miércoles, 2 de octubre de 2013

A boti boti


Bellas eran las tardes rurales de aquella infancia de los 70, donde los niños vivíamos la calle entre piedras, palos y numerosos juegos de imaginación y contacto humano. Vivencias todas muy distantes de la actual propuesta de gasto y fasto para el divertimento. Pero no todo era trigo limpio, cierto es. Debajo de aquellos juegos subyacía una violencia antigua y rayana en lo brutal y primitivo; heredera de aquella España celtíbera, de aquella Lusitania ruda y pastoril, que hace pensar por qué Viriato, quién sabe, pudiera haber surgido de estas tierras y no de otras.

Los niños éramos muchos. Fuimos los hijos de la gran natalidad promovida por el régimen y la iglesia, con películas de Paco Martínez Soria o Pepe Isbert  (tenían su gracia, hay que decirlo) aunque a los pueblos apenas llegaba la tele ni el incipiente y gris aperturismo de los exiguos “planes de desarrollo”, con horteras de playa y suecas en Benidorm. En medio de aquella vorágine muchachil, la diversión se resolvía, con frecuencia, en una descarnada y frontal lucha de supervivencia. Los juegos eran bruscos: desde “Mosca parió mi burra”, donde muchachones mayores saltaban sin compasión sobre la espalda de niños (niños-burra), con la clara intención de derribar y hacer daño. “El marro”, donde una cadena humana cerraba las calles al último náufrago con el único propósito de atraparlo y lincharlo a golpes y patadas. “Reliqui reliqui, si te pica que te piqui”, en el cuál la víctima que se la quedaba, era objeto de toda una secuencia de espuelas, culadas o derribos: “¡¡ La primera sin topal, la segunda culá que te junda, la tercera se da lo que se quiera, la cuarta culá que te parta, la quinta reliqui reliqui si te pica que te piqui, la sehta puñuh en cehta,!!” etc. Otra serie de juegos similares como “El corchu y la tapaera” o “A contrabandu”, completaban la agresividad ancestral transmitida de generación a generación.

Los roles estaban perfectamente definidos. Mientras los niños se empleaban en rudezas varias, las niñas saltaban a la comba o cantaban, muy femeninas, canciones de corte amoroso y comprometedor: “¡¡Si piensa en fulanita, fulanita no lo quiere, y el pobre fulanito de pena se muere!!” Y el citado fulanito, “roju comu un berruecu”, la emprendía a patadas con las niñas cantoras en un sobrado alarde de supremacía varonil.

Por contra estaba la alternativa de algunos juegos digamos... unisex, claramente mal vistos por el ala dura de los muchachones más representativos del grupo.

En numerosos juegos rurales había un denominador común que era “la majá” (la majada), lugar de refugio de los participantes, que dejaba entrever el marcado origen pastoril de los juegos. En “la majá” nos refugiábamos entusiasmados como lo hicieron  antaño los hijos de pastores y cabreros, o como lo hacen ahora los hijos de médicos o informáticos cada vez que les enseñas estos mismos juegos en campamentos o colegios. Hay cosas que son impermeables al tiempo, siempre y cuando tengamos la intención de preservarlas. Seguramente la industria del juguete y los grandes almacenes tengan una idea divergente y claramente interesada al respecto.

Me vienen a la memoria juegos especialmente entrañables, como “Manda quitali”: “Manda quitali, manda el fraili; que ha dichu el padri San Francihcu que vayáih a tocal el canalón de tíu Tomáh”... En fin, “La bombilla”, “Ehcondi correa”, “Treh marinuh a la mal”, etc. Pero, si tuviera que citar un juego recurrente y participativo de aquellas tardes ásperas y a la vez hermosas, ese sería, sin duda "Boti boti" (Bote botero); y no sólo por el juego, sino por el bote en sí y lo que éste representaba en aquella  Extremadura de palo y barril.

Encontrar un bote era tarea relativamente fácil. El bote de lata era todo un símbolo, un icono rural, polivalente y mísero, que lo mismo servía de azucarera o recipiente de legumbres, como depositario de bellotas y cebada..., o improvisada caja de herramientas oxidadas. El bote era algo, era alguien. No resultaba extraño ver a  niños por las calles pregonando botes nuevos como el que pregona lechugas: “¡¡A loh bueeeenuh booootihhhhhhhh!! Y alguno vendían, si.

El bote, en última instancia, era pasto de la calle. Lo buscabas para jugar a "Boti boti” y lo encontrabas allí, abollado, entre ortigas y cagadas de perro secas. Lo cogías con la emoción del argonauta que encuentra el vellocino, y lo mostrabas triunfante, pero, acto seguido, tu gozo en un pozo: aparecía siempre otro niño con un bote mejor que el tuyo, pues los botes brotaban del suelo por generación espontánea, al tiempo que destellaban rutilantes en los tejados, con los rayos del sol, junto a chimeneas y gatos secos.

El bote de la calle era un bote que había dado su carrera. Era echado del hogar como un hijo bastardo de lata al que no se quiere, y deambulaba por las calles de patada en patada, o atado al rabo de algún gato que corría despavorido.

El deterioro del bote te daba la medida de su bagaje callejero. Lo mismo se llevaba patadas en “Boti boti”, que de cualquier niño transeúnte, que, quizá, viendo al bote aún más débil que él (qué paradoja) le daba una patada más de tantas, cambiando la ubicación de su destierro, mientras el bote se vengaba, a la vez, despertando de siesta al propio y rudo campesino que lo echó a la calle, en un extraño y cerrado círculo de iras y resentimientos. Y así, de esta manera, íbamos sobreviviendo y dando carpetazo a unos años tan literarios y bellos como duros y difíciles, aunque, quizá, menos que los actuales, qué ironía.

Cuando las tardes y los juegos terminaban, el bote se quedaba en la calle, huérfano de corral, y los niños nos íbamos a casa entre olor de cabra y humo de chimenea, con la luz crepuscular colgada en los tejados.

Cuantas veces, al recordar esas tardes de dureza encarnada y belleza contenida, me vienen a la mente unos versos de Machado (“Por tierras de España”), de marcado entorno rural, que dicen:

Veréis llanuras bélicas y páramos de asceta,
- no fue por estos campos el bíblico jardín-:
Son tierras para el águila, un trozo de planeta
por donde cruza errante la sombra de Caín.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com