lunes, 15 de septiembre de 2014

Las trojes



Al igual que Alicia cruzaba el espejo hacia un mundo lleno de fantasía, los niños levantábamos la tranca de la puerta de la troje, y accedíamos a un lugar tenebroso de embeleso y esperpento, de duendes pueblerinos escondidos tras las vigas de castaño, o de murciélagos colgados de amenazantes cabrios carcomidos. Allí, en aquella arquitectura pobre y caprichosa, lejos de pompas e imperios, apenas llegaba la luz de un "ventanillo" improvisado en la pared, o de alguna teja movida por los gatos. Las trojes, de repente, eran un azaroso parque infantil de telarañas y oscuras intenciones. En aquel parque, los infantes, pasábamos largas horas, a veces solos, a veces con temblorosos amigos de aventura. Una vez llegada la noche, la troje alcanzaba la magia suprema, con la luz misérrima de una bombilla de 40 vatios alumbrando una gran superficie. Las siluetas, claro está, se tornaban totalmente indefinidas; de esta manera, las cosas se postraban a los pies de la imaginación infantil, y adquirían las formas antojadizas que siempre esculpe el miedo. Las brujas, sin más, se proyectaban siniestras desde ropajes oscuros colgados en grandes clavos pinchados sobre paredes de adobe, y en ocasiones se reían con sus caras ocultas en viejas gorras montehermoseñas, o quizá escondidas tras algún torcido puntal de madera, o tras una trinchera de sacos de picón.

Las trojes eran granero y desván, todo en uno. Por allí convivían las bellotas, las patatas o el trigo, con el retrato de algún tatarabuelo que ningún niño conocía, o del primo hermano de la bisabuela, que lucía ufano el uniforme militar de su paso por la guerra de Cuba, ahora durmiendo el sueño de los justos..., sueño de inútiles batallas perdidas y olvidadas. Podíamos hallar, también, alguna vetusta trilla desdentada, hamacas de tablas descompuestas, baúles forrados de latas de colores apagados, tajos rotos de corcha, pucheros despostillados, trébedes mugrientas, espejos rotos que ya cumplieron sobradamente el maleficio, antiguos reclinatorios que quedaron cojos de carcoma y fe; garrafas de antiguos vinos que causaron estragos en trasiegos pendencieros de otros tiempos, cestos de mimbre de Baños de Montemayor, maletas de madera que hicieron dos viajes, no más: el de la mili, y el de un contrato de tornero-fresador por seis meses en Madrid. Y así un largo inventario de cosas aparcadas, que dejaron su impronta en la anónima historia de algunas vidas.

Era extraño y curioso que aún hubiese cosas desechables donde casi nada sobraba, donde casi todo hacía falta, aunque, por supuesto, aquellos objetos no eran propios del desván de ricas casas solariegas; no podíamos ver, claro está, el arpa del poema de Bécquer, sino más bien, allí, desde la troje, “en el ángulo oscuro, de su dueño tal vez olvidada, silenciosa y cubierta de polvo, veíase la tinaja...,” la tinaja o la artesa de la matanza, o tal vez el celemín, o la cuartilla de madera, o el liendro desliendrado..., o quién sabe qué otros objetos descansando en la quietud de un camposanto de recuerdos baldíos y confinados a la nada.

¡¡Callálsuh, coñu, que se oyi un ruiu en lah ehtrojih!! De las trojes venían ruidos, ruidos incluso misteriosos que casi siempre eran de procedencia gatuna... Los gatos... los sempiternos gatos. Ruidos también de lluvias persistentes. En los días de aquellas lluvias tenaces, los baños de barro hacían su apaño bajo las goteras, que eran como gotas malayas inquietando el sueño de los campesinos. Todo inquietaba el sueño de la gente, todo era, sí, un cúmulo de adversidades y zancadillas donde, casi siempre, hacía su agosto la Ley de Murphy con total impunidad, como ya se ha dicho aquí reiteradamente.

En algún baúl de la troje estaban los libros de la escuela de posguerra: el Catón, la Juanita, y aquellos cuentos de la editorial Calleja (“tienes más cuento que Calleja”, se decía). Dormían, todos ellos, junto a la licencia de la mili de cualquier antepasado, guardada en un canuto de lata, rodeada de antruejos de un lejano carnaval, o una pera de goma para hacer lavativas, que nadie tuvo la osadía de tirar, no fuera a ser que hiciese falta para algo.

Los niños pegábamos el ojo a los agujeros que dejaban los nudos de las tablas, y mirábamos el submundo que se ofrecía por debajo, como desde un plano superior, sintiéndonos inexpugnables. Por aquel orificio interdimensional, podíamos observar al abuelo, junto al chupón, atizando la lumbre. Por estos mismos agujeros caían los gusanos de las bellotas, a veces, con tan mala fortuna, que aparecían en el tazón del café portugués de puchero, justo al punto de mojar la magdalena.

Las abuelas nos buscaban por todas partes, sin saber nada de nosotros, sin sospechar lo más mínimo que pudiéramos estar en lo más alto de la casa, en silencio, agazapados, absortos en el encanto misterioso de la troje. Al ser descubierta nuestra presencia en las alturas, bajábamos raudos a tierra hostil, sabedores de que allí, en las regiones del sur, imperaba la ley de la zapatilla, que acto seguido íbamos a experimentar nada más cruzar la aduana.

Los agujeros en las paredes de las trojes, servían para esconder las limas oxidadas o, incluso, el vino peleón de los viejos borrachines de antaño, que subían sigilosos con la coartada de coger la cebada de las cabras, y bajaban ya beodos, como pequeños alienígenas grises con barba de tres días, con la lengua trabada en torpes lenguajes de no se sabe qué lejanos planetas.

Por las trojes deambulaban los gatos en su espacio natural. Las gatas parían en lugares inesperados, y en las trojes donde no circulaban los gatos, los parientes extremeños de Mickey Mouse, hacían de su capa un sayo, y se daban un desordenado festín de trigo y centeno.

Las trojes nos permitían desconectar con el mundo de abajo, que nada nos gustaba, y al subir por allí, jugábamos al escondite, a inventar cuentos de miedo, a rebuscar en los baúles, a reinventar, en fin, mundos imaginarios llenos de fantasmas, que eran, tal vez, prefiguraciones de lo que posteriormente veríamos en el cine... y hasta en la vida misma.

En aquella oscura estancia fuimos felices a ratos, pues, aunque sabíamos de las crujías que se soportaban bajo nuestros pies, allí arriba todo era distinto, las leyes de los hombres quedaban a merced de las leyes de los niños, pero eso sí, tan sólo por un breve espacio de tiempo, el breve y mezquino espacio de tiempo que siempre otorga la felicidad.

Una tarde cualquiera del pasado nos quedamos allí, ya para siempre, mirando por una ventanilla los verdes campos extremeños, el arcoiris de un día de primavera, o tal vez el crepúsculo final de un tiempo que quedó guardado en las arcas de la troje, que son las arcas de la memoria, llenas de arquetipos de un mundo más real de lo que seguramente hubiéramos podido imaginar.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com