sábado, 6 de diciembre de 2014

El último portillo




A pesar del dicho que relata que no se pueden poner puertas al campo, vamos a colocar unas cuantas por aquí; pues no son, sino puertas, los portillos, “engarillas” y demás cierres rústicos que sirvieron para colocar barreras de propiedad en los campos de aquella verde Extremadura que aquí proso en estos tragicómicos relatos.

Los portillos eran pequeños e irrisorios obstáculos, que bloqueaban la entrada de prados y cortinales, en los bellos parajes de aquellas tierras de “cachimán” y granito. Podían ser, tan sólo, una informe membrana de palos engarzados con alambres, o unas tablas viejas recicladas para el caso, o unos ramajos arrancados a la maleza, para darles un nuevo cuerpo de resistencia, como desnutridos guardianes de escasas pertenencias..., o a veces guardianes de la nada.

La anatomía del portillo era grotesca, deforme, irregular, pero a un tiempo bella. El portillo era, tal vez, una barrera imaginaria, más que real; un inofensivo vigilante fácilmente abatible: apenas una patada a una piedra de la entrada, o a un palo seco de higuera, bastaban para franquear tan endeble fortaleza prerromana. El portillo, más que evitar el paso, lo estorbaba, como si tal vez su misión fuese más bien disuasoria.

Nuestro amigo, el portillo, era un humilde custodio de las pequeñas cosas, deportado a veredas o callejas de menor importancia; al contrario que su prima hermana, la “engarilla”, de mayor estatus, que ejercía en caminos de primer orden, con una estampa altanera de hierros oxidados y cerrojos chirriantes, aunque también, a veces, dislocada y aquejada de reumas invernales, olvidada por lejanos herederos y hundida sobre tierras húmedas y yerbajos.

Un buen día, el surrealismo popular hizo su aportación funcional al portillo de toda la vida, y aparecieron los portillos tapados con somieres viejos: son esos somieres de láminas y alambres que ahora vemos por todas partes, con mejor voluntad que acierto estético por parte de los artistas rurales de la improvisación. Estos somieres tuvieron sus días de vino y rosas, supliendo a las antiguas jergas de tablón y bálago, pasando a recibir las costillas de afligidos campesinos, o a servir de soporte en nuestro propio nacimiento. Posteriormente, ya digo, fueron relegados a un papel menor, oxidados y expatriados por esos campos de dios, a la intemperie de soles, vientos y lluvias.

El portillo era también un punto de confluencia, una especie de embudo donde esperar animales despavoridos: “¡Jalea lah ovejah, que van pal portillu!” Hasta incluso, con cierta ironía rural, surgió la figura, casi literaria, de “El salvaje al portillo,” que definía, perfectamente, con un extraño “fino humor” extremeño, a los hombres especialmente toscos en sus maneras, que eran reclamados para cualquier comando de operaciones especiales. Cómo serían los tales salvajes, cuando eran considerados así en un ambiente donde las delicadezas no recibieron nunca el visado.

Por estas esqueléticas entradas, pasaron, como Pedro por su casa, los sempiternos conejos de aquella Hispania, que así, como “tierra de conejos”, describieran a su llegada los fenicios. De la misma manera pasaron por allí, zorros, lobos, hurones, y toda suerte de alimañas..., incluyendo algunas humanas, que haberlas haylas.

Los niños llevábamos los burros a bucólicos cortinales perdidos en hondonadas propias de monasterios benedictinos. Los burros, apeados, se saltaban con frecuencia los portillos, para nuestra desazón, y la bronca consiguiente de algún abuelo que no perdía detalle: “¡No sabih apeal el burru, ni claval la ehtaca..., con la de vecih que te he enseñau a jacelu..., quierih jacel lah cosah... y luegu no tienih albeliá...!”

Algunas paredes derruidas quitaban protagonismo al portillo, no sabiéndose muy bien cuál era la entrada oficial, con paredes caídas por doquier, cual ruinas de una Numancia celtíbera, de arévacos tristes e inertes, entregados, ahora ya, a un moderno imperio neo romano, de oropeles y fanfarrias.

La gente de aquel tiempo tenía por costumbre ir a levantar portillos en los ratos libres (que la verdad no eran muchos). También lo usaban como antídoto contra el holgazaneo de mozos ociosos. Cuando nuestros abuelos veían a los jóvenes vagueando o escuchando música en algún radio cassette de Andorra, en aquellos días vacacionales de los años ochenta, solían decir por lo bajini: “A ehtuh loh mandaba yo a levantal portilluh”, o tal vez: “Con la de portilluh caíuh que tieni su agüelu, y ehti paí jaciendu bobah...”

Había portillos de carrascal, de cortinal, de prado, de melonar, de olivar, y, sobre todo, portillos caídos, más que en pie; portillos siempre mostrándose en su condición más pobre, sin alharacas ni tonterías, dándonos, sin saberlo, pequeñas lecciones de humildad.

A través del portillo pasaron toda la flora y la fauna que conformaron la variopinta piel curtida de aquellos tiempos: alacranes en noches de tormentas veraniegas; perrinos falderos pegados al pantalón de pana de su amo; burros con carricoches cargados de pasto; mujerinas con calderillas de higos chumbos; “guarrapos” ibéricos hozando suelos en busca de bellotas imposibles; niños de un pasado en blanco y negro, buscando nidos y nueces en el nogal; inocentes niñas de posguerra recogiendo moras en verano, o flores para los versos de mayo, cantando canciones de su tiempo, que devolvían los ecos de las vaguadas: Tiene la Tarara un vestido blanco, que sólo se pone en el Jueves Santo; la Tarara sí, la Tatara no, la Tarara madre que la bailo yo...”

Una tarde cualquiera de los noventa, un hombrino viejo, de esos que pululan por estos textos, se adentró por la selvática maleza, en su postrero viaje al cortinal. Agarró la última piedra que le dejó levantar la “rabaílla”, y comprendió que aquella era, sí, la última piedra que sus manos nunca más levantarían. Miró triste a lo lejos, con el ceño fruncido y las recias arrugas marcadas en el entrecejo, vencido, y ya perdido ese punto colérico de nervio y furia, que otrora le diese fama de hombre “jerrizo”. En ese mismo instante, supo que aquel era el último portillo..., el último portillo de la vida y de la muerte. Fueron testigos, el sol del ocaso, las montañas nevadas de Traslasierra, los últimos pájaros de la tarde, y el aire cierzo, que se llevó, como un villano, las últimas gotas de sudor hacia las más lejanas constelaciones del olvido.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS