sábado, 1 de febrero de 2014

Los señoritos son para el verano


En las apacibles tardes estivales nos llegaban los señoritos, entre olor de paja en la era, cagajones por los suelos, gallinas dispersas en las calles y burros que se espantaban dejando paso al Renault Gordini que portaba a tan egregios visitantes. Los señoritos se bajaban del Gordini con su impoluta ropa planchada, haciendo un ligero mohín de desaprobación, mitad por el cansancio del viaje, mitad por la aspereza de la tierra que acababan de pisar. Ese gesto de asco les daba un toque de distinción que no tenían los autóctonos, a los cuales no les estaba permitida la cara de asco, aunque sí de mala leche, que esta última se llevaba instalada de serie, como el aire acondicionado de los coches.

Había dos tipos de señoritos: uno era persona sencilla que hacía el esfuerzo de adaptarse a las circunstancias del entorno rural, y luego estaba el otro, el estirado, que llevaba a gala su supuesta condición honorable. Del primero no hablaré mucho, pues no resulta literario ni da juego a estos mentideros que aquí nos ocupan. Me recrearé más bien en el segundo. Además, no os preocupéis, pues aquellos que tengáis a bien leer este relato, os concedo el honor de quedar excluidos del segundo perfil, faltaría más.

Algunos mal pensados creían que los señoritos tan sólo venían a los pueblos buscando los chorizos y jamones de los abnegados campesinos, que ofrecían generosos las pocas exquisiteces que tenían: “Loh señorituh námah vienin a pol loh chorizuh y jamonih, y luegu salin ehtarmauh”. Tal vez no les faltase razón en algún caso, pues las incomodidades rurales no resultaban muy atractivas (os remito al texto de “Agua poco corriente”) y quizá buscasen equilibrar la balanza a base de chorizo, jamón y algún que otro paseo campestre. Muy lejos de todo aquello quedan las glamurosas casas rurales de ahora, junto al divertimento pijo y de diseño que se ha creado en el ámbito campestre para reclamo de los foráneos.

Nuestro mencionado personaje, estaba lejos de ser el señorito noble de los Santos Inocentes de Delibes, pero a pesar de eso, quedaba a una cierta distancia de nosotros, y era perfectamente sabedor del bajo nivel cultural de nuestra gente y de sus toscas maneras, y esto le obligaba a marchar siempre con un porte de distinción y una ligera tontería, y a tener, además, una permanente tortícolis como resultado de ir siempre mirando por encima del hombro. El señorito estirado, como hemos dicho, era bastante menos de lo que aparentaba, e incluso su intelecto no era propio de la Grecia de Pericles, pero en el país de los ciegos con boina, los tuertos con anteojos eran reyes.

Los señoritos llegaban a las tabernas del pueblo pidiendo “gin tonics” y otras extravagancias que no figuraban en el rudimentario repertorio del tabernero. En algunos casos lo hacían para epatar a los agrestes compañeros de barra, que observaban de reojo, con mirada cejijunta, al tiempo que apuraban su chato de vino peleón.

Los hijos de los señoritos despertaban entusiasmo entre los chavales del pueblo: esperábamos su llegada veraniega como un regalo del cielo, aunque a decir verdad, aquel entusiasmo partía más bien de un gran complejo de inferioridad frente a ellos. Nuestra admiración era la admiración del pobre, del humilde, del que se siente claramente inferior. Los niños de ciudad nos deslumbraban con juguetes o ropas fuera de nuestro alcance, y con algún que otro relato impactante de su vida urbanícola; y nosotros, por contra, conocedores de su poca agilidad física, intentábamos impresionarlos con destrezas propias de nuestro mundo agropecuario, saltando paredes de campo o gateando a olivos y pajares destartalados, y dándonos algún que otro soberano costalazo en su honor, pero felices, con tal de que la torta pudiera desatar las risas y el jolgorio de los engominados infantes. Es la sumisión propia del indígena frente al explorador, del que se sabe siempre por debajo del otro, y declina su ego en favor de la nada. En este marco de relaciones infantiles, no eran extraños los enamoramientos platónicos de los niños locales hacia las advenedizas emperatrices Sissi, de blancor almidonado, aunque pocos años después nos cantase Sabina que “las niñas ya no quieren ser princesas”, mira tú.

Estaba también el caso típico de la muchacha de pueblo que se iba a pasar un mes a Madrid, a casa de algún familiar, y en tan breve espacio de tiempo nos retornaba hablando “fisno”, con un tono impostado que la obligaba a una constante y tortuosa concentración, imposible de sostener durante más de unos minutos. Generalmente acababa entregándonos una suerte de fusión dialéctica del tipo: “Si te habieras venido a Madrí te lo habieses pasado mu bien”, o bien: “Mira qué collar más bonito me trujo mi tía, póntelo en el gañón a ver cómo te queda”. Al final acababa resultando algo inocente y tierno todo aquello.

Los citados forasteros nos fascinaban con algunos artilugios como: grabadoras de sonido, gafas de sol, mecheros bañados en oro y, sobre todo, cámaras de fotos; de hecho gran parte de las fotos de aquella época fueron realizadas por ellos. Ahora son las fotos en blanco y negro que guardan las abuelas en esas abolladas cajas de lata con paisajes japoneses. Muy típicas eran, especialmente, las fotos de niños de ciudad montados en el burro del abuelo, mientras el viejo, desde abajo, con cara de baturro emocionado, al estilo Paco Martínez Soria, sujetaba al nieto por detrás.

Estos forasteros, además de sufrir las inclemencias rurales, con frecuencia eran víctimas de las diarreas veraniegas del agua de las fuentes, pues nuestra amiga Escherichia Coli, no los conocía de nada, a diferencia de los aldeanos, que la saludaban por la calle, o al sacar el burro del corral: “To loh añuh soh pilláih la cagueta unuh u otruh... soih mu delicainuhhh”.

Los chavales corríamos detrás de los coches veraniegos, colocándonos detrás y "colocándonos", además, con el olor adictivo de la gasolina; y al parar el vehículo acudíamos raudos a mirar el cuentakilómetros, a ver a cuánto corría; para nosotros, el coche, indefectiblemente, corría lo que marcaba, sin ninguna discusión. A veces llegaba un chaval emocionado gritando que en la plaza había un coche que corría a 180, y nos faltaba tiempo, y nos sobraban esquinas, para llegar a contemplar tan sublime espectáculo.

Los que somos de pueblo y ciudad, convendréis conmigo que tenemos un valioso acervo intercultural. Somos un híbrido enriquecido con una mezcla de forraje y asfalto que nos otorga la ventaja de conocer los entresijos de ambos mundos.

Al final del verano, los coches de los señoritos marchaban arromanados de sacos de patatas, garrafas de aceitunas y ristras de chorizos, y se perdían por las angostas carreteras de encinas, dejando atrás las privaciones de la vida espartana, y dejándonos, también, un cierto vacío en el corazón. Luego venía la tristeza añadida de las primeras lluvias de septiembre. Quedábamos allí con las “cascarrias” en las piernas y la sombra en la mirada, y con aquella soledad tan nuestra, que nos hacía entender, sobre todo a los niños, que, al igual que las bicicletas, los señoritos eran para el verano.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com