domingo, 25 de febrero de 2018

Por la pinta



Vivíamos lejos, muy lejos, de la cultura de la imagen, de la cultura de la fachada exterior: las presentaciones encorsetadas, por un lado, o el abandono impostado de las modas transgresoras, por otro. Vivíamos, en fin, ajenos a la publicidad y al resto de escenarios donde se rinde culto a los imperantes feudos de la vacuidad...
Al contrario que las tribus urbanas, nuestra imagen era una imagen natural, sin pretendidos y calculados desaliñosLos niños transitábamos alegres por todas partes, con nuestro aspecto descuidado, en nuestra “tribu rural”, y en medio de un decorado donde, quizá, se hacía más certera que nunca aquella frase de Valle Inclán de: "La imagen más bella es absurda en un espejo cóncavo".
Las caras y la indumentaria pugnaban por ganarse un sitio en el reino de los desheredados. Si la indumentaria era precaria, las caras, de igual forma, se mostraban sin cremas ni tratamiento alguno. Campaban a sus anchas los radicales libres, quizá como el precio a pagar, curiosamente, por ser "radicalmente libres" en medio de la naturaleza que teníamos a tiro de piedra. Algo bueno teníamos que tener, claro, disfrutando de aquella libertad plena que nos daban los cielos inabarcables, los horizontes en lontananza, el olor a poleo de los humedales, o los sonidos polifónicos de los campos... Siempre hay una bondadosa ley que tiende a compensar las faltas de aquí o de allá, con tesoros injustamente valorados, hasta que el tiempo les pone su pátina añeja, y acaban adquiriendo la solera propia de las cosas verdaderas.
Nos sacaban por la pinta. Siempre había un parecido, por ejemplo, con algún abuelo paticorto y cara de expresión leguleya; y así nos lo recordaban por todas partes unos y otras. "Se da un airi a su agüelu en la cara"... "Eh calcaíta calcaíta a su agüela Catalina…" “Se paeci toitu a su agüelu Prudenciu en lah narícih”… “Sali tooo a su bisagüelu en el geniacu que tieni...”, eran algunas de las frases que escuchábamos a menudo por boca de las vecinas. Siempre había un gesto, no sé..., una impronta atávica, una mueca particular de la familia..., una forma de colocar las manos por detrás..., una manera de andar con los pies zambos, torpemente, o con los pies abiertos y la cabeza alta, en actitud resuelta. Tal vez había una risa tontorrona heredada de varias generaciones atrás, o quizá una nariz chata, casi simiesca, que era propia de todos los vástagos de algún linaje particular. Todas eran formas de significarnos, y nunca faltaba un hábil fisonomista que se aventuraba a sacar parecidos, aunque con frecuencia surgían las discrepancias: había quien sacaba un parecido y había quien sacaba otro, y en numerosas ocasiones ambas partes tenían razón.
Nuestra pinta infantil era una pinta de pinto pinto gorgorito..., de juegos al aire libre..., de casas de puertas abiertas..., de ojos entornados mirando el paso viajero de las cigüeñas..., de “jarapales” por fuera del pantalón..., de mataduras en las piernas curadas con alcohol..., de olor a “cuchifritos”..., de saltos a pídola, los niños, y las niñas a la comba con la cuerda vieja del corral. Era una pinta de juegos en la era y crepúsculos de sangre al atardecer..., de piedras volanderas y sálvese quien pueda. Nuestra pinta era una pinta, en fin, que pintaba muy bien, en libertad continua y en compañía constante, ajenos a todos los problemas nacionales, internacionales y hasta incluso locales, pues ya bastante teníamos con salvar el pellejo por aquellas calles espartanas de “calambuco y “zurriaga”, calles alocadas de “vardascazos” y carreras repentinas hacia todas partes, en una permanente estampida donde la suerte estaba echada a pares y nones.
El aspecto, ni que decir tiene, jugaba un papel irrelevante en todo orden de cosas. Todo guardaba una pinta sin pintar, empezando por las calles y las casas, que ofrecían una apariencia casi virgen desde muchos años atrás. Al mirar las fotos en blanco y negro, observamos que todo estaba deslucido: las paredes sin pintar, las puertas viejas sin pintar, las ventanas sin pintar..., e incluso la gente pintaba más bien poco en sí misma, pues eran supervivientes de un microcosmos básico, descolorido y tirando a escala de grises. A falta de pintura, en cambio, "pintaban bastos", sí, pintaban bastos mucho más a menudo de lo que aquella admirable gente hubiese deseado.
En contraste con nuestro aspecto y desaliño, teníamos, en cambio, unos principios y un orden, donde predominaba el respeto a las personas mayores y una disciplina de vida indispensable para salir indemnes al paso de los años, sin secuelas ni traumas anglosajones importados…, pues en la mayoría de los casos, la austeridad de aquellos pueblos suponía una gran escuela para la vida, donde las familias, aún a pesar de los pesares, estaban razonablemente estructuradas, algo que debemos sin duda a nuestros mayores, que se esforzaron en inculcarnos un código de valores, si, difícilmente visible en nuestros días, en ningún estrato social y bajo ninguna indumentaria al uso.
Las madres se esmeraban amorosamente en peinarnos con la raya bien marcada, pero nuestro pelo, apenas tomaba contacto con la calle, recobraba su anarquía natural de inmediato. Nuestro pelo era un pelo de la calle, y a la calle volvía como a su espacio natural…; y allí, en la calle, con nuestra pinta de siempre, nos lanzábamos nuevamente a un abismo de aventura sin parangón, con los ojos encendidos y cara de velocidad.
El aspecto de algunas personas no dictaba mucho al de aquellos pobres representados en el arte pictórico del barroco español. Murillo y Velázquez pueden darnos importantes pistas al respecto. Si estos genios del pincel hubieran ejercido de viajeros en el tiempo, y se hubiesen dado alguna vuelta por aquellos entornos nuestros de la Extremadura rural, pintando alguno de sus cuadros costumbristas, no hubiese sido fácil advertir la diferencia entre sus mendigos del siglo XVII y nuestros campesinos del siglo XX, con remiendos hasta en la piel, sombreros de paja, tan rotos, que parecían arrebatados a los espantapájaros, o zapatos deslustrados donde el betún un buen día se fue a por tabaco y no volvió...
La palabra “pinta”, en sus distintas acepciones, tenía gran predicamento en aquel tiempo relatado: Jugábamos a la "pinta" con un trozo de teja en el suelo, de las tantas que ofrecían generosos los salientes de los tejados. Eran cachos de tejas oscuras y húmedas que caían como brevas maduras sobre un suelo repleto de yerbajos y rollos de guijarro… Siempre había un graciosillo que en medio de los juegos decía cosas de tradición pastoril como: “Por la pinta y la oreja se conoce a la oveja…” Cerca de nosotros, tal vez, escuchábamos cantar “La Pájara Pinta” en aquellos juegos de corro y devaneos comprometedores, con voces infantiles de niñas que se perdían en el eco de las tardes lugareñas. "Estaba la pájara pinta a la sombra de un verde limón / Con las alas cortaba la rama, con el pico cortaba la flor / Ay ay ay, dónde estará mi amor..."
“Pintarruecas” llamaban los lugareños a las mujeres foráneas que acudían por aquellas aldeas extremeñas de tarde en tarde, exageradamente maquilladas y ampulosamente ataviadas, que ponían un punto de contraste e incomodidad en las austeras y recatadas calles locales.
En algún retrato olvidado nos descubrimos mirándonos a los ojos con nostalgia. Nosotros, allí ,con nuestras pintas y ropas pasadas de moda…, y la foto se torna en un espejo atemporal en el que nos observamos, con la sonrisa permanente en el papel, incapaces de advertir aún la distopía perversa de un futuro tan repleto de robótica como despojado de humanidad.
Aunque el aspecto de los campesinos era básicamente el mismo, con sus caras un tanto desnutridas y sus precarias vestimentas, había, en cambio, una gran variedad de rasgos físicos, rasgos provenientes de numerosas culturas que conformaron nuestro pasado... Así pues, encontrábamos caras celtas, de ojos verdes (propias quizá de los vetones) poniéndole la cincha al burro a la puerta del corral; muleros andinos de la Ruta de la Plata, con su piel cetrina, cavando las patatas; valquirias vikingas lavando zurraspas en arroyos cristalinos…; visigodos centroeuropeos de ojos azules con la boina ladeada…; íberos norteafricanos, de tez morena, barnizada de sudores, en el muelo de la era…; jóvenes romanas atusándose el pelo en las calles soleadas; o alguna cara de expresión severa, quizá propia de espigados hidalgos, caminando lentamente con un sacho al hombro por alguna recóndita centenera.

"Vaya pelitáhqui que tieni”, se escuchaba decir a menudo los aldeanos. Era una expresión relativa al mal pelo de los animales descuidados por sus dueños (que se hacía extensible también a las personas), aunque los señalados dueños de tal descuido, a veces no tenían mucho mejor pelo, o “pelitáhqui”, que sus propios animales, y, por tanto, tampoco había mucho que reprocharles.
En las vacaciones veraniegas, es frecuente encontrarnos de vez en cuando con algún niño forastero sobre el cual desconocemos su procedencia, y al final siempre hay un rasgo, un algo..., no sé..., que nos sitúa en una pista para sacarlo por la pinta... Nos quedamos parados, un instante, mirando al citado infante en una determinada calle, quizá junto a una puerta de sus antepasados, hasta que, al instante, se nos enciende una lucecilla reveladora que nos aproxima a su estirpe, y entonces el niño, de golpe, zasss, aparece como por arte de magia dentro de un contexto, donde sus rasgos y gestos pasan a resultarnos familiares, y esa nariz respingona y ojillos vivarachos que tanto nos sonaban, de repente nos sitúan en la senda de su linaje, probablemente de algún padre, quizá, que fuese compañero nuestro de juegos y aventuras.
Los cuadros humanos que vimos en el pasado, a nada que hagamos un pequeño ejercicio de memoria, vuelven a nosotros con la fuerza de antaño: niños flacos, de cabeza grande, mirada esquiva y orejas desabrochadas a punto de echarse a volar…; viejos de arrugas marcadas como surcos de tierra, y pantalones de talle largo subidos por encima del ombligo, con una cuerda de las alpacas a modo de correa; viejinas ocultas en el pañuelo que apenas dejaban ver entre las sombras la boca hundida y un diente solitario que, por alguna extraña razón, nunca quiso caerse...; perros escuálidos, como sacados del Quijote, que deambulaban errantes y se acercaban, con más miedo que vergüenza, ante un ademán fallido de echarles un cacho de pan…; hombres de mediana edad, de rostro quemado y cigarro adosado a la boca, como una protuberancia humeante salida de los mismos labios…; mujeres hacendosas, ataviadas de mandiles y trapos por todas partes, de temperamento nervioso, que entre numerosos quehaceres sacaban siempre un rato para un chismorreo robado en cualquier esquina…
Con nuestras pintas citadas vivíamos felices, libérrimos, sin modas ni esnobismos, sin subterfugios donde escondernos. Alegres, sí, y abiertamente niños, con una humilde puesta en escena, en nuestra vida rural "low cost".
Y aquí seguimos dando pábulo a un pasado con muy buena pinta, aún lleno de vitalidad, que a golpe de recuerdos regresa con fuerza, memoria en ristre, y llega a nosotros como una tabla de salvación. Un pasado que se obstina en burlar a un presente prefabricado y desalmado, que pretende aniquilar nuestra memoria con permanentes ráfagas de actualidad, pero a cuyo fulano aún respondemos, insolentes, con la cabeza bien alta, aquello de: "Los muertos que vos matáis gozan de buena salud".

JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
de_un_tiempo@protonmail.com