A
pesar de las asperezas, a pesar del
tiempo hostil y de las brusquedades, a pesar del mundo gris tantas
veces aquí glosado, crecimos arropados por un hermoso lenguaje de
los afectos, por una digna cultura de los abrazos, los besos y los
gestos humanos.
La palabra “prenda”
resonaba por las calles, por las casas, por los campos... Era una de
las palabras favoritas de nuestros mayores, una palabra comodín de
aquellos pueblos extremeños, con la que aprendimos a expresar el
amor espontaneo, que es el que brota desde dentro y no atiende a
razones objetivas.
En cualquier momento,
en cualquier calle, podíamos ver, o simplemente escuchar, la
siguiente escena: Una abuela abriendo los brazos, y un niño pequeño
correteando con los brazos en alto hacia ella, y esta última
gritando: “¡¡Vengaaaa la mi prendaaaaaaa...!!”; y
luego escuchábamos una ráfaga de besos compulsivos que se antojaban
interminables... Y cuando parecía haber
finalizado el ataque afectivo de la anciana, después de unos
segundos de silencio, sonaba con más fuerza una segunda acometida de
la abuela, volviendo a la carga con otro arrebato de
amor desmedido: “¡¡Vengaaa la cosa máh bonitaaaaa que
dioh ha echau al munduuuu...!!,” y nuevamente
se oía el besuqueo estridente y pertinaz, hasta dejar al niño al
borde de la transfusión de sangre.
En toda esta cultura
de los afectos, como podemos ver, jugaban un papel
indispensable los abuelos. Con ellos aprendimos el lenguaje verbal y
corporal de la ternura. Nos colgábamos del cuello del abuelo con la
barba pinchándonos en la cara, o nos abandonábamos en los brazos
amorosos de la abuela, siempre sonrientes los dos, siempre dispuestos
y entregados al cariño contra viento y marea. Posiblemente nadie nos
haya perdonado tanto nuestros defectos como ellos, defendiéndonos
hasta llegar a la mentira en nuestro favor. Al hacerles la visita
oportuna, ya en nuestra torpe adolescencia, se les encendían los
ojillos, como inocentes mendigos de una ración de afecto del que se
sabían acreedores; un afecto que, al vernos crecer,
intuían alejarse,
viéndonos ya con la
mostrenca pubertad a cuestas, un tanto distantes e imbuidos de locura
juvenil y modernidad.
El lenguaje amoroso
fluía por las calles, cohabitando con el lenguaje áspero, y las
malas pulgas, que también las había... Las mujeres mayores
calificaban a los niños de “bonitos”, aunque el niño en
particular no fuese especialmente agraciado: “¿Qué
quiérih, bonitu...?”,“¿Ondi vah, bonita...?”
Los más pequeños
corríamos por las calles huyendo de los muchachones que irrumpían
en nuestra paz como tiranosaurios del Cretácico rural, y
encontrábamos el abrazo protector de la abuela, con la palabra
“prenda” por delante, como un refugio atávico... como un
burladero o majada de los juegos infantiles donde hallarnos a salvo.
Algunos hombres vestían
una fingida coraza frente a las expresiones de cariño, mostrando el
gesto agrio y la colilla del cigarro en la boca, pero esto no era más
que una pose de cara al exterior, pues luego se ablandaban, como
cualquiera, y se les caían las lagrimillas en la boda de la hija, o
en la comunión de la nieta, provocando la risilla contenida de los
más cercanos... Otros varones, en cambio, vivían las emociones y el
cariño sin complejos.
Cuando un niño pequeño
se encontraba desvalido en la calle, ante al acoso febril de la
muchachería, comenzaban a sonar, in crescendo, voces benefactoras de
mujeres mayores, que acudían en su auxilio: “Probecitu,
dejal a la criaturita... no soh da vergüenza...”; y un
aluvión de afecto y justicia inundaba al infante, que se sentía
protegido por momentos...
Los niños éramos
zalameros y besucones, como todos los niños del mundo si no se les
reprime, ni se exponen a excesivas influencias televisivas o
cibernéticas, ni a la nueva doctrina de un mundo cainita,
que ha rebajado nuestra empatía a un largo bostezo frente a
las calamidades que cada día nos muestra la caja tonta... reflejo de
ese marcado olor a azufre que va teniendo el mundo.
Y por allí andábamos
nosotros, los niños de aquel tiempo, sentados en la rodilla de pana
del abuelo, con olor a alcanfor, o en las “jaldas de la abuela”,
con olor a ajos... entre llares rebozadas de hollín y pucheros a la
lumbre. Regresan fugazmente a nuestra mente esos gratos momentos de
aquella singular y amable combinación, sí, de alcanfor, ajo, humo,
lumbre y amor.
Como siempre ha pasado,
los niños, al crecer, íbamos perdiendo el lenguaje de los afectos,
inspirados por películas y otros engendros que nos iban llegando,
dejándonos una impronta de chulería que poníamos en práctica en
las “calles de la burla”. Las niñas, en cambio, seguían
mostrándose cariñosas entre ellas, con amigas del alma abrazadas
por todas partes. El afecto entre los muchachos costaba mucho más...
era un afecto tácito, algo que se daba por entendido pero que nunca
se manifestaba, pues el más pequeño gesto de blandenguería nos
situaba al borde del ridículo, y frente a la mofa de un implacable
tribunal muchachil, ante el cuál había que mostrarse siempre con
impostado gesto desabrido... Una vez pasado el sarampión pueril del
desafecto, íbamos dulcificando poco a
poco nuestro talante seco,
y así, con unos años más, nos íbamos
atreviendo tímidamente con
pequeñas caricias a los niños más pequeños, o entrecortados
saludos a los vecinos, casi rozando la amabilidad.
Cuando ocurría una
desgracia en cualquier familia, ya fuese el incendio de una casa, de
un corral... o la pérdida de un ser querido, los afectados se
sentían arropados por el resto del pueblo. La gente se volcaba con
ellos, y el sentimiento de solidaridad brotaba por encima incluso de
pequeñas diferencias, priorizando el calor humano, que es lo único
que nos puede hacer crecer como personas. La gente, ante esas
situaciones, comprendía dónde estaba lo verdaderamente importante,
y es entonces cuando tomaba las riendas el corazón, liberado de la
rígida armadura cerebral, como
en aquella famosa frase de Blaise Pascal cuando dijo que “el
corazón tiene razones que la razón no entiende”. Ahora vivimos en
absurdas colmenas de edificios donde apenas conocemos de vista a los
vecinos, que no pasan de ser ocasionales compañeros de breves
comentarios meteorológicos en el estrecho espacio del ascensor,
tragándose cada uno para sí sus cuitas, sin el hombro amigo en el
que descansar.
Después de un largo
tiempo sin vernos, los muchachos no éramos capaces de manifestar
nuestro afecto ni a tiros... ni siquiera a darnos la mano. Al
regresar algún amigo de Madrid, después de un año de ausencia,
simplemente agachábamos la cabeza, llenos de vergüenza, y decíamos,
con voz agañotada, algo así como: “Qué pasa...” , al tiempo
que mirábamos cabizbajos hacia el suelo y pegábamos un tímido
puntapié a un palo, o a un yerbajo, que siempre los había a nuestro
alrededor. Nos quedábamos allí, paralizados, como figuras de cartón
piedra, y en medio del rubor nos limitábamos a informar al recién
llegado sobre alguna novedad intrascendente acaecida en el pueblo:
“Fulanito tiene otro perro...,” o tal vez: “Citanito se cayó
de un cancho y se partió un brazo...”
Los ancianos agradecían
el afecto incluso de manera involuntaria. Siendo muy niño recuerdo
correr todos los días a abrazarme a la pierna de un octogenario que
pasaba por mi puerta, con cayada en mano y dificultad para caminar,
poniendo en riesgo su equilibrio y obligándolo a estar unos segundos
detenido, en una calle de por sí dificultosa, entre piedras, perros
y gallinas. El anciano, lejos de enfadarse, reía jubiloso ante
aquella cómica muestra de cariño, que para mí seguramente no era
más que un juego.
Las abuelas seguían
llamando “prenda” a los nietos hasta después de hacer la mili, o
incluso mucho tiempo más tarde, como si viviesen en un eterno
presente y el tiempo fuese tan sólo un fulano de poco fiar.
Las mujeres eran
siempre más sensibles y dadas al llanto. Las mismas que lloraron en
el pasado con los romances de los ciegos, siguieron llorando después
con novelas de la incipiente televisión..., con los versos de mayo
en la iglesia..., o con la desdichada cabrerilla de Casablanca de
Gabriel y Galán.
Se nos fueron los
abuelos del cariño... los abuelos del amor y los abrazos... los
abuelos del caramelo y la sonrisa permanente... a los que nunca
pagaremos, ni de lejos, todo lo que nos dieron y enseñaron. Ahora
nos queda, sí, un mundo desangelado, abigarrado de píxeles y
microchips; todo perfectamente pergeñado por alguna suerte de
demonio que, sabedor del “divide y vencerás”, colocó
astutamente una pezuña en cada extremo de las cosas, para que,
eligiendo aquí o allá, permanezcamos enfrentados en un mundo
competitivo, agresivo y ramplón, robándonos lo único que nos puede
salvar como especie, que es el Amor con mayúsculas, y lo único que
nos puede dignificar, que es la justicia... Y ahí andamos a la
gresca, torpes y primarios, hasta por cosas tan triviales como el
fútbol, qué sé yo.
Ahora encontramos a
personas en las plazas de las ciudades regalando abrazos a los
viandantes, haciendo extraordinario algo que portábamos de serie, y
que algún malicioso ingeniero social retiró de la cadena de
montaje, dejándonos con el trasero al aire, al albur de un tiempo
atribulado, postrados ante un transhumanismo robótico y triste,
perfectamente diseñado para un mundo donde el amor ni está ni se le
espera.
En la noche oscura de
la vida, el niño que siempre fuimos, en medio de la zozobra, se
quedará esperando la figura de una abuela sonriente, con pañuelo
negro a la cabeza y los brazos abiertos... pero esta vez sin
encontrarla.
Hoy la palabra “prenda”
no es más que un pingajo de tela colgado en galácticos salones de
grandes almacenes, desvaneciéndose en la obsolescencia estéril de
la modernidad... Hemos perdido en el cambio, sin duda, y ahora nos
toca, mal que nos pese, despertar.
JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS