domingo, 11 de diciembre de 2016

Paisanos de ida y vuelta



Noches de llanto y despedida, de cajas de cartón llenas de casi todo y casi nada, noches de mudanza pobre y equipaje minimalista, con cuatro sillas de palo y un televisor en blanco y negro... Diáspora de pana y sandalia de material, en un destartalado camión de mudanzas... Otras veces, despedidas bajo la imponente cubierta acristalada de alguna estación de tren, o en un pequeño y modesto apeadero ferroviario…

El paisano cogía los "bártulos" y "estarmaba" (huía) del terruño improductivo y trabajoso. Los bártulos no eran más que cuatro cosas de escasa valía, los enseres de la menesterosa existencia pueblerina, que portaba el paisano marchando a la aventura en un viaje incierto, que ni el mismísimo Ulises hubiese emprendido sin previa garantía.

Así, de repente, el paisano cambiaba el sacho por la llave inglesa..., la zurriaga por la manivela..., la segureja por la paleta..., el terrón por el mortero..., el sol achicharrante de los surcos, por los altos hornos…, y el vino de pitarra por el gin tonic canalla de algún moderno "pub" con nombre anglosajón. Cambiaba, en fin, las alforjas por el bolso de viaje..., el farol de aceite por las luces de neón..., y el aire perfumado de los campos extremeños, por la gasolina esnifada en el asfalto espeso y gris de los madriles. Un contraste brutal que nos costaba tanto metabolizar, aunque los niños siempre nos adaptábamos mejor a las novedades que los adultos; teníamos esa cosa maleable de la infancia, capaz de sonreír contra viento y marea, encontrando nuevos amigos a la vuelta de cualquier esquina, y jugando en los sitios más insospechados, como si nada importante hubiera pasado en nuestras vidas.

Los niños que tuvimos una infancia rural a la vez que urbanita, nunca fuimos completamente de pueblo, ni enteramente de ciudad; tuvimos el alma dividida y un tanto confusa: una sensación de estar incompletos, pero, a un tiempo, enriquecidos de un eclecticismo necesario que nos hacía sobrevivir a las modas de las grandes urbes, sin perder el olor del pasto mojado por la tormenta, armonizando la arrogancia capitalina con la modestia aldeana. Así, de esta forma, fuimos un híbrido involuntario, una nueva e inédita generación urbano-rural…, pequeños paisanillos de ida y vuelta, aunque algunos se quedaron en la ida total y absoluta, tan sólo ya recordados en las melancólicas y nocturnas tertulias veraniegas, donde se repasan los años perdidos de un pasado añejo que conspira contra nosotros en forma de nostalgia: "¿Te acuérdah de Ramón el de tía Engracia?...; no le he vueltu a vel el pelu dehdi que éramuh chícuh.../ Creu que acabó pa Getafi..., o pa esi lau".

A nuestros abuelos les tocó lidiar con una emigración trasatlántica, aún mucho más traumática que la nuestra. Aquellos antiguos paisanos se marchaban hacia Argentina, con separaciones que no eran otra cosa que una suerte de muertes recíprocas entre familiares y allegados, que se despedían con la certeza de no volver a verse nunca más. Luego vino la partida a Alemania, allá por los sesenta, y el éxodo masivo a los principales destinos industriales, receptores de extremeños “jerrizos”, capaces de trabajar en las condiciones más adversas sin rechistar. En los pueblos se quedaban los abuelos sufriendo las ausencias; aquellos abuelos que lloraban con la canción de "El emigrante" de Juanito Valderrama, abuelos perfumados de alcanfor, que por recuerdo llevaban un rosario de marfil..., tan sentimentales, tan apegados aún a la cultura de los afectos (en crisis en este tiempo de compraventa). Fueron abuelos que trabajaron de sol a luna, para ver todo su proyecto de vida sin continuidad en el tiempo, viendo a los hijos partir, escapando del mísero minifundio largamente labrado y sufrido. Así reprochaban luego algunas abuelas a los abuelos, cosas como ésta: "¿Te dah cuenta, tantu plantal olivuh... y máh olivuh, que toh te paecían pocuh...?; ahora loh tiénih toh pa tiiiiii..., pa metéltiluh por ondi te quepan..."

Las calamidades de la vida campesina pasada, obligaban a los paisanos a volver al pueblo ofreciendo una imagen triunfadora, aunque no fuese cierto (en muchos casos no lo era), regresando, claro está, con algún coche flamante, superprotegido por toda la familia, que en ocasiones se turnaba haciendo guardia a la puerta de casa, para salvaguardar al reluciente Renault 12 (en el que habían gastado gran parte del presupuesto familiar) del amplio elenco de amenazas rurales: los roces de las cabras al pasar, el haz de tarmas de los burros callejeros, o los balonazos y piedras volanderas de la chiquillería, aún abundante por aquellos años setenta y ochenta. El coche era un personajillo mimado y apócrifo, que escondía los fantasmas interiores, y se convertía en el secreto epicentro de todas las carencias.  

Entre el variado repertorio de paisanos aquí glosados, se daban los dos extremos, como en todas las cosas. Estaban, por un lado, los paisanos que volvieron definitivamente al pueblo, sin apenas dejar estela en el asfalto urbano, frente a los que nunca más volvieron, quedando un poco desarraigados de por vida, perdiendo las raíces del lugar de nacencia, que era perder un claro referente vital.

En las conversaciones infantiles que teníamos los niños en las ciudades, los chavales sin pueblo se quedaban callados, como si fueran niños con una infancia mutilada, con menos cosas que contar. Una infancia sin pueblo en vacaciones no era lo mismo, por más sustitutos que se buscasen luego, a través de granjas escuela, campamentos en la naturaleza, y otros sucedáneos similares que no pasaban de ser sofisticadas y pobres imitaciones del entorno rural.

Los niños urbanícolas sorprendíamos a los infantes locales con algún cachivache recién traído de la ciudad, por ejemplo, un caleidoscopio hecho en un taller del colegio..., y cosas así. Mientras nuestros amigos del pueblo le daban vueltas al artilugio, viendo las bellas formas geométricas del cromatismo exuberante de los vidrios, nosotros mirábamos al cielo extremeño, y la panorámica del paisaje que se abría ante nuestros ojos, nos hacía comprender la clara hegemonía de la belleza real sobre la virtual...

Siempre traíamos alguna historia para contar a nuestros rústicos camaradas, de nuestra vida metropolitana..., de nuestras correrías de semáforo y humareda..., pero lo que nuestros amigos del pueblo desconocían, es que nosotros, los paisanillos emigrados, hablábamos constantemente a los amigos urbanitas de nuestras vivencias rurales: de la libertad de movimiento..., de las salidas campestres…, de las costumbres bizarras..., y así constantemente hasta el hartazgo, hasta aburrirlos, incluso exagerando cosas, fruto de la emoción que nos embargaba, siempre con la morriña de la tierra a cuestas.

Los recuerdos a fulanito o citanito, estaban a la orden del día. Era tanta la gente dispersa por la amplia geografía nacional, que en cualquier ciudad podía vivir un familiar, o un allegado, que fuese receptor de los citados recuerdos: "Dali recuérduh de mi parti a Juhti...; y de toh nusótruh..." En ocasiones el recuerdo llevaba aparejado algún chorizo de la matanza, con lo cual el recuerdo cobraba una naturaleza organoléptica, que siempre era de agradecer.

El pueblo representaba una referencia insustituible en la vida del paisano emigrado. Sobre el pueblo giraba toda la existencia. Podíamos vivir en distintas demarcaciones geográficas, pero el pueblo natal era siempre el núcleo inconsciente de nuestra vida. Allí estaba nuestra genealogía, y nuestros recuerdos grabados a cincel. La propia anatomía de las calles, edificios locales y parajes campestres, afloraban en los sueños como arquetipos oníricos que volvían una y otra vez, de manera recurrente, a modo de carrusel de imágenes y emociones, girando a nuestro alrededor.

Por el puente de los Santos, los niños volvíamos al pueblo con la belleza del verdor otoñal, la lluvia chirimiri, los primeros humos de chimeneas, y la "chiquitía" (merienda campestre infantil, en otros sitios llamada “chaquetía”), subidos en canchales alfombrados de líquenes, con la “bolsina” de la merienda, donde no faltaba la granada de turno, las nueces y los higos secos casados con castañas; y algún inevitable radio cassette con música de la época: Umberto Tozzi, las Grecas, o la gloriosa Ramona de Fernando Esteso...

¿Quién de vosotros no vivió alguna vez la emoción al regresar después de largo tiempo al pueblo, por primavera, y ya, desde la ventanilla abierta del coche, ir percibiendo el olor de las jaras…, de las escobas…, los vientos serranos…, los cielos diáfanos, las plácidas cigüeñas sobrevolando majestuosas los campanarios, y las vacas pastando en las dehesas verdes, con un fondo de montañas nevadas...? Seguramente gran parte de los que ojeáis estos renglones, habéis vivido sensaciones similares.

Pero, si había una fecha mayoritaria para el regreso a las raíces (y aún sigue siendo así), eran las fiestas locales veraniegas. Los paisanos se encontraban en la barra del bar, y los vinillos y cervezas dejaban paso a los recuerdos infantiles, con hazañas y "facatúas" incluidas: "¿Te acuérdah cuandu noh cahtigarun en la ehcuela por tirali piédrah al tejáu del maehtru?

Y cómo no hablar de la inevitable lucha entre el acento castellano y el extremeño, que se enfrentaban en un duelo breve, rápidamente inclinado a favor del segundo. A veces un castellano cheli del Madrid periférico, y otras un castellano “fisno”, se escapaban de la boca del paisano, y a medida que la conversación se iba haciendo distendida, el acento local se imponía poco a poco, sin apenas despeinarse. Este último, como una madreselva sutil, iba anulando y envolviendo al débil y alambicado castellano, con la ayuda inestimable del garrafón verbenero. El paisano capitalino, al final, quedaba desnudo, en su esencia aldeana, hablando extremeño sin complejos, tal y como si no hubiese salido nunca del lugar. Y al final, acababan todos juntos rematando la madrugada, con los bailes finales de la orquesta ochentera, cogidos por los hombros, con los ojillos brillantes, dando trompicones desde Santurce a Bilbao.

Capítulo aparte merecen aquellos paisanos que vivían en Alemania, y volvían con un volkswagen nuevo, hablando un alemán pedestre, pero suficiente para alucinar a los lugareños, que, embelesados, comentaban sobre el "germano-bellotero": "¡¡Habla alemán comu si llevara allí toa la vida...!!"

El primer regreso infantil al pueblo, se hacía especialmente emotivo: La ilusión de los niños cuando marchaban por primera vez fuera, era sobradamente superada por la emoción que representaba el regreso. Ese primer regreso, después de mucho tiempo, era indescriptible... Podía ser, por ejemplo, en verano, con los amigos esperando, y las pandillas preadolescentes ya dibujándose de cara a los próximos años. Estas pandillas marcaron un antes y un después en la vida pueril del paisanillo, con aquellas algazaras en bicicleta, camino de los baños pantaneros, al estilo de "Verano Azul..." Las pandillas se iban disipando sobre los veintipocos años de edad, a la par que en las veraniegas calles rurales, se iban perfilando nuevas hornadas pandilleras, en un oportuno relevo generacional que siguió su curso hasta nuestros días.

Entre las distintas circunstancias migratorias, estaba el paisano que nunca más volvió, por falta de vínculos familiares, o simplemente por falta de una mísera casa heredada donde alojarse... Estaba el paisano que perdió contacto con el pueblo, pero un buen día regresó y construyó una casa nueva, recuperando sus raíces… Estaba el paisano que volvía con frecuencia a casa de los padres, con niños pequeños que se hicieron devotos de la libertad rural y callejera... Estaba el paisano que se jubiló y decidió repartir su vida entre el pueblo y la ciudad… Estaba el paisano que aparecía sorpresivamente después de varias décadas, y la gente aún lo reconocía “por la pinta”, a pesar de volver orondo y calvo, con la frente marchita, como dice el tango que se suele volver... Y estaba, también, el paisano que volvía de escapada, con los hijos mayores, ya señoritos de ciudad, a visitar a los afectuosos abuelos, que esperaban con los ojos llorosos de alegría y el beso sonoro y tiritón de la abuela... En fin, y así un amplio catálogo de paisanos y circunstancias, que nos daría para muchos relatos de esta naturaleza.

Un contraste especialmente pintoresco, era el de la chica del pueblo que estudiaba una carrera fuera, y alternaba su vida entre aulas universitarias, y la imagen del padre ordeñando las vacas, con las botas katiuskas hundidas en el estiércol mojado y gélido de enero...

El paisano volvía por las matanzas navideñas..., por la Semana Santa de colores y fragancias..., por "el puenti de la Pura”, y sobre todo, en verano; pero a diferencia de los señoritos veraniegos, ya tocados por aquí en un relato anterior, el paisano emigrado llegaba ávido de tareas, y se agarraba a la cincha del burro del padre campesino, o a dar unas vueltas con la trilla en la era, como en una deuda inconsciente con sus mayores, o un cierto cargo de conciencia, quizá, que le impedía romper el eslabón del pasado vivido en las abruptas tierras.

Frecuente también era la escena de los paisanos que se encontraban en el metro de Madrid, y charlaban de manera precipitada, comunicándose las últimas novedades del pueblo, con defunciones incluidas, ante la inminente voz en off de la megafonía, que de golpe sentenciaba: "Próxima estación, Diego de León"..., poniendo fin, repentinamente, al encuentro esporádico de dos paisanos en la villa.

Igualmente habitual era el paisano que marchaba fuera, por una corta temporada, con billete de ida y vuelta, a la vendimia, a los hoteles, a la mili, a estudiar a Salamanca, etc. Eran marchas menos dolorosas, marchas que dejaban un pequeño pellizco de temporalidad, liviano y llevadero.

De aquel exilio rural, y los retornos vacacionales, nos quedaron las fotos desenfocadas de las primeras máquinas fotográficas propias…, las fiestas locales, las verbenas, las terrazas veraniegas, los baños en el río…, y nos quedaron, un poco, sí, los complejos, a veces superados, a veces no.

"Un día cambió todo, nuevos paisajes y los mismos dolores; las manos tienen callos, pero no de espigas...", cantaba el cantautor extremeño allá por los setenta, en la mítica sala Olympia de París, recordando la diáspora extremeña en Alemania.

Muchos fuimos los paisanos de ida y vuelta..., unos más de ida, y otros más de vuelta. Partimos un buen día a la deriva, como las aves migratorias que trazan bellas formas en los cielos, siempre en manos del destino, sujetos a un orden que no pudimos subvertir, sujetos a un tiempo que nos tocó en suerte, y sujetos al vínculo emocional con un pueblecillo del alma que nos marcó para siempre; un pueblecillo en ocasiones pequeño, destartalado, austero, baldío..., sí, pero grabado a fuego en nuestro corazón.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS