sábado, 7 de marzo de 2015

Ropa de domingo



En los baúles de lata y madera, o en los armarios de lunas de cristal y patas carcomidas, dormían las ropas reservadas para momentos especiales, como el día del patrón, alguna boda cercana o importantes fiestas de guardar. Descansaban en un letargo de oscuridad y naftalina, librando, con la mayor de las dignidades, la alocada carrera consumista de un sistema que vendría más tarde a idiotizarnos, y a marcarnos con el sello de una bestia apocalíptica que nos reduce al mundo feliz y programado que atisbase Huxley en su célebre novela.

Los viejos se vestían para la ocasión con pantalones de pana casi hasta los sobacos, “correína” de material, "chalequino" negro sobre camisa blanca almidonada (con pechera y sin cuello), sombrero de paño, y botines negros perfectamente embetunados. Todo con un añejo olor a baúl, que hasta el papel del caramelo que nos daban a los niños, despedía un plomizo aroma a alcanfor.

No podía faltar, tampoco, la “vardasca” de olivo en la mano, y la "ramina" de poleo en la boca. La vardasca era como el cordón umbilical que unía a los aldeanos con la tierra; era como una forma de salvar el vértigo que producían las cosas mundanas, aquellas que hacían al campesino sentirse desasido de las obligaciones y el contacto ancestral con el medio. De esta forma, la vara de olivo, los mantenía aferrados a su natural elemento, pues era gente muy sacada a trabajar y poco habituada a recesos. La fiesta era algo ocasional, y tal vez un lujo que a veces provocaba sarpullidos en la conciencia.

En aquellas tardes festivas, veíamos las figuras de los hombres en las zonas de tierra, jugando a “la rayuela”, con las camisas blancas arremangadas y la frente limpia de sudor. Con una mano lanzaban el chavo a la navaja, y con los dedos amarillentos de la otra, sujetaban el cigarro sin boquilla. Los demás permanecían mirando, hieráticos y firmes, como bíblicas estatuas de sal. No era de lo más frecuente ver a aquellos hombres de recio temperamento y nervio a flor de piel, en actitud relajada y placentera.

El aire frío del atardecer deshacía las partidas de rayuela y demás encuentros sociales, poniendo fin al pequeño paréntesis dominical, con frases como: “Habrá que ilsi recogiendu ya, que vieni un airi que afeita...” Y así, hasta el próximo domingo, pues no había sábados libres, ni se manejaban los modernos términos, como “puente” o “fin de semana”.

En los pueblos, nos “remuábamos” para la fiesta. “Remualsi”, o remudarse, podía significar dos cosas: cambiarse de muda (ropa interior), o ponerse la ropa de domingo, que a veces todo era una misma cosa. Esta dilatación entre muda y muda, hacía que algunas personas mayores no entendiesen posteriormente ciertas bromas televisivas, como aquel chiste de Eugenio, del picapedrero y el paquete de siete calzoncillos para los siete días de la semana.

La pelliza era la prenda de invierno masculina más usada. Cuando el sombrero de paño y la pelliza dejaban de ser aptos para “remuarse”, se colgaban en cualquier percha de la casa de los abuelos, proyectando figuras tenebrosas de tíos del sebo que desataban los miedos infantiles.

Las mujeres mayores vestían un variado muestrario de sayas, que servían para casi todo, y a falta de Mantón de Manila, usaban “pañuelos de cien colores”, que eran un sucedáneo más adaptado al exiguo poder adquisitivo de aquella España rural sembrada de guerras y miserias.

Me cuentan que las mozas de otros tiempos, tenían tres trajes reservados, independientemente de la época del año: el de domingo, el de “ante bueno” (de mayor nivel), y un tercer traje, considerado el mejor, para días verdaderamente especiales. Así aparecen ellas, tan sonrientes y ufanas en esas fotos cincuenteras, con algún puente romano en lontananza.

Eran telas guardadas, que pasaban todo el año compartiendo baúl con la colcha bordada de la bisabuela, y después de un par de décadas de vida limpia y placentera, acababan sirviendo como ropa de faena, entregándose a los fieros sudores de los campos extremeños.

Sobre finales de los sesenta empezaron a llegar las modas capitalinas, con pantalones de campana, camisas ajustadas de gran solapa (al estilo de Los Brincos y otros grupos yé yés del momento), zapatos y botas de tacón..., minifaldas atrevidas...,  collares y medallones de quincalla..., cabellos largos “despelujaos”..., y aquellos grandes cinturones macarrillas con el busto de un caballo en la hebilla. Estos excéntricos atuendos vinieron a poner fin a toda la indumentaria precedente, que había sido innegociable durante muchas décadas.

Los niños sesenteros y setenteros vestían ropas recortadas, como si hubieran encogido en un lavado en frío, o más bien hubiesen sido aprovechadas en exceso, ignorando el crecimiento de sus beneficiarios. Nos peinaban con flequillo, o con la raya perfectamente marcada con un peine que alguien compró en el mercado de Ahigal, mojando el peine con agua de pozo, previamente echada en el palanganero. Era la estética infantil que podemos ver en esas fotos de procesiones que tanto abundan por ahí, con niños lígrimos y fibrosos, muy distantes de la obesidad infantil de nuestros días, a base de comida basura y pseudocultura del mismo nombre.

Los chavales, por inercia, seguíamos jugando a las mismas cosas de cada día, sin reparar en la ropa que llevásemos puesta. Luego llegaba la bronca al regresar a casa, con la ropa manchada de saltar a "pídola", o de sentarnos en cualquier parte... “¡¡Uyyy cómo trai loh pantalonih..., ondi habrá ehtáu metiuuuu..., tira por ahí pa llá que te que te...!!”

El pantalón corto infantil recibía el nombre de “calzonas cortas,” que se usaban incluso en los meses de otoño y primavera, sujetas, en algunos casos, por tirantes.

Cuando llegaban los señoritos de los madriles, se distinguían por sus atuendos innovadores. Los propios niños de ciudad también eran portadores de otros ropajes distintos y más actuales que los locales. Los niños de los pueblos se acercaban con sus humildes ropas recién planchadas, como aquel niño pobre del poema de Juan Ramón Jiménez, al que la madre arreglaba con ilusión, y le decía, en un gesto de orgullo contenido: “Ea, pareces un ñiño rico...”

Entre las prendas de entretiempo, la rebeca era la prenda femenina por excelencia, y se usaba con algún zapato formal de medio tacón, que permanecía gran parte del año en la misma caja de cartón que trajo del comercio. Las mujeres, después de El Viacrucis, paseaban por las inmediaciones de las ermitas, cogidas del brazo, entre olor a escoba primaveral y la presencia de alguna monja novicia que vino a visitar a la familia.

El traje de comunión era el súmmum de las vestimentas, y suponía un gran esfuerzo económico para la mayoría de las casas. La temática era recurrente: para los niños, traje de marinero, blanco o azul marino, o en todo caso gris marengo, más acorde al gris de la tierra. Las niñas iban de blancores deslumbrantes, como pequeñas hadas extremeñas, resueltas y vivarachas. Desfilábamos en una especie de paseíllo taurino, mientras un fotógrafo único y multidisciplinar, tiraba una instantánea, pillando el destello de los zapatos de charol, al tiempo que las madres y abuelas mostraban la mayor cara de felicidad que se puede llegar a tener, cuando las pequeñas cosas se alzan como lo verdaderamente importante de la vida.

La atmósfera del domingo era distinta. De repente el ritmo se tornaba plácido y cansino, y hasta las golondrinas revoloteaban descuidadas y sabedoras, quizá, de que en aquel ambiente habitualmente hostil, de manera tácita, se firmaba un extraño armisticio en las tardes de domingo.

A falta de imaginación, ni tiempo para tenerla, la gente se limitaba a replicar las mismas costumbres de siempre. Lo más novedoso pudiera ser alguna escena de dos o tres hombres alrededor de un transistor, con la quiniela en la mano, sentados sobre cajas de cerveza. Las imágenes rurales del domingo eran pobres y limitadas, lejos de esas estampas impresionistas que podíamos ver en los parques de las ciudades.

Los niños hacíamos cola frente a una mujer sentada junto a una pared, que en cada pueblo se encargaba de vender las chucherías, con su humilde cesta llena de colorido y dulzores. A veces la camisa regresaba a casa manchada de chupa chúps de fresa.

La cultura de los vinos después de misa, fue en auge, hasta llegar a la máxima cota de popularidad en los ochenta, incorporándose las tapas y pinchos en los bares, con nuevas manchas y lamparones que añadir a las glamurosas ropas festivas.

Al atardecer del domingo, con la temperatura benevolente de junio, y sin cambiarse de ropa, los hombres llevaban el burro al cortinal, como única actividad del día; luego se paraban a hablar por los caminos, cuando ya el crepúsculo de sangre marcaba los estertores dominicales.

La tarde festiva tocaba a su fin, con gritos de niños jugando a “Tres marinos a la mar” y niñas saltando a la teja, con el lazo del vestido ya suelto. Así fuimos agotando los domingos, para dar paso a un mundo lleno de modas con fecha de caducidad reducida, ropajes espurios y cachivaches obsolescentes, con los que, los ingenieros sociales del tercer milenio, intentan dar carpetazo a lo poco de humano que nos va quedando, para acercarnos al hombre masa orteguiano, que una vez despojado de espiritualidad, se dedica a consumir sin medida y a competir ferozmente contra todos..., y tristemente, sin saberlo, contra sí mismo.

Y luego llegaba el lunes, sí..., el implacable lunes..., “lo tan real, hoy lunes,” que escribiese Jorge Guillén.



JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com