sábado, 2 de enero de 2016

Prenda



A pesar de las asperezas, a pesar del tiempo hostil y de las brusquedades, a pesar del mundo gris tantas veces aquí glosado, crecimos arropados por un hermoso lenguaje de los afectos, por una digna cultura de los abrazos, los besos y los gestos humanos.

La palabra “prenda” resonaba por las calles, por las casas, por los campos... Era una de las palabras favoritas de nuestros mayores, una palabra comodín de aquellos pueblos extremeños, con la que aprendimos a expresar el amor espontaneo, que es el que brota desde dentro y no atiende a razones objetivas.

En cualquier momento, en cualquier calle, podíamos ver, o simplemente escuchar, la siguiente escena: Una abuela abriendo los brazos, y un niño pequeño correteando con los brazos en alto hacia ella, y esta última gritando: “¡¡Vengaaaa la mi prendaaaaaaa...!!”; y luego escuchábamos una ráfaga de besos compulsivos que se antojaban interminables... Y cuando parecía haber finalizado el ataque afectivo de la anciana, después de unos segundos de silencio, sonaba con más fuerza una segunda acometida de la abuela, volviendo a la carga con otro arrebato de amor desmedido: “¡¡Vengaaa la cosa máh bonitaaaaa que dioh ha echau al munduuuu...!!,” y nuevamente se oía el besuqueo estridente y pertinaz, hasta dejar al niño al borde de la transfusión de sangre.

En toda esta cultura de los afectos, como podemos ver, jugaban un papel indispensable los abuelos. Con ellos aprendimos el lenguaje verbal y corporal de la ternura. Nos colgábamos del cuello del abuelo con la barba pinchándonos en la cara, o nos abandonábamos en los brazos amorosos de la abuela, siempre sonrientes los dos, siempre dispuestos y entregados al cariño contra viento y marea. Posiblemente nadie nos haya perdonado tanto nuestros defectos como ellos, defendiéndonos hasta llegar a la mentira en nuestro favor. Al hacerles la visita oportuna, ya en nuestra torpe adolescencia, se les encendían los ojillos, como inocentes mendigos de una ración de afecto del que se sabían acreedores; un afecto que, al vernos crecer, intuían alejarse, viéndonos ya con la mostrenca pubertad a cuestas, un tanto distantes e imbuidos de locura juvenil y modernidad.

El lenguaje amoroso fluía por las calles, cohabitando con el lenguaje áspero, y las malas pulgas, que también las había... Las mujeres mayores calificaban a los niños de “bonitos”, aunque el niño en particular no fuese especialmente agraciado: “¿Qué quiérih, bonitu...?”,“¿Ondi vah, bonita...?”

Los más pequeños corríamos por las calles huyendo de los muchachones que irrumpían en nuestra paz como tiranosaurios del Cretácico rural, y encontrábamos el abrazo protector de la abuela, con la palabra “prenda” por delante, como un refugio atávico... como un burladero o majada de los juegos infantiles donde hallarnos a salvo.

Algunos hombres vestían una fingida coraza frente a las expresiones de cariño, mostrando el gesto agrio y la colilla del cigarro en la boca, pero esto no era más que una pose de cara al exterior, pues luego se ablandaban, como cualquiera, y se les caían las lagrimillas en la boda de la hija, o en la comunión de la nieta, provocando la risilla contenida de los más cercanos... Otros varones, en cambio, vivían las emociones y el cariño sin complejos.

Cuando un niño pequeño se encontraba desvalido en la calle, ante al acoso febril de la muchachería, comenzaban a sonar, in crescendo, voces benefactoras de mujeres mayores, que acudían en su auxilio: “Probecitu, dejal a la criaturita... no soh da vergüenza...”; y un aluvión de afecto y justicia inundaba al infante, que se sentía protegido por momentos...

Los niños éramos zalameros y besucones, como todos los niños del mundo si no se les reprime, ni se exponen a excesivas influencias televisivas o cibernéticas, ni a la nueva doctrina de un mundo cainita, que ha rebajado nuestra empatía a un largo bostezo frente a las calamidades que cada día nos muestra la caja tonta... reflejo de ese marcado olor a azufre que va teniendo el mundo.

Y por allí andábamos nosotros, los niños de aquel tiempo, sentados en la rodilla de pana del abuelo, con olor a alcanfor, o en las “jaldas de la abuela”, con olor a ajos... entre llares rebozadas de hollín y pucheros a la lumbre. Regresan fugazmente a nuestra mente esos gratos momentos de aquella singular y amable combinación, sí, de alcanfor, ajo, humo, lumbre y amor.

Como siempre ha pasado, los niños, al crecer, íbamos perdiendo el lenguaje de los afectos, inspirados por películas y otros engendros que nos iban llegando, dejándonos una impronta de chulería que poníamos en práctica en las “calles de la burla”. Las niñas, en cambio, seguían mostrándose cariñosas entre ellas, con amigas del alma abrazadas por todas partes. El afecto entre los muchachos costaba mucho más... era un afecto tácito, algo que se daba por entendido pero que nunca se manifestaba, pues el más pequeño gesto de blandenguería nos situaba al borde del ridículo, y frente a la mofa de un implacable tribunal muchachil, ante el cuál había que mostrarse siempre con impostado gesto desabrido... Una vez pasado el sarampión pueril del desafecto, íbamos dulcificando poco a poco nuestro talante seco, y así, con unos años más, nos íbamos atreviendo tímidamente con pequeñas caricias a los niños más pequeños, o entrecortados saludos a los vecinos, casi rozando la amabilidad.

Cuando ocurría una desgracia en cualquier familia, ya fuese el incendio de una casa, de un corral... o la pérdida de un ser querido, los afectados se sentían arropados por el resto del pueblo. La gente se volcaba con ellos, y el sentimiento de solidaridad brotaba por encima incluso de pequeñas diferencias, priorizando el calor humano, que es lo único que nos puede hacer crecer como personas. La gente, ante esas situaciones, comprendía dónde estaba lo verdaderamente importante, y es entonces cuando tomaba las riendas el corazón, liberado de la rígida armadura cerebral, como en aquella famosa frase de Blaise Pascal cuando dijo que “el corazón tiene razones que la razón no entiende”. Ahora vivimos en absurdas colmenas de edificios donde apenas conocemos de vista a los vecinos, que no pasan de ser ocasionales compañeros de breves comentarios meteorológicos en el estrecho espacio del ascensor, tragándose cada uno para sí sus cuitas, sin el hombro amigo en el que descansar.

Después de un largo tiempo sin vernos, los muchachos no éramos capaces de manifestar nuestro afecto ni a tiros... ni siquiera a darnos la mano. Al regresar algún amigo de Madrid, después de un año de ausencia, simplemente agachábamos la cabeza, llenos de vergüenza, y decíamos, con voz agañotada, algo así como: “Qué pasa...” , al tiempo que mirábamos cabizbajos hacia el suelo y pegábamos un tímido puntapié a un palo, o a un yerbajo, que siempre los había a nuestro alrededor. Nos quedábamos allí, paralizados, como figuras de cartón piedra, y en medio del rubor nos limitábamos a informar al recién llegado sobre alguna novedad intrascendente acaecida en el pueblo: “Fulanito tiene otro perro...,” o tal vez: “Citanito se cayó de un cancho y se partió un brazo...”

Los ancianos agradecían el afecto incluso de manera involuntaria. Siendo muy niño recuerdo correr todos los días a abrazarme a la pierna de un octogenario que pasaba por mi puerta, con cayada en mano y dificultad para caminar, poniendo en riesgo su equilibrio y obligándolo a estar unos segundos detenido, en una calle de por sí dificultosa, entre piedras, perros y gallinas. El anciano, lejos de enfadarse, reía jubiloso ante aquella cómica muestra de cariño, que para mí seguramente no era más que un juego.

Las abuelas seguían llamando “prenda” a los nietos hasta después de hacer la mili, o incluso mucho tiempo más tarde, como si viviesen en un eterno presente y el tiempo fuese tan sólo un fulano de poco fiar.

Las mujeres eran siempre más sensibles y dadas al llanto. Las mismas que lloraron en el pasado con los romances de los ciegos, siguieron llorando después con novelas de la incipiente televisión..., con los versos de mayo en la iglesia..., o con la desdichada cabrerilla de Casablanca de Gabriel y Galán.

Se nos fueron los abuelos del cariño... los abuelos del amor y los abrazos... los abuelos del caramelo y la sonrisa permanente... a los que nunca pagaremos, ni de lejos, todo lo que nos dieron y enseñaron. Ahora nos queda, sí, un mundo desangelado, abigarrado de píxeles y microchips; todo perfectamente pergeñado por alguna suerte de demonio que, sabedor del “divide y vencerás”, colocó astutamente una pezuña en cada extremo de las cosas, para que, eligiendo aquí o allá, permanezcamos enfrentados en un mundo competitivo, agresivo y ramplón, robándonos lo único que nos puede salvar como especie, que es el Amor con mayúsculas, y lo único que nos puede dignificar, que es la justicia... Y ahí andamos a la gresca, torpes y primarios, hasta por cosas tan triviales como el fútbol, qué sé yo.

Ahora encontramos a personas en las plazas de las ciudades regalando abrazos a los viandantes, haciendo extraordinario algo que portábamos de serie, y que algún malicioso ingeniero social retiró de la cadena de montaje, dejándonos con el trasero al aire, al albur de un tiempo atribulado, postrados ante un transhumanismo robótico y triste, perfectamente diseñado para un mundo donde el amor ni está ni se le espera.

En la noche oscura de la vida, el niño que siempre fuimos, en medio de la zozobra, se quedará esperando la figura de una abuela sonriente, con pañuelo negro a la cabeza y los brazos abiertos... pero esta vez sin encontrarla.

Hoy la palabra “prenda” no es más que un pingajo de tela colgado en galácticos salones de grandes almacenes, desvaneciéndose en la obsolescencia estéril de la modernidad... Hemos perdido en el cambio, sin duda, y ahora nos toca, mal que nos pese, despertar.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS