sábado, 27 de julio de 2019

En buena gavilla



Al volver en vacaciones, después de nuestra diáspora bellotera por la dispar geografía ibérica, los abuelos, como por acto reflejo, siempre nos preguntaban: ¿Hah jechu gavilla pallí...?, sabedores de la importancia de la amistad en los años infantiles, donde el más leve desarraigo tira al traste los ánimos, y deja a los infantes a merced de la tristeza.

El diccionario de la RAE, define el término “gavilla” como un conjunto agrupado de sarmientos, ramas, hierbas… y claro está, también personas.

La amistad infantil, por aquellas comarcas septentrionales de la "jerriza" Extremadura, era, como todo en aquel tiempo, una amistad directa, sin medias tintas, y revestida de una impostada rudeza, donde cualquier cursilería te podía jugar una mala pasada ante las rigurosas patrullas callejeras. Tan pronto estábamos jugando tranquilos y en concordia, como de repente, sin venir a cuento, uno de tus propios amigos se ponía a lanzar piedras sin control, al grito de: ¡Avisu avisu, al que no se aparti lo guisu!”… En el fondo, quizá, aquella agresividad forzada, pudiera ser un mecanismo de defensa heredado, que dejase en evidencia los miedos ancestrales que llevábamos instalados de serie.

Las peleas y disputas formaban parte del panorama diario de nuestra vida menuda: "Ha empezáu él, que me ha echáu un galipu encima (me ha escupido)... / Peru él me había llamáu ántih de nombri (me había insultado)..." Las enemistades, fruto de pequeñas trifulcas muchacheras, no duraban mucho más de un par de días. El rencor infantil era un bellaco desarmado que tenía las horas contadas. En el siguiente encuentro grupal, uno de los efímeros enemigos, se iba acercando de forma remolona, cabizbajo, nervioso, con una prudencia inusitada, buscando alguna acción absurda que llamase la atención, como, tal vez, dar un puntapié en la puerta de lata de un corral, desatando los ladridos repentinos de unos perros flacos y justicieros, con el hocico asomando por las “talleras”. Los primeros intercambios de palabras eran cortos y extremadamente respetuosos, eran más bien inapreciables gruñidos con acento extremeño, en busca de la gavilla perdida. Al día siguiente todo volvía a su ritmo distendido y pendenciero, como si nada hubiese pasado.

Los nuevos amigos de la ciudad, y los del pueblo, compartían nuestras vidas sin conocerse entre sí, más que de referencias distorsionadas que les llegaban de nosotros, ante la imposibilidad de ser contrastadas. Vivíamos a caballo entre dos universos paralelos, uno de hierba y otro de asfalto, donde el agujero de gusano que los unía éramos nosotros mismos.

Luego estaban los amigos de los madriles, tantas veces citados, que nos venían entre julio y agosto a engrosar las adolescentes pandillas estivales; a veces tan urbanitas ellos, y tan rústicos los propios, que se entablaba una lucha tácita por hacerse con el liderazgo del grupo. Los capitalinos intentaban imponer su cultura de asfalto periférico, impregnada de jerga Cheli y trifulcas karatecas (casi siempre inventadas), envuelta en la estética del Torete y el Vaquilla del cine quinqui del momento… o del Madrid áspero que nos mostrase en sus canciones el ínclito Sabina. Los vernáculos del lugar, como contrapartida, procuraban deslumbrar a sus rivales con su dominio del minúsculo orbe agropecuario, sacando pecho con actitudes varoniles, siempre basadas en la fuerza física, la valentía... y otras testosteronas por el estilo. Estas disimuladas batallas de amor propio, se convertían en absurdas disputas por una pueril hegemonía más propia quizá de la edad que de otra cosa: de golpe, un buen día, por ejemplo, quedaba mermada la autoestima del mozuelo oriundo, en una partida de futbolín o de billar americano, o quizá, no sé..., en el debate sobre la vida y obra de tal o cual cantante de moda. Pero al día siguiente, la providencia hacía que algún adulto local, mira tú, pidiese mano de obra juvenil para descargar un camión de alpacas, y allí acudían autóctonos y urbanitas a la par. Ni que decir tiene que los primeros recobraban la sonrisa y se sentían como jugando en casa, recuperando, de esta forma, el terreno perdido.

Algunos amigos se fueron muy pronto; unos perdidos por esa vasta geografía sin límites, y otros sencillamente para siempre. Fuimos testigos de ello a través de luctuosas noticias que nos fueron llegando con el paso de los años... En esta misma línea, se hace patente la pena de los ancianos que van perdiendo a sus quintos y amigos de toda la vida, de los cuales recuerdan hasta los momentos más remotos del pasado…; de cuando jugaban de chicos a subir a las “pingollas” de las higueras…, o de cuando compartieron pitarras y alegrías en días inolvidables de carnavales y mayordomías. Al recordar al reciente amigo perdido, unas lágrimas se les escapan por el rostro agrietado, mientras la tristeza “tortea” con los nudillos a la puerta, como un siniestro cobrador que viene a reclamar lo suyo.

Las amigas del alma, igualmente, aún se citan en los poyos de la vejez, donde rememoran, al fresco veraniego, episodios y momentos dulces de cuando jugaban de chicas a las casitas, con tejas rotas como único menaje del hogar, hojas de higueras y “mondajas” de las patatas a modo de comidas imaginarias, y unos palos de las tarmas haciendo las veces de trébedes. Las vemos sentadas, todavía, alternando silencios con risas repentinas a golpe de memoria.

En boca de los varones rurales, faltaría más, estaban siempre los amigos de la mili, que duraban varios años, con intercambio epistolar, donde las cartas estaban llenas de buenos deseos y faltas de ortografía a la par; o aquellos otros amigos cuarteleros, aún más antiguos, de los que nos hablaban a menudo los abuelos (sin que prestásemos mucha atención), algunos de los cuales aún nos tocó ir a visitar en los años ochenta y noventa, por esos pueblos serranos.

Entre los chavales porfiábamos por casi todo, fabricando castillos en el aire, mentirijillas de cartón, y fanfarronadas copiadas de nuestro entorno, que a medida que salían de nuestra boca, iban bajando poco a poco el soufflé, conscientes de las reducidas expectativas que nos rodeaban. De esta manera, nuestras bravuconadas entre amigos, acababan declinando hacia un tono realista, y nuestros sueños, con frecuencia, no eran sueños de altos vuelos, sino más bien de un vuelo gallináceo, donde, apenas empezábamos a levitar y a sentir el vértigo del aleteo, ya estábamos nuevamente tocando con los pies las cagalutas de las calles y las verdolagas de los caminos, a la vez que el cacareo de alguna gallina picando las pamplinas de las paredes, nos recordaba la insalvable ley de la gravedad.

Los amigos rurales siempre estaban ahí, impermeables a nuestro destierro, esperando nuestra infalible vuelta veraniega, y encontraban por nuestra parte, igualmente, una fidelidad insobornable. A pesar de hacer nuevas gavillas en nuestras variopintas ciudades de acogida, siempre estaban presentes los amigos aldeanos, sí, como un valor seguro, como un puntal de castaño sobre las vigas astilladas de nuestro frágil edificio vital. Eran un referente en nuestras vidas, y con ellos dábamos la paliza a nuestros lejanos amigos metropolitanos, inventándoles incluso hazañas rurales jamás realizadas, como, quizá, recorrer un largo trecho de pie sobre un caballo al galope, y proezas similares.

¿Quién no recuerda, también, alguna de aquellas amistades impuestas por los mayores, o por circunstancias de aquí o allá, que en muchos casos no funcionaban? Eran gavillas manufacturadas, que valían sólo para un rato. Recuerdo vagamente un encuentro casual con un niño de La Pesga (parecido en la voz y el rostro al cantante Joselito). Lo conocí un buen día en unos baños de aguas termales, con olor a huevos podridos (azufre), a los que iba mi abuela, en un rústico balneario de pocas tonterías, sito en una dehesa de la Jarilla (creo que lo llamaban Baños del Salugral)... Allí pasé todo el día con el improvisado socio, jugando con unas “gállaras” encontradas en el camino de ida, y lanzando piedras a imaginarios gigantes recreados por encinas centenarias. Luego, por la tarde, nos despedimos para siempre, cada uno por caminos diferentes, con los burros a paso cansino, cruzando dehesas sombrías y campazos despejados, con álamos de sombras afiladas.

Nuestros amigos eran un fiel reflejo de sus mayores, pues aún no estaban influenciados por el exceso de factores externos de nuestros días, y mostraban con gran aproximación el carácter heredado, los gestos, los ademanes, y hasta los defectos y virtudes como una réplica menuda de sus padres o abuelos. Los había más sinceros y más "zorrínuh" (falsetes), los había más atentos y más "dehpegáuh" (distantes), los había más sociables y más "ehquívuh" (esquivos), los había más discretos y más "mezucónih" (entrometidos), los había más generosos y más "jorrúñuh" (tacaños), y los había, en fin, de todo el enorme espectro de luces y sombras que conforman la convulsa condición humana. Pero nosotros teníamos una innata tendencia a separar el trigo de la paja, y a quedarnos con las muchas o pocas virtudes de nuestros compañeros de aventuras, pues, a fin de cuentas, eran nuestros amigos, y sin ellos, no éramos nada.

Las amistades, en algunos casos, iban variando con el paso de la infancia a la adolescencia, y de la adolescencia a la juventud, en esos caprichosos vaivenes tan propios de la edad, y esos gustos y virajes de distinta naturaleza que, de verano a verano, cambiaban el curso de las amistades, haciéndolas solubles en grandes pandillas, conformadas por pequeños grupúsculos de afinidad, donde todos iban juntos pero no revueltos.

Nuestros abuelos nos hablaban de amistades antiquísimas... amistades de boinas caladas, quizá de cuando las bellotas, quién sabe, decidieron ponerse "caripuchi" a la cabeza, para ir a juego con el entorno. Eran amistades que en algunos casos se heredaban, como si portaran alguna información oculta en el ADN.

Los quintos, por el simple hecho de serlo, llevaban aparejada una obligación secular de amistad hasta el fin de sus días. Se seguían teniendo en cuenta muchos años después de haberse marchado incluso a "La Argentina", aunque no hubiesen vuelto nunca más. Un buen día, de golpe, cobraban vida en alguna de aquellas fotos de los quintos guardadas en la socorrida caja de lata, con el acordeón en la mano, y la sonrisa permanente de un pasado color sepia con sombrero tirolés: "Esi que veh ahí tan rejerti, el de la acordeón y el sombreru con la pluma..., eh el mi quintu Juhtinianu, el de tía Isidra; se fuerun toa la familia pa´ La Argentina y no volvierun..." "Éramuh mu amíguh... igual que su padri y el míu, que iban dámbuh a doh patoah pártih...”

Y así fuimos dejando atrás una interminable estela de amistades, asociadas a colores, a olores y a sensaciones diferentes: la amistad esporádica de unos hijos de pastores, que apenas estaban un corto tiempo por el pueblo, se marchaban un buen día por una calleja de tierra, entre lágrimas y olor a oveja, como niños trashumantes condenados al polvo de los caminos; o la amistad de olor a incienso, de unos monaguillos vivarachos, entre campanarios y cigüeñas…; o incluso la amistad fugaz de unos niños gitanos que inesperadamente llegaban, viento y bronce, a lomos de caballos con crines trenzadas, y apenas jugaban con nosotros unos días, se marchaban una tarde cualquiera a golpe de pezuña...

Quizá la principal medida que necesite este mundo para enderezarlo, sea ir aprendiendo, con voluntad y paciencia, a hacer buena gavilla; gavillas de trigo, se entiende, no las gavillas de cizaña que algún oscuro Leviatán nos ha enseñado a hacer a lo largo de la nefasta historia de la humanidad. Más nos vale ir frenando esa maléfica pulsión que nos domina; ese mal amigo interior que, rebatiendo al poeta, nos enseñó el secreto de la misantropía.

Si levantasen cabeza nuestros antepasados, desde sus sombreros de paño, los unos, y sus pañuelos de Doña Rogelia, las otras, y viesen a los niños (y no tan niños) ensimismados en extraños cachivaches de la mátrix cibernética, se quedarían desconcertados, y al cabo de unos segundos, en un tosco y antiguo extremeño ya olvidado, desde su milenaria ingenuidad analógica, les preguntarían: “¿Habéis jechu ya gavilla?”, y a buen seguro, encontrarían un frío y distante silencio digital por respuesta, y volverían a volatilizarse en la niebla, como virtuosas almas purgantes, convencidos, sí, de que este mundo se ha ido ya “roangando” por un barranco sin final, llevándose clavados los pinchos de todas las chumberas arrastradas en la caída, después de haber firmado, previamente, un cheque en blanco hacia el abismo.



JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS

domingo, 17 de marzo de 2019

En cá la madrina



Los padrinos olían a adobo de matanza y a chamusquina en las gélidas mañanas invernales. Los padrinos estaban atentos, disponibles, y sus casas eran una extensión de las nuestras, donde incluso podía haber chiquillería y jolgorio, y hasta las normas un poco más relajadas, lo cual suponía un acicate para el divertimento infantil de los ahijados.

Las palabras padrino y madrina estaban a la orden del día: "Voy en cá la madrina a llevali únah perruníllah que hémuh jechu en la tahona..." "Me ha traíu mi padrinu media docena de güevuh, que dici que le ponin ahora muchu lah gallínah..."

Al margen de la definición de padrino de bautismo que ofrece el Canon 872 del Código de Derecho Canónico, en el contexto de la España rural, la figura del padrino iba aún más allá, llegando incluso a ocupar un espacio vital, donde en los casos más extremos los padrinos podían llegar a hacerse cargo del niño en ausencia de sus progenitores.

El padrinazgo hundía sus raíces en compromisos de varias generaciones atrás, so pena que alguien, directamente, se ofreciese por asunto de afinidad, u otras tantas razones que se daban a menudo en en el cercano microcosmos rural.

Los padrinos respondían a una suerte de mecenazgo que se hacía necesario en unas poblaciones campesinas afectadas por la escasez material, una escasez que tendía a ser compensada con exceso de cariño, y donde todo apoyo entre unos y otros era indispensable. Esto lo captaban muy bien los niños, desde su inadvertido instinto, porque los niños eran sumamente intuitivos, mucho más de lo que los mayores sospechaban.

Estos múltiples vínculos de padrinazgo por aquí y por allá, nos servían en bandeja las figuras del "compadre" y la "comadre", que eran una suerte de honorífico parentesco entre padres y padrinos respectivamente, donde en no pocos casos se establecían lazos verdaderamente familiares.

Entre la muchachada pueblerina había una cierta curiosidad por conocer los padrinos de unos y de otros, en especial entre los amigos más íntimos: "¿Quiénih son loh túh padrinuh...?/ Tíu Prudenciu y tía Juaquina... / ¿Loh mihmu entóncih que loh de mi primu Juan...?"

A mi me tocó en suerte un padrino bonachón y muchachero, al que tan sólo disfruté unos pocos años de mi más temprana infancia, pues nos dejó enseguida (a mi madrina la tuve muchos años más). De los encuentros con mi padrino guardo una imagen surrealista y placentera, con todos los pequeños montados en un burro llamado Caracoles, grande, torpón y viejo, similar al rocinante del Quijote. Todos allí, como en una escena propia de las películas de Cantinflas en versión extremeña, sobre un suelo alfombrado de margaritas, en los verdes prados Juanramonianos que abundaban en el pequeño pueblo que me vio nacer.

Las comadres hacendosas se encontraban en los caminos y en los arroyos lavanderos, y otras veces volvían cogidas del brazo al acabar la novena del “Crihtu Benditu”, y hablaban de sus vidas campesinas, de sus pequeñas ilusiones, de sus preocupaciones compartidas, y, sobre todo, de sus hijos, sí, sus hijos mil veces mencionados.

En las matanzas de los padrinos, coincidían los ahijados de un lado y otro, sin tener ninguna especial amistad entre ellos. Eran tan sólo un par de días puntuales de convivencia en el marco de un encuentro ocasional, donde compartíamos con júbilo el breve espacio de tiempo matancero, lleno de momentos lúdicos, mágicos, donde no faltaban los columpios en un árbol de las cercanías, o el lanzamiento de tiestos nocturnos sobre las casas desprevenidas (ya relatado por aquí), o tal vez el patinaje temerario en las escarchas navideñas, sobre los helados charcos mañaneros próximos a las casas de los padrinos, ondi únuh caían de culu y ótruh de brúcih...” Luego, la efímera amistad matancera, se esfumaba hasta el encuentro eventual del año siguiente, como en un bucle de ida y vuelta que cada mes de diciembre nos devolvía al mismo escenario.

Las niñas de posguerra, después de recitar en la iglesia el correspondiente verso de mayo a la virgen, iban a repetir sus versos a casa de los padrinos. La madrina se emocionaba con el verso de la ahijada, y le daba una propina, que la niña guardaba para montarse en los caballitos de la feria del pueblo de al lado... Después, las pequeñas, seguían el recorrido por calles y casas, declamando con sus melindrosas vocecillas. Algunas mujeres sentadas en la calle, solicitaban la presencia de las pequeñas rapsodas de inocencia angelical, que, emocionadas, repetían con voz de pito sus aprendidos soniquetes de mayo ante el público callejero que las reclamaba. "Ven aquí bonita y échanoh el versu... ¿y esi ramu de florih tan bonitu que llévah, quién te lo ha jechu, tu madrina...? / No, tía, me lo ha jechu Doña Valeriana, que tieni un rosal mu grandi en el huertu..."

Los términos “compadre” y “comadre” estaban en boca de todos los paisanos, y se escuchaban por las calles, por el campo, por las tabernas, o a la salida de misa... El compadreo rezumaba calor humano y proximidad, y era un bálsamo en aquella verbena de los afectos, tan propia de unas personas condenadas a necesitarse.

A los jóvenes estudiantes, al volver de vacaciones al pueblo, las madres les preguntaban: ¿Hah iu ya en cá loh padrínuh…?” Pues las visitas a los padrinos, sí, y a otros familiares cercanos, formaban parte de un ritual de atenciones compartidas.

Algunos padrinos de edad provecta, esperaban la visita dominical de los ahijados, o incluso esperaban, quizá, la aparición tardía de aquella ahijada que emigró a Madrid muchos años atrás, y que a la vuelta al pueblo, cada verano, tenía a bien regalarle un rato a los ancianos padrinos, o puede que tan sólo a la madrina, ya viuda, que sentada a la mesa camilla mostraba un rostro agridulce, reflejo de un pasado de claroscuros devenido en soledad... La madrina estaba allí, zurciendo un calcetín, o rezando un rosario con la luz apagada, donde apenas se filtraba la tenue claridad de la ventana. Y así se consumían las horas de la tarde, entre frases recurrentes y pequeños silencios, y una mano tiritona acercando un plato de duralex con dos o tres “mantecaos”, que aún conservaban el sabor inconfundible (y hasta el olor) del viejo comercio donde se compraron.

A medida que se fue perdiendo la costumbre de los compromisos y ofrecimientos “padrineros”, el padrinazgo fue haciéndose soluble en familiares directos que pasaron a hacer las veces de padrinos. La figura ancestral del padrino, de esta forma, fue quedando relegada y perdiendo su propia esencia:¿Quién eh el tú padrinu...? / Mi tíu Pepi...”

Mis abuelos tuvieron numerosos ahijados, en su mayoría fruto de vínculos y deudas remotas que provenían de generaciones pasadas, perdidas en la genealogía de antiguos padrinazgos de calles oscuras y candiles de aceite.

Los niños acudían a casa de los padrinos a mostrarles cualquier novedad: ya fuese el traje de comunión, o los "atavíuh" del carnaval, a base de ropas viejas, a veces prestadas por los propios padrinos. Aquellos disfraces surrealistas, sí, de indumentarias menesterosas, que surgían de un ingenio rural y espontaneo, totalmente alejado del encorsetado mundo comercial que nos aqueja.

Pasados los años ochenta, ya con la distopía orwelliana haciéndonos una enmienda a la totalidad, las antiguas formas de vida fueron quedando desprovistas de contenido, solapadas por modelos foráneos perfectamente diseñados al efecto. Estos nuevos modelos fueron suplantando todo aquello que fue nuestro y tan nuestro, en especial las relaciones humanas, que eran el pilar fundamental de la vida labriega. De esta forma, compadres y comadres fueron también víctimas de ese incesante bombardeo de injerencias, que fue horadando nuestra centenaria antropología de badana y cantería. Y así, sucesivamente, nos fueron invadiendo modas y costumbres importadas a través de las infames pantallas de la tele, o, incluso, por medio de los paisanos emigrados, que en sus visitas vacacionales, con la mejor de las intenciones, eran portadores de todo un amplio repertorio de regalos envenenados, procedentes del deslumbrante mundo capitalino, que recibíamos con una abierta sonrisa inocente y bobalicona, propia de aquellos que van a ser inmolados en el altar del todopoderoso progreso.

Afortunadamente, aún hay gente en nuestros pueblos que se esfuerza en conservar costumbres centenarias como “El jueves de comadre” y “El jueves de compadre”, anteriores al carnaval, en una lucha sin cuartel por mantener un soplo de nuestras tradiciones, frente a la apisonadora inmisericorde de los nuevos tiempos.

Los padrinos tuvieron sus días de vino y rosas en el pasado, y recibieron canciones de alborada al amanecer, dedicadas expresamente para ellos... Los padrinos eran, ciertamente, como un regalo inesperado, unos segundos padres que estaban siempre en el banquillo de los suplentes, calentando impacientes a la espera de ser reclamados.

Compadres y comadres se encontraban por calles y callejas, y podíamos ver sus oscuras siluetas a la caída del sol, en el contraluz, gesticulando y charlando sin medida: ora de alegrías, ora de tristezas. Charlando, en fin, de mil temas interminables de aquellos que conformaban el transcurrir de sus vidas entregadas a los vientos aldeanos: que si la "demuación" del tiempo..., que si la puerta que no "acistaba" bien..., que si el maehtru aquel que loh sacaba de chícuh al encerau a jacel cuéntah..." Las risas se escuchaban desde lejos, al compás del campanillo de las cabras, la luna asomando por la sierra y los pájaros bullangueros buscando sitio en los cables de la luz.

Aún quedan algunos compadres y comadres por ahí, que siguen llamándose a voz en grito, a modo de pinceladas románticas devueltas a nuestros días, como sacadas de un venturoso túnel del tiempo.

No olvides, amigo lector, si en tu ajetreada agenda hallas un hueco, perder un par de horas (las horas mejor usadas de tu tiempo) y encender la sonrisa de un padrino anciano, de los muchos que aún quedan mendigando una visita, en una pequeña casa de pueblo, o en una residencia en las montañas hurdanas, ya apartados por siempre de sus calles del alma, de su pasado de domingos al sol y tamboriles… Es el mayor gesto de amor y justicia que podemos hacer. Id “en cá la madrina”, y sentaos, sin prisas, sin reservas, pues allí, en su rostro, encontraréis el rostro de todas las madrinas del mundo, de todos los ancianos que entregaron tanto a cambio de casi nada… Atreveos, y encarad sin miedo a la impostora cultura de las prisas, a la ampulosa cultura de la nada…, a la maquiavélica y sutil cultura de la ingratitud.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jorsanmo12@netcourrier.com