En las apacibles tardes
estivales nos llegaban los señoritos, entre olor de paja en la era,
cagajones por los suelos, gallinas dispersas en las calles y burros
que se espantaban dejando paso al Renault Gordini que portaba a tan
egregios visitantes. Los señoritos se bajaban del Gordini con su
impoluta ropa planchada, haciendo un ligero mohín de desaprobación,
mitad por el cansancio del viaje, mitad por la aspereza
de la tierra que acababan de
pisar. Ese gesto de asco les daba un toque de distinción que no
tenían los autóctonos, a los cuales no les estaba permitida la cara
de asco, aunque sí de mala leche, que esta última se llevaba instalada de
serie, como el aire acondicionado de los coches.
Había dos tipos de
señoritos: uno era persona sencilla que hacía el esfuerzo de
adaptarse a las circunstancias del entorno rural, y luego estaba el
otro, el estirado, que llevaba a gala su supuesta condición
honorable. Del primero no hablaré mucho, pues no resulta literario
ni da juego a estos mentideros que aquí nos ocupan. Me recrearé más
bien en el segundo. Además, no os preocupéis, pues aquellos que
tengáis a bien leer este relato, os concedo el honor de quedar
excluidos del segundo perfil, faltaría más.
Algunos mal pensados creían
que los señoritos tan sólo venían a los pueblos buscando los
chorizos y jamones de los abnegados campesinos, que ofrecían
generosos las pocas exquisiteces que tenían: “Loh señorituh
námah vienin a pol loh chorizuh y jamonih, y luegu salin ehtarmauh”.
Tal vez no les faltase razón en algún caso, pues las incomodidades
rurales no resultaban muy atractivas (os remito al texto de “Agua
poco corriente”) y quizá buscasen equilibrar la balanza a base de
chorizo, jamón y algún que otro paseo campestre. Muy lejos de todo
aquello quedan las glamurosas casas rurales de ahora, junto al
divertimento pijo y de diseño que se ha creado en el ámbito
campestre para reclamo de los foráneos.
Nuestro mencionado personaje, estaba lejos de ser el señorito noble de los Santos Inocentes de
Delibes, pero a pesar de eso, quedaba a una cierta distancia de
nosotros, y era perfectamente sabedor del bajo nivel cultural de
nuestra gente y de sus toscas maneras, y esto le obligaba a marchar
siempre con un porte de distinción y una ligera tontería, y a
tener, además, una permanente tortícolis como resultado de ir
siempre mirando por encima del hombro. El señorito estirado, como
hemos dicho, era bastante menos de lo que aparentaba, e incluso su
intelecto no era propio de la Grecia de Pericles, pero en el país de
los ciegos con boina, los tuertos con anteojos eran reyes.
Los señoritos llegaban a
las tabernas del pueblo pidiendo “gin tonics” y otras
extravagancias que no figuraban en el rudimentario repertorio del
tabernero. En algunos casos lo hacían para epatar a los agrestes
compañeros de barra, que observaban de reojo, con mirada cejijunta,
al tiempo que apuraban su chato de vino peleón.
Los hijos de los señoritos
despertaban entusiasmo entre los chavales del pueblo: esperábamos su
llegada veraniega como un regalo del cielo, aunque a decir verdad,
aquel entusiasmo partía más bien de un gran complejo de
inferioridad frente a ellos. Nuestra admiración era la admiración
del pobre, del humilde, del que se siente claramente inferior. Los
niños de ciudad nos deslumbraban con juguetes o ropas fuera de
nuestro alcance, y con algún que otro relato impactante de su vida
urbanícola; y nosotros, por contra, conocedores de su poca agilidad
física, intentábamos impresionarlos con destrezas propias de
nuestro mundo agropecuario, saltando paredes de campo o gateando a
olivos y pajares destartalados, y dándonos algún que otro soberano
costalazo en su honor, pero felices, con tal de que la torta pudiera desatar las
risas y el jolgorio de los engominados infantes. Es la sumisión
propia del indígena frente al explorador, del que se sabe siempre
por debajo del otro, y declina su ego en favor
de la nada. En este marco de relaciones infantiles, no eran
extraños los enamoramientos platónicos de los niños locales hacia
las advenedizas emperatrices Sissi, de blancor almidonado, aunque
pocos años después nos cantase Sabina que “las niñas ya no
quieren ser princesas”, mira tú.
Estaba también el caso
típico de la muchacha de pueblo que se iba a pasar un mes a Madrid,
a casa de algún familiar, y en tan breve espacio de tiempo nos
retornaba hablando “fisno”, con un tono impostado que la obligaba
a una constante y tortuosa concentración, imposible de sostener
durante más de unos minutos. Generalmente acababa entregándonos una
suerte de fusión dialéctica del tipo: “Si te habieras venido a
Madrí te lo habieses pasado mu bien”, o
bien: “Mira qué collar más bonito me trujo mi tía,
póntelo en el gañón a ver cómo te queda”.
Al final acababa resultando algo inocente y tierno todo aquello.
Los citados forasteros nos
fascinaban con algunos artilugios como:
grabadoras de sonido, gafas de sol, mecheros bañados
en oro y, sobre todo, cámaras de fotos; de hecho gran parte de las
fotos de aquella época fueron realizadas por ellos. Ahora son las
fotos en blanco y negro que guardan las abuelas en esas abolladas
cajas de lata con paisajes japoneses. Muy típicas eran,
especialmente, las fotos de niños de ciudad montados en el burro del
abuelo, mientras el viejo, desde abajo, con cara de baturro
emocionado, al estilo Paco Martínez Soria, sujetaba al nieto por
detrás.
Estos forasteros, además de
sufrir las inclemencias rurales, con frecuencia eran víctimas de las
diarreas veraniegas del agua de las fuentes, pues nuestra amiga
Escherichia Coli, no los conocía de nada, a diferencia de los
aldeanos, que la saludaban por la calle, o al sacar el burro del
corral: “To loh añuh soh pilláih la cagueta unuh u otruh... soih
mu delicainuhhh”.
Los chavales corríamos
detrás de los coches veraniegos, colocándonos detrás y "colocándonos", además, con el olor adictivo de la gasolina; y al
parar el vehículo acudíamos raudos a mirar el cuentakilómetros, a
ver a cuánto corría; para nosotros, el coche, indefectiblemente,
corría lo que marcaba, sin ninguna discusión. A veces llegaba un
chaval emocionado gritando que en la plaza había un coche que corría
a 180, y nos faltaba tiempo, y nos sobraban esquinas, para llegar a contemplar tan
sublime espectáculo.
Los que somos de pueblo y
ciudad, convendréis conmigo que tenemos un valioso acervo
intercultural. Somos un híbrido enriquecido con una mezcla de
forraje y asfalto que nos otorga la ventaja de conocer los entresijos
de ambos mundos.
Al final del verano, los
coches de los señoritos marchaban arromanados de sacos de patatas,
garrafas de aceitunas y ristras de chorizos, y se perdían por las
angostas carreteras de encinas, dejando atrás las privaciones de la
vida espartana, y dejándonos, también, un cierto vacío en el
corazón. Luego venía la tristeza añadida de las primeras lluvias
de septiembre. Quedábamos allí con las “cascarrias”
en las piernas y la sombra en la mirada, y con aquella soledad tan
nuestra, que nos hacía entender, sobre todo a los niños, que, al
igual que las bicicletas, los señoritos eran para el verano.
JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com