisación y la inventiva.

En los días festivos nos íbamos a las puertas de los bares a batirnos el cobre recogiendo “platillos”, (chapas de las bebidas) como el que busca pepitas de oro. Los platillos daban mucho de sí para infinidad de juegos. Y allí andábamos como locos, machando y aplastando platillos con piedras de guijarro, como niños trogloditas a la puerta de la cueva, dejando nuestros dedos impregnados con un intenso olor a cerveza El Gavilán.

Hoy, en nuestra sociedad de mercadeo, costaría mucho entender el placer que suponía para nosotros, los niños rurales de aquel tiempo, algo tan inocente como comprarnos una gaseosa Molina entre tres o cuatro muchachos, y dar buena cuenta de ella sentados en un huerto, a la sombra de una higuera, entre risas mostrencas y trinar de pájaros, una tarde cualquiera de las fiestas de los Cristos de septiembre, que abundaban por nuestras minúsculas aldeas extremeñas. 

Muchos de nuestros juegos iban en sintonía con los cuatro elementos: del agua, los charcos y regatos callejeros donde navegaban nuestros barcos de corcha, hasta quedar encallados en algún pedrusco atravesado; del aire, las pajaritas o aviones de papel de periódico, que siempre nos decían adiós aterrizando en los tejados; de la tierra, las figurillas que salían de algún pequeño trozo que nos regalaba el cacharrero mientras contemplábamos extasiados su faena; y del fuego, la magia de los cuentos a la lumbre en las noches invernales... ¿Qué más podíamos pedir?

Nos pasamos la niñez declamando la pregunta tantas veces repetida: ¿Cuántu vali...? Pero a pesar de nuestra corta edad, algo por dentro nos iba enseñando el verdadero valor de las cosas, y así fuimos, casi sin darnos cuenta, advirtiendo que “sólo el necio confunde valor y precio”, tal y como nos contase sabiamente Quevedo; pues nosotros, tímidamente, íbamos ya rumiando por dentro estas cosas, y descubriendo que aquello que más satisfacción nos proporcionaba, generalmente era gratis. Era gratis, pues, el eco mágico que nos lanzaban los pozos al gritar nuestro nombre desde el brocal…; eran gratis los enormes canchos donde inventábamos aventuras prehistóricas mientras nos llegaba el olor de la hierba recién segada; eran gratis los palos y retamas que servían para construir nuestras cabañas y reinos de fantasía…; gratis eran las vardascas de olivo que se transformaban en espadas de los Mosqueteros…; eran gratis las piedras saltarinas que cortaban sigilosas el agua de las lagunas…, y los botes de lata de las papillas, que se convertían en zancos con dos pequeñas cuerdas añadidas… Y por ser gratis, era gratis hasta el miedo y la emoción indescriptible que nos hacía correr como gamos en todas las direcciones, huyendo a veces de la nada… o tal vez huyendo, sin saberlo (al igual que hoy), de un futuro incierto, y buscando, quizá, un espacio atávico insospechado, un lugar donde dejar en seguro aposento nuestras vidas.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS

sábado, 27 de febrero de 2021

¡Señórah y señórih!

Al llegar al pueblo cualquier furgoneta o camioneta con trazas un tanto exóticas, los niños corrían detrás, y hasta incluso por delante, como en unos sanfermines pueblerinos y bullangueros, hasta que el vehículo se detenía y era rodeado por la chiquillería, con caras expectantes, igual que los indígenas cercan a los exploradores que se adentran en el poblado... Sin saber muy bien por qué, los niños autóctonos tenían la sospecha de que todo lo que llegase de lejos podía ser portador de novedades que viniesen a tumbar la monotonía propia de la endogamia local, que era prima hermana del aburrimiento.

Entre los muchos visitantes que alteraban el tedio rural, junto a vendedores, mendigos, charlatanes, ciegos cantarines y otros tantos que nos contaron nuestros mayores, estaban también los comediantes, agrupados en el versátil reino de los "títarih" (títeres), palabra comodín de la Alta Extremadura que servía para aglutinar a todo tipo de actuaciones llegadas del exterior, y que a la postre se convertían en un elemento de evasión para aquellas vidas labriegas marcadas de claroscuros.

El legendario alguacil del pueblo (con su corneta igualmente legendaria) echaba por las calles el consabido pregón para alertar a los vecinos de la actuación de marras, casi siempre nocturna, que venía a poner un punto de relajo a la dura jornada campestre.

Comediantes, magos, cabras funambulistas, pequeños circos humildes al aire libre... Todos formaban parte del mágico mundo de los "títarih". Esforzados artistas de ropas poco lustrosas, que se desplazaban por los caminos polvorientos de la España campesina... Éhta nochi hay títarih", se escuchaba comentar a los viandantes. Cualquier cosa que llegase de fuera era bienvenida, pues había entre los aldeanos una gran fascinación por todo lo foráneo, y un espíritu un tanto histriónico que abundaba también entre los propios habitantes del lugar. El público era poco exigente; era un público agradecido que sonreía de manera espontánea como sonríen los niños, porque en el fondo eran niños con arrugas y dientes salteados, que respondían a todo con una expresión infinita de agradecimiento.

En la película "El viaje a ninguna parte”, de Fernán Gómez, se recoge con acierto la vida de los sufridos comediantes, en la que podemos ver con bastante aproximación lo que pudo ser la historia de aquellos nómadas del divertimento rural, suministradores de un bálsamo cuasi milagroso para la vida y el alma de quienes esperan no más allá de un rato de escape para sus vidas recias.

Nada más partir los comediantes, dejaban una impronta en los pueblos que daba sus frutos casi de inmediato, con actuaciones que luego eran replicadas por niños y jóvenes entusiastas de la localidad. De esta forma, por calles y rincones proliferaban las representaciones de todo tipo, con niños inopinadamente titiriteros que imitaban todo lo que fuese novedoso en aquel pequeño microcosmos ávido de cualquier innovación advenediza... Nos subíamos a lo alto de un cancho (a veces con más participantes que espectadores), declamando, a todas horas, el famoso y recurrente "¡¡Señoras y señores, a continuación les presentamos...!!" Después, por ejemplo, salían unos niños por detrás de una “engarilla” (alguno con más vergüenza que otra cosa) haciendo los andares propios de los payasos. Llevábamos a cabo distintas representaciones, rara vez ensayadas, y casi siempre fruto de la improvisación: malabares con unos palos arrancados a unas tarmas, o con piedras de guijarro... o tal vez atolondradas escenas cómicas de lo más surrealista. El espectáculo era observado por algunos adultos que pasaban de un lado para otro en sus quehaceres corraleros, y detenían sus pasos un instante. Era corriente contemplar la escena de un hombre soltando la calderilla de patatas en el suelo, y parándose a observar sonriente el buen hacer de los eventuales artistas, sorprendido quizá con alguna sobrina que resultaba tener dotes para la tonadilla, cantando con desparpajo La falsa moneda, que de mano en mano va y ninguno se la queda... Y nosotros allí, como dueños falsarios de las calles, erre que erre, lo mismo en días fríos y nublados, que puestos a "la calvotera del sol"... lo mismo bajo un cielo despejado, que bajo un cielo aborregado que anunciase lluvias venideras. Nosotros siempre a lo nuestro, siguiendo el curso de la niñez alocada, sin un cuaderno de bitácora donde anotar errores y rencores, que inmediatamente eran borrados de cara a la jornada siguiente, como en una pizarra escolar cualquiera.

En otras ocasiones eran los jóvenes del pueblo (o incluso algunos adultos rumbosos) los que recogían el testigo dejado por los comediantes, y se enfrascaban en elaboradas obras teatrales ensayadas durante largo tiempo en las oscuras noches invernales, para ser luego representadas en fechas señaladas. Actuaciones en su mayoría ejecutadas con más entusiasmo que otra cosa, ciertamente, pero siempre con gran mérito y alejadas de este reino actual de aparatejos digitales en el que estamos inmersos, donde las cosas visibles y palpables fueron desplazadas por el reino espurio de lo virtual, que viene a ser algo así como el reino de la nada.

Los capitalinos llegados de Madrid, nos hablaban del famoso Circo Price, y de elefantes sentados en taburetes... o de chimpancés vestidos con peto y camisa de cuadros como el “Locomotoro” de los Chiripitifláuticos… Nos hablaban de fieras obedientes al látigo del domador... y hasta incluso de Pinito del Oro y otras excelsas figuras circenses que habían contemplado en grandes actuaciones en los madriles… Nos volvían la cabeza loca con esto como con casi todo, para impresionarnos constantemente, cosa que conseguían con suma facilidad.

En algunos pueblos había salones reservados al efecto, tanto municipales como particulares, provistos de bancos de madera, un rudimentario escenario de tabla elevado sobre el suelo, y un pequeño cuartucho para el cambio de ropa. Tampoco resultaba extraño encontrarnos algún telón raído, de color granate, con el polvo acumulado de los años... En tiempo de bonanza climatológica, las actuaciones eran al aire libre, donde el asiento corría a cargo del espectador, que, con la silla a cuestas, pasaba por las calles veraniegas camino de la función, y a veces con un pequeño “tajo” (taburete) de corcho, ideal para los más pequeños de la casa... "Ehhh, váih pa loh títarih..., nusótruh no sé si irémuh, pues Juan ehtá algu cansáu ehta nochi..."

Los antiguos comediantes se alojaban en primitivas posadas rurales, donde el cuarto de baño era una cuadra, y a veces actuaban con sueño, o arrastrando dramas personales, compartiendo así sus cuitas con las penas de los aldeanos, que venían a ser más o menos las mismas, intercambiando tan sólo un poco de asfalto urbano por unas "cagalutas" de cabra sobre suelo de tierraTodos, oriundos y forasteros, en el fondo eran víctimas de las vicisitudes de un destino que no dejaba "títere" con cabeza.

A lo largo de los años quedaron anécdotas guardadas en los archivos populares que llenaban las “talegas” de la tradición oral; entre ellas, algunas también referidas a estos cómicos aventureros que se dejaban caer por allí... Recuerdo unas cuantas escuchadas repetidas veces en mi entorno familiar. La primera, sobre unos comediantes allá por los años cuarenta, que volcaron la furgoneta a su paso por “El pontón” (milenario y majestuoso puente romano sobre el río Alagón), cayendo desde lo alto. Cuentan que el vehículo llevaba unos colchones de lana atados en la parte superior, de tal forma que les sirvieron de "airbag", pudiendo salvar sus vidas al impactar los colchones sobre los pedruscos y malezas que flanqueaban el monumento. Salvaron el pellejo en un milagro que podríamos definir entre lastimoso y “cómico”. Hazaña ésta tan sólo superada por la de un lugareño (en una historia con tintes de realismo mágico), acaecida igualmente en el susodicho puente. Relatan que el citado paisano (borrachín para más señas), al subirse al pretil del puente, para montar en el burro, un inoportuno desequilibrio etílico lo hizo volar puente abajo; pero, al parecer, iba envuelto en un “cobertón” de la época, para abrigarse del frío invernal, y éste se extendió inesperadamente haciendo las veces de paracaídas y permitiéndole aterrizar entre la maleza cual águila tomando tierra, saliendo indemne del lance y sacudiéndose cuatro pajas de la chaqueta... tal vez emulando al tío Juanillo de la popular canción, que cayó por el puente de Aranda pero no se mató. La tercera historia trata de la formidable actuación de un mago que acompañaba a unos cómicos (o quizá fuese uno de ellos), y que en un juego de cartomancia hizo desaparecer la carta del tres de bastos, apareciendo ésta inserta en el cigarro de un paisano con boina y cara despistada, que se andaba fumando el naipe sin sospecharlo, ante la perplejidad de los presentes que no daban crédito a lo que estaban viendo. La cara bobalicona del pobre aldeano, era un poema ante las risas del respetable... y la comidilla de aquel lance mágico y jocoso, pasó a formar parte del acervo popular de mi pequeño pueblo natal.

Algunos niños rurales tenían grandes dotes para la comedia, y lo expresaban de las formas más variopintas posibles, buscando "faruseles" (ropas y trapos viejos) que pillaban por casa de los abuelos... y telones hechos con sábanas viejas de madres y abuelas, colocados en cualquier rincón callejero... A todas horas se les escuchaba gritar (al principio en un forzado castellano, y después en un relajado extremeño local): ¡¡Señórah y señóriiihhh!!, como una atronadora llamada de atención que se repetía a modo de martillo pilón, pues las actuaciones eran cortas y se sucedían sin solución de continuidad.

Los espectáculos circenses que llegaron antiguamente a las aldeas, no pasaban más allá de algunos humildes circos con artistas callejeros, y algún esporádico animal malnutrido: tal vez algún oso que se ponía de manos al son de un pandero... y cosas así. Finalizaban casi siempre con la subasta de una botella de coñac o algo por el estilo. Pero un buen día de aquella infancia lejana, mira tú por dónde, nos llegó al pueblo un circo por todo lo alto, con leones, carpa, payasos, malabaristas y toda la pompa propia de un gran espectáculo que ni por asomo hubiésemos sospechado que pudiera recalar en nuestro modesto pueblecillo. No sabíamos muy bien cómo pudo llegar allí, a un rincón como el nuestro, de cabras, higos chumbos y escobas de baleo a la puerta... pero lo cierto es que allí estaba. Tal vez fue en medio de algún compás de espera entre ciudades o poblaciones mayores, como recuerdo vagamente que alguien comentó. En cualquier caso nos encontramos de repente todo un despliegue de camiones, carteles, y un amplio colorido inédito por aquellos lares, en una plaza de tierra sita en la zona alta del pueblo, junto a un gran pozo de granito y un abrevadero de cantería para las bestias. Y como era de esperar, todo el pueblo se revolucionó ante el inesperado acontecimiento, y los niños pasábamos las horas muertas husmeándolo todo, y escrutando los distintos elementos novedosos de aquel enorme entramado circense; en especial un remolque en forma de jaula con barrotes, donde echaban la siesta unos leones esqueléticos, que se mostraban ante nosotros indiferentes, sin ningún signo de fiereza, y sin dignarse en mirar nuestras caras expectante de niños rurales que nada parecíamos importarles.

Y por fin llegó el gran día tan esperado. Todos allí, bajo la carpa, sentados y extasiados. Vimos pasar delante de nuestros agrandados ojos, a payasos, domadores, fieras, una elegante trapecista, y toda la estética que habíamos visto sin duda en alguna parte... no sé... tal vez en los dibujos abigarrados de colores del juego de La Oca que había en el teleclub del pueblo. Pero, curiosamente, en los días previos, lo que más atrajo la atención de los pequeños que pululábamos por las inmediaciones del circo, fue un humilde cohete espacial que estaba aparcado por allí, marginado junto a la pared de un viejo corral, de aspecto descuidado y con varios rayones sobre su pintura blanca. Estaba ligeramente inclinado… como un tanto renqueante y con dudosa planta de haber afrontado hazañas exosféricas. Era más bien como un pobre cohete desahuciado que no hubiera pasado el casting de la NASA, habiendo quedado condenado a deambular por los espectáculos circenses, y a ganarse la vida como la mujer barbuda o el mítico gigante de Altzo... Ni que decir tiene que nuestra imaginación se disparó mucho más allá de las intenciones del estático cohete, y empezamos a especular mil cosas sobre aquel artefacto espacial. Alguien comentó que probablemente sería el cohete del hombre bala, pero aquello nos desconcertó mucho más aún. La mayoría estábamos convencidos de que dicho artilugio había llegado en varias ocasiones a la luna, y que aquellos arañazos en la pintura no eran otra cosa que el deterioro propio de sus constante visitas al cercano satélite... Incluso eran reputados de ignorantes los que dudaban de tales aseveraciones; a fin de cuentas la luna era un pequeño astro amigable que estaba al alcance nuestro cada noche, un poco por encima de las chimeneas, y no más allá de cien veces la altura del campanario, como llegó a sentenciar alguno de los sabiondos infantes que rodeaban al humilde artefacto, con un gesto adusto heredado seguramente de algún antepasado... En fin, aquello de ir a la luna debía ser algo relativamente accesible, pues por aquellas fechas andaba reciente el alunizaje del Apolo XI, con la voz pausada y redicha de Jesús Hermida, que la gente pudo ver en los televisores de los bares, a través de una espesa cortina de humo de tabaco negro. Pero lo cierto es que el circo se fue, y el cohete misterioso nos dejó con la intriga. Se marchó cargado en un sobrio remolque, sin más, saltando sobre las piedras de guijarro, calle arriba, hasta perderse por una sombría carretera flanqueada de eucaliptos gigantes y moreras. Entonces comprendimos, en una de las primeras lecciones infantiles de nuestra vida, que las cosas que miran hacia las alturas, a veces quedan relegadas al reino del barro y de las piedras, dejándonos un poso de frustración, y prefigurando lo que podrían ser en un futuro las numerosas ínsulas baratarias de nuestro destino.

Nuestra niñez siempre tuvo un poco de aquellos personajes nómadas, y estuvo trufada de aventuras recreadas en decorados inconfundiblemente nuestros, con robustos estrados de granito y puertas viejas de madera pardusca y ajada, que ponían el fondo de escenario a nuestra infancia bellotera... Nuestra vida infantil, sí, era como un pequeño sainete en medio de la tragicomedia que acontecía a nuestro alrededor. Las luces y las sombras se alternaban como parte de un binomio del que nosotros tomábamos tan sólo el lado más amable, desechando deliberadamente lo gris. En el fondo todo era como un juego infantil donde encontrar un subterfugio para nuestro divertimento, mientras la alegría y la tristeza, irremediablemente, bailaban frente a frente una jota extremeña “al pardear”.

JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS


domingo, 14 de junio de 2020

Cuando nada se oía



Todo era paz y silencio, en una calle cualquiera de nuestra infancia, una calle quizá poco transitada, con dos o tres corrales y un par de viviendas... De repente, de esquina a esquina, como saliendo de la nada, pasaba un torbellino de niños corriendo y gritando; después se escuchaban sus vocecillas alejarse hasta perderse en lontananza, volviendo la quietud a imperar como norma en la calle solitaria donde nada se oía, si acaso el leve ruido del maltratado plato de una bombilla en la pared, ligeramente movido por el aire.

Los pueblos alternaban momentos bullangueros con profundos silencios. De aquellas bullas y algarabías del pasado ya hablamos largamente, y ahora nos vamos a centrar en la mística del silencio... Hagamos un ejercicio de memoria para volver a reencontrarnos con aquellos sosiegos insuperables. Fueron pequeños instantes, momentos bellos que, quizá, nos pasaron desapercibidos, pero que ahora, al recordarlos, nos dejan un poso de felicidad del que en su día no fuimos debidamente conscientes.

A cualquiera que viviese en una calle un poco retirada, le bastaba con asomarse un momento apoyado en el quicio de la puerta, para vivir un rato de reposo y silencio, de ese silencio exactamente aquí relatado, aunque el silencio pudiese verse alterado en cualquier instante por alguna vecina jacarandosa y resuelta, asomada a su respectiva puerta.¡Ehhh Petra, vaya un airuchu que se acaba de levantal…!”

Las viejas en las solanas, por momentos dejaban de hablar, y quedaban allí, estáticas, con el inapreciable movimiento de los dedos sobre la aguja, convertidas en estatuas de bronce coronadas con sombrero de paja... Mientras tanto, a su alrededor no se escuchaba nada, si acaso el liviano movimiento de las hojas de una parra.

En este ambiente de paz y reposo, jugaban un papel destacado los “serenos” de las casas. Esos lugares interiores al descubierto, de suelos pétreos y parras verticales, se tornaban en sosegados claustros medievales, donde sus privilegiados moradores quedaban al margen de la calle, gozando de la paz monacal y gatuna que allí se respiraba... Qué suerte dormir en una habitación que diese a un sereno, exento de ruidos callejeros. En los serenos se sentaban a coser las viejinas, junto al gato que se desperezaba tumbado sobre las lanchas de cantería, mientras todo invitaba a la calma.

Cuántas veces pudimos contemplar escenas como ésta: Un niño en una calle, al cuidado de la abuela, haciendo equilibrios sobre una piedra elevada... De repente, la voz estridente de la anciana rompía el silencio, con ese fatalismo secular de nuestros mayores: "Ehtoy viendu que te cais... ¡ehtoy viendu que te caaaaais!"; porque las abuelas, sí, siempre repetían la misma frase dos veces, y la segunda vez con un todo elevado, amenazante, acompañado de un mohín desdentado, y una mirada acusadora por encima de las gafas caídas.

Y ya puestos a imaginar, podemos aventurarnos a proyectar en nuestra mente escenas de la vida de nuestros mayores, con gran aproximación a lo ocurrido… Podemos imaginar… no sé, a alguno de nuestros abuelos en pleno campo al terminar la jornada; sentándose a descansar en un cancho, mientras limpia con su antebrazo el sudor de la frente, en la calma absoluta del atardecer… Allí, en la soledad de un prado verde y florido (como fondo de un lienzo impresionista), mirando el cielo rojizo en la cresta de las sierras, entre vencejos revoloteando los aires y el olor a poleo de un regato cercano.

A veces, en la serenidad primaveral de los campos, entre una paz inusitada con olor a escobas, podíamos escuchar a lo lejos los balidos de las ovejas y sus campanillos..., o a diversos pájaros, algunos ya extintos; pero eran ruidos diluidos en el sosiego de los campos, ruidos compatibles con la propia naturaleza del silencio... Hasta incluso, al detener nuestros pasos, escuchábamos levemente el ruidecillo eléctrico de los cables de las torretas de la luz.

Grillos, chicharras, cucos, cárabos nocturnos, ruiseñores en los álamos de los arroyos... y demás pequeña fauna con sus ruidos amables, se integraban en la paz de los paisajes, como miembros de pleno derecho de aquella hermosa cofradía del silencio.

Nadie mejor que los niños que cambiamos bruscamente el pueblo por el asfalto, para percibir ese frente acústico metropolitano, que nos tocó encarar en la nueva existencia urbanita... Incluso desde nuestra habitación, al dormir, nos invadían constantes y molestos ruidos nocturnos de coches, motos estridentes, camiones de la basura cargando y descargando... Nada que ver con nuestro pasado pueblerino. Fue ahí, en esos pequeños detalles, donde empezamos a maliciarnos de que no era todo oro lo que nos habían vendido.

Hasta la luna guardaba silencio en las noches de agosto... De niño miraba los imponentes cielos estrellados del estío, y me veía a mi mismo flotando y avanzando entre los astros, imaginando un silencio sideral inexplicable con palabras, tan sólo alterado por los grillos incansables de la noche veraniega.

Uno de los declarados enemigos del silencio rural, era... sí, efectivamente, lo habéis adivinado, el reloj del campanario, que nos devolvía sin delicadeza al mundo de los vivos, con su inoportuna insolencia de bronce, bajándonos bruscamente desde las nubes hacia el suelo de rollos de nuestra calle. Al escuchar los castañazos del badajo, todo volvía a su sitio, y la realidad se hacía cruelmente presente... A propósito de este asunto, desde niño escuché una anécdota real, que podría encajar perfectamente en cualquier novela de Camilo José Cela. Un hombre del pueblo, por los años 50, tenía tal facilidad para expeler ventosidades a placer, que cuando caminaba por las calles, al sonar las campanadas del reloj, a cada golpe respondía con un cuesco seco y sonoro, y aunque sonasen las doce no importaba... Lo hacía simplemente como un juego, como un divertimento que pusiese el contrapunto en el tragicómico discurrir de las vidas campesinas... Cuentan los testigos que nuestro original protagonista ni siquiera se reía, ni estaba al tanto de que hubiese o no espectadores contemplando la escena. Era un ritual inserto en su rutina cotidiana, donde lo escatológico se hacía soluble en el realismo mágico de las pequeñas aldeas... Aquellos cuescos hombrunos y garbanceros, frecuentes rompedores del silencio, a veces cortos, o a veces prolongados, formaron parte de la banda sonora de nuestra infancia.

Y cómo no, una vez más toca citar a los felinos, esos grandes maestros del silencio, expertos funambulistas de repisas y tejados, capaces de acariciar las tejas en las horas silentes de la siesta, sin hacer ruido alguno, como si fuesen hologramas que pasasen de puntillas por la vida aldeana, convirtiéndolo todo en las tomas falsas de alguna película donde alguien hubiese bajado el volumen para siempre...

Otra de las múltiples escenas que pudieran ilustrar este texto, podría ser la siguiente: por una calle tranquila, de repente escuchamos por la ventanilla de una cocina, a una madre temperamental gritando a un niño: "¡Cómite toah lah patátah, no me déjih en el platu picapláhtah!" (picaplastas: restos de comidas)... Los silencios, como podemos ver, eran sobradamente frágiles: tan pronto estaban como inopinadamente desaparecían...

Uno de los momentos mágicos de contraste entre el sosiego y la algazara infantil, se daba en los trigales durante el mes de mayo. Los pájaros bajaban como corsarios de los aires al asalto del trigo… Inmediatamente, un palo sobre un bote de hojalata, en manos de una niña, rompía en un instante la paz allí encontrada... y los pequeños piratas volanderos levantaban el vuelo, sabedores de tener incontables oportunidades de asaltar el botín... A lo lejos se escuchaban voces infantiles oxeando pájaros con aprendidas cancioncillas que se llevaba el aire tranquilo de la tarde. Era una lucha sin cuartel, sí, entre ruidos y silencios, una lucha irreconciliable, donde los primeros fuesen Montescos y los segundos Capuletos.

Nuestros abuelos en su mayoría estaban un poco tenientes, y nos obligaban a hablarles en voz alta. "Háblame reciu" (háblame alto) nos decían. Y nosotros le hablábamos recio, para romper el silencio que habitaba sus sorderas. Después nos decían cosas pesimistas y graciosas, como: "Ehtoy ca vez máh sordu; los viejus tenémuh ya muchuh calendáriuh (calendarios: achaques de la edad). Aunque el peor calendario de todos, era el propio calendario colgado en la pared, que les recordaba su paso implacable camino del silencio último.

¿Qué campesino que se precie, no dio alguna cabezada a la sombra de una encina, o quizá de una higuera? Las hojas de las higueras hacían las veces de celosías, por las que se colaban los rayos del sol, que por momentos deslumbraban al sufrido durmiente, espabilándole ligeramente el sueño. Luego, todo volvía a la quietud y al ronquido, hasta que en otro instante cualquiera, le caía una breva en la cabeza, como a Newton le cayó la manzana. La ley de la gravedad que regía aquellas vidas locales, era distinta a la de Newton…, era una gravedad trufada de duelos y quebrantos, y no precisamente cervantinos.

En la hora de siesta el pueblo entero estaba un poco "asorongáu" (adormitado), y cualquier ruido perturbaba el descanso de los parroquianos, en esa franja sagrada del día donde todo quedaba a merced de la misericordia de los viandantes, cuando un simple rebuzno de un burro en un corral, equivalía al Do de pecho de un tenor…, o una patada a un bote callejero, a una traca valenciana por San José...; y una "roanga" (aro metálico infantil sacado de una llanta de bicicleta), rodando por las calles, podía recordar al estruendo de un carruaje decimonónico... La suerte estaba echada, y el reposo puesto en almoneda.

Y así una larga retahíla de silencios y momentos de paz dignos de recordar: el silencio de las trojes, con el ruido sutil de la carcoma…; el silencio de los pajares, con algún moscón intermitente…; el silencio de las estancias húmedas y olvidadas, con retratos de antepasados y telarañas hacendosas…; el silencio de las casas de los abuelos, con el fuego hipnótico de la lumbre, y las sombras proyectadas bailando sobre las paredes de cal…; el silencio del estío, con labriegos y bestias cabizbajas volviendo como tristes guerreros derrotados…; el silencio después de las tormentas, asomados a puertas y ventanas…; el silencio profundo de la noche, madrugada adentro, tan sólo alterado por el breve chillido de alguna lechuza imperceptible sobrevolando los tejados… el silencio… el silencio...

De aquella magia de la quietud vivida…, de aquella serenidad y su magisterio, pudimos entender la importancia inadvertida del silencio, y hasta incluso la conveniencia de guardarlo cuando la ignorancia y la soberbia se conjuran en nuestra contra; como bien nos recordase Don Pedro Calderón de la Barca en aquel irónico verso: "Cuando tan torpe la razón se halla, mejor habla, señor, quien mejor calla".

Era todo en aquel tiempo una lucha grecorromana entre claros y oscuros, siempre a merced de un orden arbitrario que alteraba nuestras vidas agrestes, pero todo se tornaba amable y distinto, en aquellos pequeños momentos, cuando la calma venía a rescatarnos como un regalo del cielo, cuando todo paraba su curso... cuando nada se oía.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS




sábado, 28 de marzo de 2020

De usted



Nunca faltaron al deber, al sacrificio, a la entrega por los suyos, al trabajo bien hecho y merecido. Los llamábamos de “usted”, sin saber que ese tratamiento implicaba un mérito ganado con sudor, ganado con arrojo...; los tratábamos de usted por inercia cultural, pero sin ser conscientes de los galones que se habían ganado a fuerza de darse sin reservas… sin esperar a cambio casi nada, como guerreros ejemplares procedentes de una estirpe humilde y anónima, que conformó también el curso de la historia.

El respeto a los mayores estaba entre las normas emanadas de la costumbre, que no hacía falta explicarlas en exceso... Ni los muchachones más gamberros, que lanzaban piedras y fiscalizaban las calles aldeanas, osaban faltar al respeto abiertamente a un anciano (otra cosa muy distinta es que lo hiciesen en petit comité, todo hay que decirlo); si acaso, todo lo más, hacían burlas y chistes por lo bajini; tal vez alguna mofa por aquí o por allá, dirigida a un viejo borrachin que pasaba por la calle desentonando antiguas canciones de la mili, pero siempre con el freno de mano echado, y conscientes del rapapolvo que se les venía encima si llegaba cualquier queja a oídos de sus progenitores.

Los mayores nos mandaban a hacer recados con suma frecuencia, y nunca fuimos capaces de negarnos. Corríamos endiabladamente a hacer cualquier mandado sin rechistar... De repente, un hombre que pasaba inopinadamente por la calle, te mandaba a su casa (que estaba al otro extremo del pueblo) a recoger una cuerda olvidada en el corral, y tú, sin más dilación ni preguntas de por medio, salías disparado, como un repartidor de pizzas del futuro, acompañado de otros dos velocirráptores, cogiendo esquinas sin mirar, sorteando burros cargados de tarmas, y viejas con calderillas de patatas. En tiempo récord estabas de vuelta con la cuerda, y, casi sin tomar tierra, se la dabas en la mano con un escueto: “Tomi uhtéd”, al tiempo que seguías el vuelo hacia tus juegos infantiles, como las golondrinas en su alocado revoloteo sorteando chimeneas.

Allá por los setenta y los ochenta, los chavales de los madriles, ya muy modernos ellos, se sorprendían al oírnos tratar de "usted" a nuestros padres, y mostraban una disimulada sonrisa, sin ocultar un cierto tonillo de superioridad. Luego nos preguntaban, aparte, el porqué de nuestro tratamiento a los mayores, a lo que nosotros, descolocados, no sabíamos realmente qué responder, pues para nosotros, ellos, los altaneros impúberes llegados del asfalto, estaban siempre a la vanguardia de las cosas, y nuestra actitud era tendente a imitarlos, sin más, aceptando como válida cualquier mercancía de procedencia urbana.

Por todas partes escuchábamos el “usted” respetuoso, ante cualquier cumplido o saludo: ¿Va uhtéh pa llá…?   / Pueh uhtéh verá… / “Y uhtéd que lo conóhca… / ¿Ha vihtu uhtéh pasal un perru que se me ha ehcapáu?...

Especialmente chocante resultaba el trato dado por las hijas a sus ancianos padres, cuidados por ellas mismas. Resultaba curioso observar el contraste, por ejemplo, cuando combinaban alguna regañina, como quien se dirige a un niño, con el tratamiento de usted, como quien se dirige a un padre: “¡Quieri uhtéh dejal de rebacal ya de una veh, que ehtá tol día rebacandu…!” (Dándole vueltas a la cabeza, generalmente en actitud pesimista).

Entre el “tú” y el “usted,” normalmente mediaba una generación, pero no siempre era así, como veremos en algunos casos verdaderamente llamativos.

Los "mozos viejos", aquellos eternos solterones de mirada retraída y cigarro adosado a la mano, eran relegados al "tuteo" hasta muy avanzada edad, aún incluso por nosotros, los más pequeños, y sobre todo por los indómitos muchachones mayores, que olían la debilidad del prójimo como los tiburones huelen la sangre... Es como si la soltería, a estos ancianos mozos, les otorgara un irónico elixir de juventud, a pesar de las arrugas bien marcadas que, en cambio, para nada respetaban el celibato rural. Era una soltería a la que, en muchos casos, no llegaban por vocación, sino más bien por su espíritu pusilánime para enfrentar las artes del galanteo, donde ni el vino peleón de la taberna consiguió redimirlos de su cortedad. Y así, de esta forma, se quedaron con el tuteo de unos y otros, como pequeños dardos envenenados que les dejaban un poso de derrota, hasta que un buen día “doblaban la servilleta” para siempre, dejándole en herencia a una sobrina, no más allá de una angosta casilla sin luces a la calle, con cuatro aperos de labranza, y un viejo burro “cojilitranca” de mirada mohína, que esperaba a la postre igualmente su final.

Las personas con alguna deficiencia mental, también estaban indefectiblemente condenas al tuteo, independientemente de su edad. Eran tratadas de tú por chicos y mayores, aunque quizá el tuteo no fuese el mayor menoscabo al que se viesen abocadas, pues había otros peores que no son materia de este texto. Podíamos ver, por ejemplo, cualquier tarde soleada de otoño, a algún pobre aldeano deficiente, ya casi anciano, sentado en un poyo al sol, con la boina torcida y la mirada hacia ninguna parte, al tiempo que unos y otros pasaban por su lado, brindándole saludos de lo más variado: a veces cariñosos y a veces un tanto guasones, mientras él contestaba de forma mecánica, con monosílabos o respuestas recurrentes, en una rueca de frasecillas pueblerinas aprendidas, usadas a modo de comodín: “Ehhh, Antoniu, ¿qué bien ehtáh ahí al sol?” / “Siiii, mu bien…”

El tratamiento de “don” y “doña”, normalmente llevaba aparejado el tratamiento de usted, independientemente de la soltería. Así pues, maestros y maestras, médicos, boticarios…, y demás gente de carrera, gozaban siempre el privilegio del “usted”; y por supuesto el cura del pueblo, por joven que éste fuera: “Don Constantinu, querémuh bautizal a la niña, pa que uhtéh lo vaya supiendu con tiempu”.

Los hombres y mujeres recién casados, mantenían el estatus juvenil por pocos años. En la medida en que iban llegando sus hijos al mundo, ellos iban adquiriendo el nuevo tratamiento de personas mayores de cara a la población menuda, a la par que las patas de gallo, y el rostro curtido por el sol de justicia de los campos extremeños, les dejaban la impronta que les servía de garantía para su nueva condición de adultos.

Un buen día, los jovenzuelos "urbano-rurales," a caballo entre el semáforo y el corral, henchidos de modernidad, decidimos cambiar el "usted" por el "tú" a todo quisqui, y las primeras víctimas fueron, cómo no, nuestros propios padres, que apenas se enteraron, pues lo hicimos con nocturnidad, en un timo verbal perfectamente dosificado. Fuimos alternando ambas formas, para que no se notase en exceso: a veces los tratábamos de usted, y otras de tú... y en la medida en que fueron bajando la guardia, se quedaron con el tú ya para siempre. A los que no fue tan fácil cambiarles el tratamiento, fue a nuestros abuelos, que aún se resistían, con esa ancestral manera de concebir el respeto jerárquico por edades, tal y como ellos lo vivieron, y nos lanzaban alguna que otra protesta en defensa propia. Pero al final, con la poca energía de quien se sabe ya vencido por los años, también fueron claudicando, derrotados, en parte, por el vertiginoso y moderno estado de cosas que se les venía encima, sin apenas tiempo para digerirlo... Fue ese mismo y moderno estado de cosas que un buen día les cambió el reloj de bolsillo por un Casio digital importado de Japón. La misma obsolescencia, sí, de un nuevo tiempo insolente donde ellos mismo sintieron, quizá, que al igual que a los yogures, les habían colocado un sello en la boina con la fecha de caducidad... Y así fueron aceptando nuestro tuteo, como fueron aceptando el resto de cosas, alternando una sonrisa con una mueca de resignación.

Fueron, y son, nuestros mayores, sí, nuestros padres y abuelos, nuestros héroes de un pasado ya olvidado… de antiguas estaciones de tren con olor a zotal…, de escobas de baleo a la puerta, de calderillas de zinc cargadas de higos chumbos…, de cántaros a la cabeza que nunca se cayeron… y de bocas desdentadas prestas siempre a la sonrisa. Fueron las últimas generaciones del “usted”, las últimas generaciones con mayúsculas, a las que nunca pagaremos en justicia. Se merecían, y se merecerán por siempre, esa atención y cariño que algunas veces les racaneamos, y ese reconocimiento, en fin, de que todo lo mucho o poco que somos se lo debemos. Cuidemos sin reserva a esos pocos supervivientes del naufragio que aún nos quedan por aquí, como reliquias de un pasado de olor a galapero, sentados, quizá, en un sillón de escay, con la mirada perdida, pero sin perder la dignidad.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS


lunes, 6 de enero de 2020

Ale, vámuh


Entre los ruidos y algarabías que retumbaban por las calles de nuestra infancia, una parte no despreciable se la llevaban los saludos y cumplidos que los aldeanos se repartían sin descanso, con la generosidad propia de las cosas que no cuestan casi nada. Lo más sorprendente, es que un buen día debieron descubrir, quién sabe, que el tono elevado en el saludo, daba mayor credibilidad al mismo. Tanto es así, que se hacía realmente complicado escuchar un cumplido en voz baja. A mayor volumen, sí, el saludo parecía ganar en certeza; así podemos intuir que quedó pactado desde muchas generaciones atrás. De esta forma, desde primeras horas de la mañana, podíamos escuchar a grito pelado el intercambio de saludos, cumplidos y parabienes tan propios de aquel tiempo aquí relatado: "Eyyy , ve con Dioh..." "Aleeee, vámuh..." "¿Váih pa’ llá? / siiii vámuh..." " Que sea pa’ bien...” "Ehhh, halaaa, vengaaaa..." "Ehhh, ¿váh pa baju? ... "¿Ya viénih...?" "¿Cómu ehtá uhtéh...?"

El inventario de saludos era muy amplio, y las circunstancias y escenas que se derivaban de los mismos, aún más. Estaba, por ejemplo, el saludo rápido y esquivo por ambas partes, que se resolvía sin perder el paso, con un repentino giro de cabeza propio de un desfile militar: "¿Vah pa’ llá...?" / "Voy pa’ llá..." Estaba, entre otros muchos, el saludo que buscaba retener al interlocutor a toda costa, donde uno ejercía de araña y otro de mosca atrapada en la tela mortal. Aquí entraba en juego la pericia de la víctima para eludir la tediosa presencia, lo cual no siempre se conseguía con éxito, pues no todo el mundo manejaba el arte de la excusa perfecta, prima hermana de la mentira piadosa... "Voy corriendu al ehtáncu ántih de que cierrin", podías poner como pretexto, pero no siempre funcionaba... Estaba también el saludo que buscaba abiertamente la complicidad y el chisme, típico del alcahuete de guardia que no faltaba en cada esquina...; y estaba, en fin, el saludo sospechosamente atento, de aquél con quien apenas tenías trato, pero que un buen día aparecía con fingida amabilidad y una atención desmedida, repetida durante varios días, hasta que al fin se desvelaba el misterio, que no era otro que el interés por un “cachimán” (pequeña parcela de terreno) o una tierra lindera que intentaba conseguir a un precio asequible, y a la que, por supuesto, se refería usando diminutivos tendentes a menoscabar el valor de la misma: "Esi cachinu de tierra que me linda allí... a vel si noh llegámuh a entendel".

No pocas veces este asunto que nos ocupa, daba lugar a escenas tragicómicas. Cuantas veces, por ejemplo, en una calleja cualquiera del pueblo, el destino te ponía ante la vicisitud de encontrarte con alguno de esos múltiples enemigos que se iban acumulando a través de las diversas pendencias surgidas en el ambiente viciado de las sociedades cerradas... De repente, mira tú, una noche cualquiera, inevitablemente ocurría: al doblar una esquina, aparecía delante de tus narices el enemigo número cuatro, bajo la luz tenue de una humilde bombilla de plato. La reacción de ambos era dar un "rejurtu" (retroceso repentino), sin cruzar palabra alguna, y maldiciendo al destino por haber colocado en un mismo tiempo y lugar a un sujeto indeseable, algo que no debía resultar extraño con tan pocas calles en juego, sin duda insuficientes para eludir por mucho tiempo a la burlona Ley de la Probabilidad.

Desde muy niño me dejó marcado (ya lo relaté en alguna ocasión) el saludo ininteligible de los hombres que pasaban con el Celtas Cortos entre los dedos amarillentos... Era un saludo escueto, ronco y tabacuno, de una forzada gravedad de chato de vino y regreso tabernero, entre las luces grises del atardecer, en un marco rural de penumbra y tristeza, que contrastaba con una sutil y bella melancolía.

Especialmente agotadores eran los saludos después de un año sin pisar por el pueblo, en las típicas visitas veraniegas (tal vez en las fiestas patronales), donde el saludo constante por aquí y por allá se convertía en una suerte de tortura, que a menudo se arreglaba con dos o tres frases hechas, repartidas a modo de octavillas verbales que íbamos lanzando a diestro y siniestro, calle arriba o calle abajo, ante la pertinaz acometida de unos y otros.

Pero de todos los cumplidos que tuvimos ocasión de vivir, el que se llevaba la palma, por curioso y pintoresco, era el saludo atento de alguna viejecilla clásica, de las de siempre, que una vez llegábamos al pueblo en vacaciones, en un tono chillón y un marcado acento extremeño, nos hacía siempre la paradójica y oportuna pregunta: "¿Habéih veníu?..." En ese mismo instante, inevitablemente, se te pasaba por la cabeza hacer la gracieta ante tus amiguetes, y contestarle a la pobre anciana algo así como: "No, llegaremos mañana." Pero inmediatamente se imponía ese respeto reverencial hacia los mayores, que en aquel tiempo era casi sagrado, y con buen criterio decidías morderte la lengua, ante las risillas de los mariachis que te acompañaban, y con un gesto de seriedad forzada, contestabas a la anciana con la cortesía que la ocasión requería... Y la anciana, como si estuviese escrito en algún guion, remataba el cumplido siempre con la segunda pregunta: "¿Habéih veníu tóh...?" "Sí, sí, hemos venido todos, tía", contestabas..., y entonces, por fin, continuaba su camino renqueante y satisfecha. Seguramente, más que a ti mismo, a quien realmente dirigía el cumplido la mujer, era a tus padres o abuelos a través de ti, en alguna deuda eterna que tenía con ellos, vete tú a saber desde cuándo ni por qué razón, pero estas cosas eran propias de las personas de aquel tiempo, donde aún quedaba gente enormemente agradecida.

El débil apretón de manos del señorito oficinista, de dedos blanquecinos y afilados, contrastaba con el violento apretón del labriego de manos anchas y “porrúas”, más dado a empuñar la “sigureja o el sacho”, y que, a nada que te pillase con la guardia bajada y la mano relajada, podía lesionarte el dedo meñique, y dejarte como en las viñetas de Mortadelo y Filemón, contándote los dedos para ver si estaban todos en su sitio, a la vez que, con un vozarrón quebrado y un ligero tufillo a coñac, te soltaba algo así como: "¡Me cagüen tooo la lechi, si no me llégah a decil naaa, ni te había conocíu"!

Uno de los peligros que acechaban al viandante desprovisto de coraza, era encontrarse a quemarropa con alguno de los pelmazos oficiales del reino, de aquellos que se habían ganado la fama a pulso, y tenían la astucia de esperar a la pieza en un lugar propicio y transitado, o a veces en dos sitios a la vez, con un extraño don de bilocación... A estos paisanos en particular, les bastaba una tímida mirada por tu parte para retenerte con algún pretexto cualquiera, que acababa en una larga retahíla de monsergas y temas intrascendentes, de cuya situación no era fácil desenredarse... Pero el culmen de esta escena, la apoteosis misma, era cuando coincidían dos púgiles de la misma naturaleza, que podían estarse en plena calle durante un tiempo indefinido hablando sin parar..., cayéndoles la pelona invernal sin apenas inmutarse, como actores secundarios de una insignificante obra cotidiana, sin más fondo de escenario que las rejas mugrientas de la ventanilla de un corral. Allí se podían eternizar, sí, perdiendo la noción del tiempo. Cuando el uno hablaba, el otro apuraba el cigarro, y viceversa. Cuando el primero hacía amago de marcharse, era retenido hábilmente por el segundo; cuando ya parecía retirarse el segundo (en un disimulado gesto de derrota), era rescatado por el primero con alguna coletilla machacona... y así todo el rato, en una interminable lucha sin cuartel, en un bucle sin salida del cual sólo podía liberarte un tercero... Tanto es así, que al final acudía al rescate un inocente niño de la familia, enviado para la ocasión, que, con voz aflautada, se dirigía al padre de esta guisa: "Que dici mama que jaci ratu que está la cena fría..."

Los saludos entre los chavales eran casi inexistentes, con la vergüenza siempre por bandera. Los niños rurales éramos tremendamente retraídos; veíamos estas cosas de los cumplidos como algo propio de señoritos, o de las películas y otras pamplinas por el estilo... Los abrazos y los afectos en general, eran poco frecuentes entre los niños varones; hasta el simple hecho de estrecharse la mano, era una rara avis entre nosotros, y en especial entre el conjunto de la tropa muchachil, que no era otra cosa que un riguroso tribunal de prejuicios... Los actos de ternura de cualquier naturaleza eran vistos como algo melindroso que nos provocaba una mezcla de sonrojo y desprecio, pues nuestras formas eran casi siempre rudas y cortantes. Nuestros saludos, pues, no iban más allá de un simple: "¿Ondi hah andáu…?" con la cabeza gacha, y en un tono hombruno y pueblerino debidamente impostado. Las niñas, sin embargo, eran mucho más afectuosas entre ellas, y más dadas a besuqueos y abrazos, algo que estaba sobradamente aceptado en su papel femenino.

Desde muy niños nos enseñaron a decir frases como "hasta mañana si Dios quiere", al acostarnos; o "buenos días nos dé dios", al levantarnos; cosa que hacíamos de manera mecánica y no siempre con el mejor talante, ciertamente. La timidez o la falta de modales mostrada por los más pequeños, enfadaba con frecuencia a nuestros mayores. Los abuelos, sin ir más lejos, nos reprochaban a menudo nuestra actitud con una palabra antigua, sacada de las arcas del pasado, y que tantas veces nos tocó escuchar: "Zurrupiu". De esta forma, ante cualquier situación en la que faltásemos al oportuno cumplido, éramos tachados de “zurrupiuh” en tono severo y gesto displicente: "Paécih un zurrupiu..., nos decían, y nos íbamos cabizbajos, con el honor de haber recibido un inesperado título, sin saber muy bien lo que era, pero con la sensación de que algo no estaba en su sitio.

El saludo entre los muchachones mayores, era un saludo varonil y gamberro, a veces en forma de silbido, y preferentemente desde lejos, para que tuviese el efecto deseado. Estos silbidos largos y castizos se escuchaban indistintamente en los pueblos y en los campos; era una forma ancestral y corriente de comunicación, que quizá hundía sus raíces en las cuevas de la prehistoria... o vete tú a saber dónde..., y hacía las veces de una tecnología de andar por casa (sin batería) para las comunicaciones a media distancia, tal y como podemos ver en los famosos silbos de La Gomera.

Andando por el campo, un día cualquiera, podíamos oír uno de estos mencionados silbidos y alzar la cabeza persuadidos de que nos reclamaban desde lo alto de algún sitio, cuando en realidad el silbido iba dirigido a algún animal despistado, o quizá se tratase tan sólo de un zagalillo aprendiendo a silbar ante la inmensidad de las vaguadas, sin llamar a nadie en particular, sino jugando tan sólo con el eco…, o experimentando sus primeros escarceos con la soledad.

Los cumplidos meteorológicos, seguramente tuvieron su origen en ambientes rurales, y luego se exportaron a las ciudades, especialmente al espacio claustrofóbico de un ascensor; pero nosotros pudimos oírlos directamente en los bellos escenarios que adornaron nuestros años menudos: “Paeci que ha refrehcáu algu… / Sí, paeci que hoy jaci ya máh frehquinu".

Algunos saludos toscos y primitivos que escuchamos en nuestra infancia, se podían canjear perfectamente por gruñidos, graznidos, balidos, chasquidos, rebuznos, relinchos… a veces onomatopeyas locales... alaridos deformes... no sé... Se mezclaban los sonidos de la naturaleza con los ruidos humanos, como en un variopinto festival acústico donde a menudo se confundiese el hombre y la tierra, como en el título de aquella serie televisiva del gran Félix Rodríguez de La Fuente.

El saludo hacia los ancianos era bastante recurrente, tanto en preguntas como en respuestas. "¿Cómu anda uhtéh, tiu Ambrosiu? / Vaaaah, ca’ veh peol hiju, loh viejuh vámuh toh pa’ baju..." Sus respuestas adivinaban un pesimismo crónico, propio de cuando las derrotas prevalecen sobre las victorias, y las cicatrices dejan marcas imborrables en los pellejos sobados por el tiempo.

La comunicación con los animales, estaba en sintonía con el ambiente de la época, y, salvo excepciones, no era especialmente amable ni abundaba mucho en delicadezas. En muchos casos solía dividirse en lo algo así como "reclamo y despedida". La llamada a los perros, podía ser quizá: “Tova tova" (frotando los dedos índice y pulgar)…, y la despedida era directamente: "Durduuuu…", dando un pisotón en el suelo... Para los gatos el acercamiento podía procurarse a través del clásico... "Míiiiisinu", y la despedida, “saaapeeee”, dando un par de palmadas en el pantalón de pana... A las gallinas, con los populares “pítah pítah" y “píruh píruh”... y en fin, a los burros, a las ovejas, a los guarrapos (cerdos), a las cabras... y al resto de la fauna doméstica se les llamaba de múltiples maneras, personalizadas por cada sujeto o incluso propias de cada localidad. Así pues, podíamos escuchar por todas partes sonidos de lo más variado y surrealista: “Túmah túmah"…, "bechi bechi"…, "raggggg"...

Aún ha perdurado la sana costumbre campestre de saludar a todo hijo de vecino que te encuentras por calles y caminos, ya sean locales o forasteros; incluso los senderistas capitalinos que recorren las rutas de nuestros pueblos, saludan a todo aquél que se tropiezan por esas sendas de dios, en una sabia adaptación a las cercanas costumbres rurales.

Según decía un tal Mark Twain, escritor y humorista, “La buena educación consiste en esconder lo bueno que pensamos de nosotros y lo malo que pensamos de los otros.” Es tan simple como eso; pero bajarse del ego debe ser como apearse de un tren en marcha al borde de un terraplén, y ese vértigo no estamos dispuestos a afrontarlo.

Tengamos a bien, al menos, seguir con los saludos y cumplidos que nos legaron nuestros heroicos antepasados, que no cuestan dinero, y aún siguen funcionando como el pegamento natural y accesible, que nos une como personas, y consigue salvar, aunque sea por un instante, nuestras torpes diferencias... Ale, venga, id con Dios.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS