domingo, 14 de junio de 2020

Cuando nada se oía



Todo era paz y silencio, en una calle cualquiera de nuestra infancia, una calle quizá poco transitada, con dos o tres corrales y un par de viviendas... De repente, de esquina a esquina, como saliendo de la nada, pasaba un torbellino de niños corriendo y gritando; después se escuchaban sus vocecillas alejarse hasta perderse en lontananza, volviendo la quietud a imperar como norma en la calle solitaria donde nada se oía, si acaso el leve ruido del maltratado plato de una bombilla en la pared, ligeramente movido por el aire.

Los pueblos alternaban momentos bullangueros con profundos silencios. De aquellas bullas y algarabías del pasado ya hablamos largamente, y ahora nos vamos a centrar en la mística del silencio... Hagamos un ejercicio de memoria para volver a reencontrarnos con aquellos sosiegos insuperables. Fueron pequeños instantes, momentos bellos que, quizá, nos pasaron desapercibidos, pero que ahora, al recordarlos, nos dejan un poso de felicidad del que en su día no fuimos debidamente conscientes.

A cualquiera que viviese en una calle un poco retirada, le bastaba con asomarse un momento apoyado en el quicio de la puerta, para vivir un rato de reposo y silencio, de ese silencio exactamente aquí relatado, aunque el silencio pudiese verse alterado en cualquier instante por alguna vecina jacarandosa y resuelta, asomada a su respectiva puerta.¡Ehhh Petra, vaya un airuchu que se acaba de levantal…!”

Las viejas en las solanas, por momentos dejaban de hablar, y quedaban allí, estáticas, con el inapreciable movimiento de los dedos sobre la aguja, convertidas en estatuas de bronce coronadas con sombrero de paja... Mientras tanto, a su alrededor no se escuchaba nada, si acaso el liviano movimiento de las hojas de una parra.

En este ambiente de paz y reposo, jugaban un papel destacado los “serenos” de las casas. Esos lugares interiores al descubierto, de suelos pétreos y parras verticales, se tornaban en sosegados claustros medievales, donde sus privilegiados moradores quedaban al margen de la calle, gozando de la paz monacal y gatuna que allí se respiraba... Qué suerte dormir en una habitación que diese a un sereno, exento de ruidos callejeros. En los serenos se sentaban a coser las viejinas, junto al gato que se desperezaba tumbado sobre las lanchas de cantería, mientras todo invitaba a la calma.

Cuántas veces pudimos contemplar escenas como ésta: Un niño en una calle, al cuidado de la abuela, haciendo equilibrios sobre una piedra elevada... De repente, la voz estridente de la anciana rompía el silencio, con ese fatalismo secular de nuestros mayores: "Ehtoy viendu que te cais... ¡ehtoy viendu que te caaaaais!"; porque las abuelas, sí, siempre repetían la misma frase dos veces, y la segunda vez con un todo elevado, amenazante, acompañado de un mohín desdentado, y una mirada acusadora por encima de las gafas caídas.

Y ya puestos a imaginar, podemos aventurarnos a proyectar en nuestra mente escenas de la vida de nuestros mayores, con gran aproximación a lo ocurrido… Podemos imaginar… no sé, a alguno de nuestros abuelos en pleno campo al terminar la jornada; sentándose a descansar en un cancho, mientras limpia con su antebrazo el sudor de la frente, en la calma absoluta del atardecer… Allí, en la soledad de un prado verde y florido (como fondo de un lienzo impresionista), mirando el cielo rojizo en la cresta de las sierras, entre vencejos revoloteando los aires y el olor a poleo de un regato cercano.

A veces, en la serenidad primaveral de los campos, entre una paz inusitada con olor a escobas, podíamos escuchar a lo lejos los balidos de las ovejas y sus campanillos..., o a diversos pájaros, algunos ya extintos; pero eran ruidos diluidos en el sosiego de los campos, ruidos compatibles con la propia naturaleza del silencio... Hasta incluso, al detener nuestros pasos, escuchábamos levemente el ruidecillo eléctrico de los cables de las torretas de la luz.

Grillos, chicharras, cucos, cárabos nocturnos, ruiseñores en los álamos de los arroyos... y demás pequeña fauna con sus ruidos amables, se integraban en la paz de los paisajes, como miembros de pleno derecho de aquella hermosa cofradía del silencio.

Nadie mejor que los niños que cambiamos bruscamente el pueblo por el asfalto, para percibir ese frente acústico metropolitano, que nos tocó encarar en la nueva existencia urbanita... Incluso desde nuestra habitación, al dormir, nos invadían constantes y molestos ruidos nocturnos de coches, motos estridentes, camiones de la basura cargando y descargando... Nada que ver con nuestro pasado pueblerino. Fue ahí, en esos pequeños detalles, donde empezamos a maliciarnos de que no era todo oro lo que nos habían vendido.

Hasta la luna guardaba silencio en las noches de agosto... De niño miraba los imponentes cielos estrellados del estío, y me veía a mi mismo flotando y avanzando entre los astros, imaginando un silencio sideral inexplicable con palabras, tan sólo alterado por los grillos incansables de la noche veraniega.

Uno de los declarados enemigos del silencio rural, era... sí, efectivamente, lo habéis adivinado, el reloj del campanario, que nos devolvía sin delicadeza al mundo de los vivos, con su inoportuna insolencia de bronce, bajándonos bruscamente desde las nubes hacia el suelo de rollos de nuestra calle. Al escuchar los castañazos del badajo, todo volvía a su sitio, y la realidad se hacía cruelmente presente... A propósito de este asunto, desde niño escuché una anécdota real, que podría encajar perfectamente en cualquier novela de Camilo José Cela. Un hombre del pueblo, por los años 50, tenía tal facilidad para expeler ventosidades a placer, que cuando caminaba por las calles, al sonar las campanadas del reloj, a cada golpe respondía con un cuesco seco y sonoro, y aunque sonasen las doce no importaba... Lo hacía simplemente como un juego, como un divertimento que pusiese el contrapunto en el tragicómico discurrir de las vidas campesinas... Cuentan los testigos que nuestro original protagonista ni siquiera se reía, ni estaba al tanto de que hubiese o no espectadores contemplando la escena. Era un ritual inserto en su rutina cotidiana, donde lo escatológico se hacía soluble en el realismo mágico de las pequeñas aldeas... Aquellos cuescos hombrunos y garbanceros, frecuentes rompedores del silencio, a veces cortos, o a veces prolongados, formaron parte de la banda sonora de nuestra infancia.

Y cómo no, una vez más toca citar a los felinos, esos grandes maestros del silencio, expertos funambulistas de repisas y tejados, capaces de acariciar las tejas en las horas silentes de la siesta, sin hacer ruido alguno, como si fuesen hologramas que pasasen de puntillas por la vida aldeana, convirtiéndolo todo en las tomas falsas de alguna película donde alguien hubiese bajado el volumen para siempre...

Otra de las múltiples escenas que pudieran ilustrar este texto, podría ser la siguiente: por una calle tranquila, de repente escuchamos por la ventanilla de una cocina, a una madre temperamental gritando a un niño: "¡Cómite toah lah patátah, no me déjih en el platu picapláhtah!" (picaplastas: restos de comidas)... Los silencios, como podemos ver, eran sobradamente frágiles: tan pronto estaban como inopinadamente desaparecían...

Uno de los momentos mágicos de contraste entre el sosiego y la algazara infantil, se daba en los trigales durante el mes de mayo. Los pájaros bajaban como corsarios de los aires al asalto del trigo… Inmediatamente, un palo sobre un bote de hojalata, en manos de una niña, rompía en un instante la paz allí encontrada... y los pequeños piratas volanderos levantaban el vuelo, sabedores de tener incontables oportunidades de asaltar el botín... A lo lejos se escuchaban voces infantiles oxeando pájaros con aprendidas cancioncillas que se llevaba el aire tranquilo de la tarde. Era una lucha sin cuartel, sí, entre ruidos y silencios, una lucha irreconciliable, donde los primeros fuesen Montescos y los segundos Capuletos.

Nuestros abuelos en su mayoría estaban un poco tenientes, y nos obligaban a hablarles en voz alta. "Háblame reciu" (háblame alto) nos decían. Y nosotros le hablábamos recio, para romper el silencio que habitaba sus sorderas. Después nos decían cosas pesimistas y graciosas, como: "Ehtoy ca vez máh sordu; los viejus tenémuh ya muchuh calendáriuh (calendarios: achaques de la edad). Aunque el peor calendario de todos, era el propio calendario colgado en la pared, que les recordaba su paso implacable camino del silencio último.

¿Qué campesino que se precie, no dio alguna cabezada a la sombra de una encina, o quizá de una higuera? Las hojas de las higueras hacían las veces de celosías, por las que se colaban los rayos del sol, que por momentos deslumbraban al sufrido durmiente, espabilándole ligeramente el sueño. Luego, todo volvía a la quietud y al ronquido, hasta que en otro instante cualquiera, le caía una breva en la cabeza, como a Newton le cayó la manzana. La ley de la gravedad que regía aquellas vidas locales, era distinta a la de Newton…, era una gravedad trufada de duelos y quebrantos, y no precisamente cervantinos.

En la hora de siesta el pueblo entero estaba un poco "asorongáu" (adormitado), y cualquier ruido perturbaba el descanso de los parroquianos, en esa franja sagrada del día donde todo quedaba a merced de la misericordia de los viandantes, cuando un simple rebuzno de un burro en un corral, equivalía al Do de pecho de un tenor…, o una patada a un bote callejero, a una traca valenciana por San José...; y una "roanga" (aro metálico infantil sacado de una llanta de bicicleta), rodando por las calles, podía recordar al estruendo de un carruaje decimonónico... La suerte estaba echada, y el reposo puesto en almoneda.

Y así una larga retahíla de silencios y momentos de paz dignos de recordar: el silencio de las trojes, con el ruido sutil de la carcoma…; el silencio de los pajares, con algún moscón intermitente…; el silencio de las estancias húmedas y olvidadas, con retratos de antepasados y telarañas hacendosas…; el silencio de las casas de los abuelos, con el fuego hipnótico de la lumbre, y las sombras proyectadas bailando sobre las paredes de cal…; el silencio del estío, con labriegos y bestias cabizbajas volviendo como tristes guerreros derrotados…; el silencio después de las tormentas, asomados a puertas y ventanas…; el silencio profundo de la noche, madrugada adentro, tan sólo alterado por el breve chillido de alguna lechuza imperceptible sobrevolando los tejados… el silencio… el silencio...

De aquella magia de la quietud vivida…, de aquella serenidad y su magisterio, pudimos entender la importancia inadvertida del silencio, y hasta incluso la conveniencia de guardarlo cuando la ignorancia y la soberbia se conjuran en nuestra contra; como bien nos recordase Don Pedro Calderón de la Barca en aquel irónico verso: "Cuando tan torpe la razón se halla, mejor habla, señor, quien mejor calla".

Era todo en aquel tiempo una lucha grecorromana entre claros y oscuros, siempre a merced de un orden arbitrario que alteraba nuestras vidas agrestes, pero todo se tornaba amable y distinto, en aquellos pequeños momentos, cuando la calma venía a rescatarnos como un regalo del cielo, cuando todo paraba su curso... cuando nada se oía.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS