domingo, 19 de julio de 2015

La calleja


Era la hermana pobre, la cenicienta de las calles, estrecha y oscura, pequeña y olvidada; a menudo con gallinas picando hierba, y de tarde en tarde la aparición esporádica de algún transeúnte afanado en los quehaceres de la tierra.

La calleja, en el casco urbano, daba más bien a las afueras del pueblo, y nos llevaba a espacios secundarios, relegados a la nada, donde nuestra protagonista perdía su estatus de calleja en favor de algo más pequeño y humilde todavía, como era la vereda, a menudo invadida por yerbajos y ortigas, y la presencia intimidatoria de excrementos de animales domésticos..., o de sus propios dueños.

La calleja era estrecha, como una metáfora de la vida, aunque, sin embargo, la estrechez no representaba problema alguno, pues formaba parte de la propia dinámica de la tierra, donde todo era estrecho y pequeño. La calleja estaba pensada para el paso de animales y personas, cuando aún las maquinarias no demandaban espacios más holgados.

A veces la calleja se mostraba en su versión mínima, y se quedaba tan sólo en “callejina”. La "callejina" era hijastra de la propia calleja, y por ella pasaban, claro está, burrinos, hombrinos, mujerinas..., y toda la fauna menguante de aquellos reinos de Lilliput. Todo era tan diminuto, que tal vez por esa razón encontraban su hábitat natural las pulgas, que campaban a sus anchas cogiéndose a las canillas de las piernas para viajar de un lado a otro, como el que coge un taxi aquí o allá; viajaban a placer, surtiéndose de la sangre que, con escasez, recorría las venas de los pobres habitantes de aquel pequeño planeta gris de las “cascarrias”.

Al llegar la noche, las callejas quedaban desprovistas de luz, ni siquiera la luz pobre de las bombillas de plato les llegaba; así pues, la calleja era pacto de las tinieblas, y de su oscuridad tan sólo aparecía, de tarde en tarde, algún recio campesino con un farol de aceite, o una “moderna” linterna de petaca..., o tal vez algún borrachín de reconocida solera, que apareciese inopinadamente desde la penumbra, quizá canturreando aquella vieja canción sesentera de: “Tres cosas hay en la vida, salud, dinero y amor...”, aunque en su vida, lo más probable, es que no hubiese ninguna de las tres.

Nuestra amiga, la calleja, no tenía derecho a ventanas que la cortejaran, si acaso a algún ventanillo diminuto en lo alto de una troje, o en la parte baja de un corral. Los niños nos asomábamos a las ventanillas de los corrales, esperando encontrar un mundo mágico de emoción y misterio, pero tan sólo nos llegaba la imagen en penumbra de un burro comiendo paja en el pilón, y un marcado e inconfundible olor a corral. El resto, como siempre, lo ponía nuestra imaginación.

Las callejas, a pesar de su escaso protagonismo, tenían también sus nombres propios, humildes como ellas, a la vez que bellos y literarios: “Calleja de los Pinchos, calleja de las Tenerías, calleja de los Palomares…”. La hechura de las callejas era informe y arbitraria; cada una era distinta, con sus señas de identidad, alejadas de un molde frío e impersonal tan propio de las cosas de hoy, casi todas similares en apariencia y engaño.

Ni que decir tiene que la calleja no era recomendable para juegos de persecución: la escapatoria era improbable, dada su angosta anatomía, y algunas eran callejas ciegas, sin salida; de esta forma, cuando encontrabas refugio en la calleja, sabías que tu destino como jugador estaba sentenciado, y en no pocas ocasiones te tocaba escapar espoleado por puntapiés, vardascazos o capones.

A la pobre calleja se le perdía el respeto con suma facilidad, llegando a convertirse en improvisado meadero en las fiestas populares, donde también se hacían aguas mayores si el apretón no daba otra opción. Al terminar las fiestas, las callejas del casco urbano desprendían un fuerte olor a orín que algún vecino intentaba mitigar por la mañana a golpe de manguera... Aunque todo esto, ciertamente, aún sigue ocurriendo a día de hoy.

Dada su ubicación, las callejas fueron las últimas calles del pueblo en ser asfaltadas, conservando intacto su encanto centenario, y las piedras primigenias que algún antepasado colocó en siglos precedentes; piedras irregulares que dejaron “trompicones” (tropezones) de la más variada plasticidad artística..., todo al más puro estilo del cine mudo, sólo que aquel cine nuestro se proyectaba con una amplia sonoridad de tacos e improperios.

El rincón era pariente cercano de la calleja, y en más de una ocasión las callejas terminaban en rincones que albergaban escenarios surrealistas, con pozos de piedra ocultos en carcomidas y ajadas puertas de madera, donde nadie sospechaba su presencia. Rincones donde sólo habitaban cabras, cerdos o gallinas, sin rastro de vida humana, con la excepción, quizá, de algún mozo viejo con cierta vocación de ermitaño, que vivía apartado del mundo en su rincón. Aún quedan algunos rincones por los pueblos, con distinta fisonomía, ya encementados en su mayoría, y con la presencia esporádica de forasteros despistados que acaban en los rincones pensando que la calle continúa, aunque nunca falta una mujerina samaritana para indicarles: “Eeeeee, señol, que esa calli no va a ningún láu”; y efectivamente, algunas de aquellas calles parecían no ir a ningún lado, en el sentido más estricto de la palabra.

En invierno, las callejas de piedra se llenaban de musgo y basilios, que los niños reventábamos con los dedos para sentir el agua verdosa, que a veces nos manchaba la ropa, y hurgábamos en los huecos húmedos de las paredes para extraer caracolillos... Cuántas veces los críos nos pasábamos las horas muertas jugando en aquellas concavidades de magia y naturaleza viva.

A la calleja, normalmente, no daban las puertas de las casas, más bien encontrábamos corrales con puertas rotas, olor a estiércol y garrapatas dispuestas a darnos la bienvenida, a la par que algún gorrino asomando el hocico por la puerta rota del corral, nervioso y estresado por el hambre, y con aquella mirada triste y porcina que tantas veces vimos de niños, mendigando algún trozo de cualquier cosa..., tal vez, no sé, la cáscara de un melón rodeada de moscas, que los chavales acercábamos a la puerta temerosos de quedarnos sin dedos.

También estaba la calleja de campo, que daba a pozos pequeños, a entradas rústicas y portillos de los que tanto hemos hablado por aquí...; callejas flanqueadas por paredes de granito, ahora ya derruidas...; callejas que morían en la entrada de un cortinal...; callejas que daban a otras callejas, que a su vez daban a más callejas, en un maravilloso y anárquico laberinto, donde el mismísimo Minotauro hubiese dejado escapar a sus víctimas por aburrimiento.

Bastaba salir a pasear por aquellas callejas asilvestradas para encontrar la paz y el sosiego ahora tan solicitados. No hacían falta técnicas orientales de relajación, tan demandadas por esta sociedad desnortada, dispuesta a pagar hasta por el aire que respira. Bastaba, decía, salir al campo y sentir, con Garcilaso de la Vega, aquello de: “Y en el silencio sólo escuchaba un susurro de abejas que sonaban…”.

Algunas de aquellas vías agropecuarias estaban atravesadas por arroyos o regatos que nos obligaban a realizar saltos de longitud, yendo a parar nuestro pie al agua, o al barro, con relativa frecuencia. También hallábamos abundantes zarzales y comíamos directamente las moras, sin miedo alguno, pues estábamos a salvo de este mundo actual de química y basura que nos trajo el mismísimo demonio de la mano de sus adoradores.

Callejas, en fin, que fueron un homenaje a la humildad; callejas tomadas por la maleza, que aún siguen ocultando formas de vida de un pasado del que ya no quedan ni siquiera cronistas, de aquellos de boina y reposada cháchara, que tanto echamos de menos, pues al igual que las callejas, quedaron ya asfaltados en cemento y olvido.

Contemplando una calleja, se me ocurrió pensar en la grandeza inveterada de las pequeñas cosas de siempre, las cosas que no reclaman su presencia, ni necesitan ser vistas para existir. La calleja nos enseñó a rebajar nuestras pulsiones megalómanas, a saber que las cosas auxiliares tienen también su dignidad, sin grandes aspavientos para llamar la atención, como la llaman las cosas de nuestro tiempo, cargadas de embustes y oropeles.

Así también, un buen día, despojados ya de vanidades que a nada nos llevaron, de orgullos y pretensiones vacuas..., diremos, pues, con el poeta: “Como tú, calleja humilde, como tú”. Comprenderemos, sí, que al final estuvimos hechos como aquella piedra pequeña de León Felipe, que no sirvió para piedra de una lonja, ni piedra de una audiencia, sino tan sólo para ser lanzada por una honda, para ser precipitada por barrancos y hondonadas, hasta acabar en las simas profundas de la tierra.
                                                                                                            

JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS

domingo, 7 de junio de 2015

Quitando la tranca



Nos pasamos la infancia quitando y echando trancas de casas y corrales, trancas grandes y oxidadas, trancas pintadas de negro, trancas desencajadas, trancas de un tiempo igualmente vivido a trancas y barrancas, que fue conformando lo que fuimos como personas, lo que seremos de por vida hasta que echemos un día la tranca inevitable y última.

Los cierres de edificios que conocimos, eran más bien escasos en número y variedad, como casi todo en aquellos pueblos nuestros. Trancas, cerrojos y pasadores de hierro nos daban la casi totalidad de artilugios destinados al efecto. La anatomía de la tranca era tan simple, tan rudimentaria, que hasta el cerrojo, a su lado, parecía un mecanismo de alta tecnología. La tranca, pobrecilla, se iba desajustando con el tiempo, y llegaba a tener generosas holguras, girando en falso, y obligándonos a dar otra vuelta más para ejecutar el cierre con éxito, no siendo buenas consejeras las prisas.

Aquellas trancas se quitaban bruscamente, anunciando a las claras la entrada en la vivienda, a la vez que el arrastre de la puerta caída, y las bisagras chirriantes, disipaban las pocas dudas que aún pudieran quedar. Ciertamente, no eran necesarias esas figurillas de peces de metal dorado que cuelgan en las entradas de tiendas y farmacias. La tranca era noble, familiar y directa. Algunas veces, en el mismo barrio, con gente entrando y saliendo, coincidían trancazos y arrastres de distintas puertas, provocando un concierto disonante, que no era sino el concierto de la tierra misma, atrancada y arrastrada por fatigas y desgastes, que hacían mella también en la propia piel de las cosas.

Las puertas de los corrales daban acceso a un mundo espectral y lóbrego, donde las almas en pena se desplazaban sorteando pilones impregnados de estiércol y gallinazas, y los niños huían espantados recreando escenas de miedos aldeanos. Algunos muchachos mayores (incluso hermanos), a sabiendas de que otros niños asustadizos se ofrecían voluntarios a entrar de noche al corral, a por los huevos de las gallinas, se colaban previamente en el mismo, y cuando el infante, receloso, introducía su mano en la oscuridad para quitar la tranca, encontraba el tacto de una siniestra mano fría tocando la suya. El niño corría despavorido a relatar el suceso a los miembros de la casa, pero cuando estos acudían al corral, claro está, ya no había nadie, aunque tal vez el jocoso fantasma del pajar, estaba ya integrado en la propia comitiva cazafantasmas; y una abuela, con su aporte racional, sentenciaba: “Esu eh que al niñu, probecitu, se le tieni que habel figuráu alguna cosa”.

En ocasiones, en el interior de las puertas de los corrales, encontrábamos a perros “cerberos” guardando, más que el infierno, el humilde inventario de las cosas mínimas. Eran siempre perros con más hambre que vergüenza, dispuestos a vender su fiereza por un pedazo de pan duro, tal y como Esaú vendiese su primogenitura por un plato de lentejas.

La manera de acceder a las casas nos mostraba un código fácilmente descifrable: cuando sonaba bruscamente la tranca de la puerta, era señal inequívoca de que alguien de la propia casa entraba, o en todo caso era persona suficientemente allegada como para tomarse la osadía de soltar trancazos en confianza. Cuando la tranca sonaba levemente, era señal de gente próxima a la familia, que se tomaba la licencia de abrir por su cuenta y riesgo, pero dejando entrever una cierta prudencia, claro. El resto de la gente no tocaba nunca la tranca, llamaba a la puerta "torteando", o sea, dando varios golpes con los nudillos en la madera. Al fondo de la casa se oía: “¿Quién va?...”, y el visitante contestaba: “Un servidor…”. Algunas mujeres tradicionales, para llamar, introducían ligeramente la cabeza por la puerta, y en un tono dulce y beatífico susurraban: “Ave María Purísima”, y la mujer anfitriona acudía a través de la oscuridad, rauda como una “rejileta”, y en el mismo tono contestaba: “Sin pecado concebida”.

Conocimos puertas que daban paso a otros mundos..., a mundos de oscuridades y fríos invernales, de estancias de ambiente huraño y alma de pedernal, con olor a vicio y Zotal, como perfumes bastardos de un pasado rural que nos quedó marcado a fuego en la piel.

De niños, veíamos aquellos grandes portones de madera en los “tinaos” (corralones), como murallas insalvables, que parecían más bien fortalezas de castillos, repletos de ovejas balando y mastines ladrando a lobos, a veces imaginarios.

Cuando los cerrojos llegaban a su fin, dejaban su sitio a un palo debidamente insertado, y luego a una larga sucesión de palos que iban marcando la dilatada existencia de la puerta centenaria..., o a veces una simple cuerda atada de cualquier manera salvaba el problema, a la espera del arreglo pendiente, que podía durar, probablemente, años.

Los viejos exhibían grandes llaves de hierro por las calles, que servían también para silbar por el agujero del extremo, y llevarse detrás a los niños, como renqueantes flautistas de Hamelin, con pocas ganas de tonterías. Cuando estas llaves se extraviaban, provocaban gran agitación entre los parroquianos, pues no había copias. A falta de copias, la llave era usada una y mil veces por todos. A menudo era escondida en una ventanilla de granito, o en agujeros de paredes de piedra..., tal vez en la tallera de una puerta vieja..., detrás de grandes tinajones de barro..., en las grietas de poyos de cantería..., y sobre todo, con frecuencia, en el mismo sitio donde nos dejaban la merienda con la pastilla de chocolate Kitín y el coscurro de pan de hogaza envueltos en papel del comercio, pues al papel de aluminio aún le quedaban varios lustros para ser presentado en sociedad.

La gente hablaba desde las puertas de las casas, frente a frente, mientras la lluvia ponía una cortina de fertilidad y esperanza entre las palabras. No era tampoco extraño ver a un burro asomado a la puerta del corral, como un burlesco dueño falsario del edificio, o a un hombre sexagenario asomado a la puerta de casa, con los antebrazos apoyados en la parte inferior, con el mechero de piedra encendiendo un cigarro de tabaco de liar, quedándose allí, por un instante, ensimismado y vacío de pensamientos. Otros viejos se sentaban abajo, en el umbral, o tal vez en el quicio de la puerta, como el abuelo de la canción, pero cambiando, esta vez, la vara de avellano por la vardasca de olivo.

Al acostarse la gente, en aquellas casas labriegas, la pregunta más recurrente era: “¿Habéih echáu la tranca de arriba...?”. Efectivamente, las casas tenían puertas dobles, con dos trancas; la tranca de arriba impedía el acceso a la vivienda. Parece como si, desde siempre, las cosas de arriba nos cortasen el paso y las de abajo nos dejasen fluir tranquilamente.

En algunas casas de cierta alcurnia se colocaban aldabas para llamar a la puerta..., aldabas que eran grandes anillones de hierro, o manos de bronce semicerradas, con la bola adosada, que hacían un ruido estruendoso que se escuchaba muchos metros a la redonda.

Conocimos trancas de todas las hechuras y tamaños: trancas de hierro basto y pesado..., trancas de corralones..., trancas de cuchitriles..., trancas de alacenas... y trancas clavadas con un pequeño clavo que, al caerse, dejaban a la puerta desprovista de la propia tranca.

De monaguillos nos tocó llevar pesados manojos de llaves de hierro atadas con un cordel. Eran llaves que abrían puertas de iglesias, sacristías, campanarios..., puertas de coros en las alturas, y hasta puertas de antiguos cementerios adosados a las iglesias.

Muchas de las casas tenían dos entradas, “la de alanti y la de atráh”, que permanecían abiertas sin miedo al hurto de indeseables, pues, salvo excepciones, la honradez era moneda corriente, y el afán de enriquecerse con lo ajeno, aún no estaba suficientemente enquistado en la sociedad, a pesar de la pobreza. La puerta principal (o de “alanti”), en algunas casas sólo se abría en ocasiones especiales, siendo la de atrás la que sufría el roce del ajetreo diario. Ambas puertas daban a calles distintas, y a barrios distantes. El contacto más frecuente se tenía con los vecinos de la puerta de atrás; los vecinos eran más vecinos por las puertas de atrás, sí, donde la vida transcurría en confianza, diálogo, poyos compartidos, risas y algarabías cotidianas.

Ahora las únicas “trancas” que nos van quedando son las de algunos jóvenes en los botellones contemporáneos..., aunque antiguamente el vino tabernero, y el de pitarra, también nos dejaron generosas trancas para la historia, pero aquellas melopeas recibían nombres más propios de su tiempo y lugar, como “filuseras” y otros por el estilo.

Luego, ya por los ochenta, empezaron a extenderse los candados y llaveras modernas con abundantes llaves de bolsillo, portadas en aquellos llaveros horteras que te regalaban en todas partes... Escudos y relieves de una España setentera que se afanaba en abrir puertas por doquier, aunque algunas nunca supimos muy bien a dónde daban. Manojos de llaves, en fin, que los padres de familia movían en el bolsillo las tardes aburridas de domingo, paseando con la mujer y el niño de la mano, mientras un romántico olor a jazmín embriagaba el final de la tarde.

Y así fuimos por la vida encontrando más trancas cerradas que abiertas, llamando a puertas que nunca nos abrieron..., sabiendo de llaves escondidas en lugares inaccesibles, remotos y profundos. Mientras de niños cantábamos por las calles: “Dónde están las llaves, matarile rile rile...”, de adultos supimos que estaban, como no podía ser de otra manera, en el fondo del mar.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS

sábado, 9 de mayo de 2015

Desde un reino color sepia



Nos observaban desde las paredes de adobe, colgados de cordones aterciopelados sobre rústicos clavos de hierro. Parecían hablarnos desde un universo paralelo de color sepia, desde un eterno presente donde los recuerdos viven inmutables. Sus semblantes estaban más vivos de lo que seguramente pensábamos, y a veces, incluso, nos miraban afligidos, como desde un pobre purgatorio extremeño con goteras en el alma. Eran aquellos rostros antiguos de los retratos, con los que crecimos desde niños, y a los que fuimos incorporando poco a poco a nuestras vidas, como parte de un escenario atávico heredado, aunque sabíamos que su reino no era ya de este mundo.

Los retratos despertaban cada mañana insensibles al azote del tiempo, como en aquel brevísimo relato de Augusto Monterroso, que decía: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Algunos estaban retocados a lápiz y difuminados en tono pastel, vete tú a saber por qué artistas minuciosos de otros tiempos. Podíamos ver viejos retratos de bodas, o el busto, quizá, de algún antepasado que se fue a Argentina para no volver, y seguía posando cada día allí, con su pelo engominado, el gesto egregio, y la mirada perdida hacia el techo de madera de castaño…; o tal vez el retrato de los abuelos de un amigo nuestro, que sonreían recién casados, y nos aguardaban siempre a la entrada de la casa, a pesar de que nunca nos preocupamos de preguntar quiénes eran.

No había álbumes. Eso de los álbumes era una cosa moderna que llegó más tarde; hasta el nombre nos sonaba como un poco extranjero…, tal vez americano. Nuestras fotos estaban en cajas de pañuelos de cartón amarillento, o en cajas de lata de Cola Cao, con aquella sonriente madre joven, de pelo ondulado, elevando hacia lo alto la bandeja, con la inconfundible estética de las enciclopedias Álvarez de la escuela.

De tarde en tarde aparecía por sorpresa una foto extraviada, cien veces buscada por todos, que alguien guardó en algún libro de poemas de Gabriel y Galán, en la página de “Mi vaquerillo”, o en alguna antigua y deshojada edición de “El Joven Cristiano”.

A veces, en la misma caja de las fotos había un sobre con postales ya un tanto pasadas, enviadas desde una playa de Alicante, o desde el Pilar de Zaragoza, así como otro sobre portador de recordatorios de difuntos, que nos dejaba un extraño poso de tristeza nada más cerrarlo…; u otro sobre, tal vez, con recordatorios de primeras comuniones, y caras de niños angelicales que luego no lo fueron tanto…; o invitaciones de boda en el Alfonso VIII de Plasencia…, o una bolsa llena de cartas atrasadas que casi siempre empezaban con el mismo encabezamiento: “Queridos hijos y nietos, os escribo la presente…”.

Algunos antepasados sólo tenían fotos de la mili, que eran las fotos más recurrentes, o alguna foto de estudio de recién casados, hecha en Béjar o en Plasencia. También eran frecuentes las fotos de familia realizadas en las fiestas del pueblo por alguno de aquellos fotógrafos ambulantes, que colocaban de fondo un enorme paño con columnas y plantas de otras tierras exóticas. Allí posaba el abuelo, con el rostro oscuro y agrietado del tiempo, y la nieta, de blanco deslumbrante, sentada en su rodilla.

Estaban las fotos de comunión con el traje de marinero para el niño, o el traje de novia para la niña, el librillo blanco nacarado y el rosario en la mano…, o las fotos sesenteras de bodas y bautizos…, o las consabidas fotos de los hermanos en la escuela, con el plumero al lado, el mapa de una España desnutrida a sus espaldas, y las caras inocentes tan distintas a las de nuestros días.

Corría el año 1988, cuando un jovenzuelo, que ahora prosa estos relatos, con su cámara réflex heredada, se echó a recorrer los campos y las calles de su añorado pueblo, fotografiando gentes, cosas, corrales, andurriales y parajes de lo más variado, en lugar de prodigarse en discotecas de su tiempo, bailando canciones de Boney M. o Mecano. Las personas mayores preguntaban, con cierta desconfianza, dónde iban a salir luego las “afotos”: ¿Quizá en algún periódico, o en la televisión...? No concebían, pues, el interés por rescatarlos del olvido, por inmortalizarlos, sin más, y devolverlos un día al acervo popular de imágenes y recuerdos. Hice las fotos, en parte por un inopinado gesto juvenil y bohemio, y en parte, también, sabedor de que en pocos años, ni los rincones ni los ancianos de edad provecta, resistirían al paso insobornable del tiempo, como así fue realmente. Por ahí andan dichas fotos, que son casi postales, como parte de un legado de imágenes que tuve a bien rescatar para la eternidad, sin ser consciente en su momento del acierto.

Hace pocos años tuve oportunidad, también, de participar activamente en un proyecto de recuperación de imágenes para un libro de mi pueblo natal. Me tocó el arduo trabajo de digitalización y edición de fotos antiguas. Tuve ocasión de entrar en las entrañas de cada imagen, en los detalles más ínfimos e inadvertidos, y descubrir incluso a personajes secundarios que hacían su vida ignorantes de acabar en un futuro siendo pacto de las modernas tecnologías. Así me encontré, por ejemplo, con gallinas a lo lejos, picando hierba, viejinas barriendo la puerta en lontananza, o perros escuálidos que pasaban por allí, como pudieron no haber pasado, sin noticias de su visita a la inmortalidad plasmada en pantalla o en papel.

Otra costumbre de aquellas tierras nuestras, era llevar la foto de la novia (o bien la de los hijos y la esposa) en las carteras de los hombres, como una especie de amuleto o estampa religiosa, que a fuerza de asientos y estrujamientos acababa altamente deteriorada. Alguna que otra me tocó reparar con paciencia de relojero digital.

Me encontré con fotos muy recurrentes, como aquellas de los quintos de los sesenta, que eran una secuencia de imágenes repetidas, donde tan sólo se intercambiaban las posiciones de los protagonistas y los objetos: uno con la guitarra, otro con los chorizos, otro con el tamboril, otro con la bota de vino (sin duda la más solicitada). En la siguiente imagen, cambiaban de manos la guitarra, los chorizos, el tamboril..., y así sucesivamente. La única variante, en cada foto, era el brillo etílico en los ojos, y la progresiva expresión beoda en los rostros, fruto de la bota de vino que se repartía generosa de mano en mano, dejando a aquellos efebos rurales en clara evidencia para la posteridad.

Abundaban también las fotos de procesiones de santos y patrones, o aquellas fotos de la visita de la Virgen de la Peña de Francia por los pueblos, en los años cincuenta, donde la mayor parte de las mozas de la época aparecían portando la imagen, sorprendidas por algún fotógrafo que acudió al evento.

También eran clásicas las fotos de maestras con niñas y maestros con niños, desde principios del siglo XX. Podíamos ver, también, fotos de niñas en la feria de Ahigal, con vestidos de cuadros hechos por las madres costureras, y bolsos y complementos de cosecha propia. En todas las imágenes podemos apreciar a los críos ágiles y “lígrimos” (muy delgados), sin rastro de obesidad infantil; obviamente, también, sin comida rápida ni bebidas azucaradas, y por contra, gran actividad física, a veces más de la debida.

Antes del salto al color, hubo una brusca transición del sepia al blanco y negro, y a partir de los sesenta irrumpieron las fotos de las primeras cámaras personales que algunos privilegiados ya portaban: tal vez el cura, el maestro o algún paisano de un rancio abolengo rural. Estas primeras cámaras se dedicaron a inmortalizar momentos de lo más triviales, momentos que anteriormente nadie se encargaba de plasmar: aquellos equipos de fútbol, con el pantalón arremangado y el pañuelo atado a la cabeza…, niños jugando en la plaza…, jóvenes bailando en las verbenas…, vecinos sentados a la puerta…, niñas saltando a la comba, etc. Las niñas, siempre más coquetas, con frecuencia se ofrecían para posar sonrientes en las fotos, mientras los niños, ya ejerciendo su rol de pistoleros rudos y distantes, se mostraban esquivos, y tan sólo aparecen por ahí en algunas fotos de monaguillos y poco más, con un gesto entre tímido, fugitivo y canalla.

Desde la vieja cama de hierro, cada noche, antes de apagar la luz con la llave de pera, mirábamos en frente el retrato de un bisabuelo al que no conocimos, y al que podíamos ver el gesto cambiado de una noche para otra, en virtud, tal vez, de nuestro propio estado de ánimo.

La gente, antiguamente, se hacía fotos de estudio en Plasencia, que suponían un día entero de ida y vuelta en burro, demostrándose, por cierto, que las compañías de viajes “low cost” ya estaban inventadas tiempo atrás, por el módico coste de un poco de alfalfa (sin plomo), y grandes dosis de paciencia.

Las niñas, los días de lluvia y frío, pedían a las abuelas que les sacaran las fotos del baúl y les contaran cosas sobre aquellos protagonistas del pasado. Eran siempre las mismas historias, pero seguían teniendo el mismo encanto. “Mira prenda, éhta afotu eh de cuandu tu agüelu ehtrenó la pelliza el día de añu nuevu...”; “Ehta otra eh de cuandu fuímuh mayordómuh de San Antoniu…”.

En los setenta empezaron a llegar las cámaras compactas, que fueron ya asequibles al común de los mortales, hasta alcanzar su apogeo en los ochenta. Las fotos, claro está, bajaron de calidad. Todo el mundo hacía fotos por doquier: fotos desenfocadas, movidas, descentradas, pobres de luz…, y con más entusiasmo, en fin, que acierto. De aquella época quedaron todas esas estampas de grupos de amigos, donde todos aparecen con mucho pelo y pocos quilos, frente a las fotos actuales, con muchos quilos y poco pelo…; o las fotos femeninas de la misma década, de cuerpos gráciles y esbeltos, que aún se cuelan por las redes sociales provocando confusión entre los visitantes.

Aquellas imágenes antiguas parecían trasladarnos a un pasado que de golpe se hacía presente, y desde aquel pasado-presente, podíamos ver con nitidez nuestro presente-futuro, como en aquel verso melancólico de César Vallejo: “Me moriré en París, con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo”.

Así fuimos pasando la vida fotograma a fotograma, hasta llegar al mundo digitalizado y “digidiotizado” en que vivimos, donde hemos digitalizado también las relaciones humanas, el correo, las cuentas bancarias, los viajes…, y hasta quizá los pensamientos.

Al derruir la casa antigua, alguien guardó en la penumbra de una troje, o de un baúl, los retratos de antaño, confinando a aquellos antepasados a una segunda muerte, que es la muerte del olvido. Mientras estuvieron a la luz, tuvieron cierta vida, y hacían cada día su fotosíntesis a la vista de aquellos que pudimos durante años compartir nuestras luces y sombras con ellos…, saludarlos, y hasta incluso, en alguna medida, quererlos.

Desde las moradas de su reino color sepia, han vuelto a la vida aquellos rostros, gracias a esta moderna verbena de escaneos y digitalizaciones. A veces, al progreso, en su afán de fagocitarnos sin piedad, se le escapan estos pequeños detalles de ogro bueno. No recuerdo en qué cuento leí hace años, que el demonio tiene tal cantidad de ollas en ebullición, que siempre se deja alguna destapada.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS

domingo, 19 de abril de 2015

Al pardear



Conocimos atardeceres bellos y cargados de una lírica que ahora ya es historia. La luz vaporosa de aquellos ocasos marcaba momentos de un encanto indescriptible. Para referirse a estos atardeceres, los lugareños, de manera menos fina, usaban la expresión de “Al pardear”, que era exactamente lo mismo, pero mucho más acorde a las hablas extremeñas, y a la propia dinámica áspera y vital de la tierra.

Al pardear, podíamos ver regresar a las cabras del cabrial de concejo, y a los rebaños de ovejas levantando grandes polvaredas, como en El Quijote; hombres regresando a casa, montados en burro, con una talega delante del cuerpo…; segadores de vuelta al pueblo con las camisas encartonadas de sudores…; mujeres guardando las gallinas callejeras en el corral, y niños, muchos niños, corriendo y tropezando por todas partes.

Las bombillas de plato de las calles, iban encendiéndose con lentitud de tortuga y una humildad inusitada en las modernas luminarias que llegaron luego. Poco a poco, como pidiendo permiso, iban dejando tímidos destellos de su presencia. Las apagaba y las encendía, claro está, el lucero, pues no había programación posible más que la humana. Qué privilegio aquel, cuando las personas aún eran imprescindibles para casi todo.

Podíamos percibir en las calles el olor a leña de encina quemada, en armonía con los atardeceres invernales. Después de la larga jornada, los hombres pasaban en busca de la panilla de vino peleón en la taberna, o quizá trincaban el vino de pitarra en la discreta intimidad del hogar..., aunque el vino pegaba exactamente igual, pero al menos la lengua se enredaba en casa, y se iban a acostar sin adquirir fama de borrachines, que era fama de difícil enmienda. El alcohol, de esta manera, se hacía soluble en el colchón de lana, quedando ya disipado al amanecer. El vino de pitarra tenía tal cantidad de grados, que a los niños nos recordaba al olor del pegamento Imedio; se diría que colocaba con tan sólo pasar la nariz por la boca de la botella. A veces, al pardear, nos mandaban los abuelos con la garrafa a por el vino a granel del tabernero. Según algunos hombres de la época, ellos eran "casi abstemios” (ironía), no bebían prácticamente nada: apenas una copina de aguardiente por la mañana, una panilla de vino en la comida, un par de chatos taberneros al oscurecer, un “vasino de pitarra” cenando... y un “vininu sueltu” (vinillo suelto) cuando emparejaba a venir algún pariente a casa, que era la mayor parte de las tardes. Total, nada de nada.

Los niños apurábamos los juegos al límite mismo de la luz solar. Recuerdo una de aquellas tardes interminables, jugando al escondite en versión espartana, con muchachones mayores blandiendo vardascas de olivo que atizaban las piernas de las víctimas una vez descubiertas. Me escondí detrás de unos haces de tarma (en uno de aquellos rincones extremeños de estética celta) en la trasera de un corral. Al cabo de más de una hora, con la luz de la tarde feneciendo, comprendí que mis verdugos ya hacía tiempo que habían abandonado su misión de búsqueda y flagelo. Fui saliendo con sigilo, con la desconfianza a flor de piel, tan propia de aquel tiempo, y una vez comprobada mi libertad, me fui tranquilamente caminando hacia casa, observando las estampas propias del atardecer, con viejos partiendo tarmas para la lumbre, y viejinas corcovadas encendiendo el brasero a la puerta. Al regresar a casa, por ciertas calles, no era extraño encontrar algún perro enemigo, que nos tenía fichados, y nos hacía correr despavoridos, llegando a casa justo a tiempo de evitar la bronca por la tardanza.

Dos niñas sentadas en un poyo, ordenaban con esmero las mariquitas recortadas, y les colocaban vestidos de lunares y pelucas rubias con coletas: “Yo créu que le quea mejol el vehtíu azul…” / “Poh a mi me guhta máh el coloráu”. La voz de una madre sonaba desde dentro de la puerta: “¡¡La ceeenaaa!!”. La otra niña, inocente y timorata, preguntaba: “¿Vah a ehtal mañana aquí pa jugal?” ; y la voz hacendosa de la madre, rompía nuevamente el encanto, con tono cortante y desabrido: “Mañana tieni cósah que jacel”.

Entre la luz liviana del atardecer, un suspiro de España nos hacía voltear la cara hacia la puerta gris de un corral, y podíamos ver el rostro compungido, casi espectral, de una anciana con pañuelo negro a la cabeza, en el trasfondo oscuro del edificio. Eran rostros desgastados, imprecisos, como llegados de generaciones aún más antiguas que las que pudimos llegar a conocer; rostros que parecían sacados de las Pinturas negras de Goya, o de las mismísimas caras de Bélmez.

Los pastores, recién llegados de las ovejas, conversaban aún por las esquinas, con alforja al hombro y un extremeño en el habla aún más arcaico que el que tú y yo conocimos: “Ya venía yo barruntandu de un tiempu a ehta parti, que al pardeal, lah ovejah…”. Eran verdaderamente libres, ajenos a esta caverna de Platón donde vivimos inmersos sin saberlo.

Los niños corríamos en todas las direcciones, y al final de la tarde, ya agotados de juegos y carreras, nos sentábamos en algún poyo de granito, aún caldeado por el sol, donde un hombre, con un zalico (trozo) de pan en la mano, cortaba con la navaja un gran tomate, de aquellos que aún sabían a tomate, y nos relataba historias de su paso por la División Azul; de cuando caminaron sobre los lagos helados de Stalingrado..., o cuando, en una huida en tromba, una bala le atravesó el cuerpo sin dañar órganos vitales. Mirábamos con cara de asombro, y allí, con la luz mortecina del atardecer, tuvimos las primeras noticias de la insensatez de las guerras y la estupidez humana en su conjunto.

Los atardeceres estivales eran de tipo juanramoniano, con puestas de sol ensangrentadas y olor a pasto; vacas mugiendo en la distancia, y aviones y golondrinas engullendo mosquitos al vuelo.

Entre la luz híbrida del atardecer y las primeras bombillas, una niña regresaba a casa con la lechera de porcelana en la mano, cantando canciones de Marisol, y los pájaros acudían a los cables juntándose en fila. Por debajo de ellos, algún hombre de gesto avinagrado ordeñaba las cabras recién llegadas del cabrial, y un niño, a su lado, intentaba aprender a ordeñar con poco éxito: “No ehpurrincha la teta, papa…” / ¡Cómu va a ehpurrinchal, si ehtáh engarañáu... y no tiénih albeliá pa’ jacel naaa…!”.

En los atardeceres de verano, la gente regaba las lanchas de cantería de las puertas, y se sentaba en el poyo a comentar la jornada, entre muchachos intentando derribar murciélagos con las tarmas del corral, y el sol ocultándose tras las tejas rancias y las chimeneas de los tejados “despostilladas”, deslucidas de humos, y llenas de pelos de gatos sarnosos que restregaban su cuerpo sobre ellas.

Luego, por los ochenta, conocimos aquellas puestas de sol veraniegas al final del baño en los pantanos (con fotos que acabaron en recurrentes postales caseras), a la vez que los adolescentes volvían al pueblo en bicicleta, sin luces ni frenos..., con los respectivos ángeles de la guarda pedaleando al lado.

Las mujeres mayores nos contaban que “otrah vecih” (antiguamente) mozas y mozos bailaban toda la tarde con el tamboril, hasta la hora de encenderse las luces, momento en que las jóvenes doncellas aldeanas salían corriendo para casa, cual cenicientas recatadas.

Allá por el siglo XVI escribió San Juan de la Cruz aquello de: “Al atardecer de la vida, nos examinarán del amor”. Y ahí, tal vez, en ese pardear final, veremos cuánto hemos dado a cambio de no esperar nada..., cuánto hemos tenido en cuenta el sufrimiento ajeno más que el medraje propio; en qué medida, en fin, hemos estado a bien con esa cosa antigua y pasada de moda que se llama “conciencia”. Ojalá sea cierto que un día conozcamos una justicia rotunda y verdadera, que saque las vergüenzas a esta patraña que nos vendieron por justicia.

Al pardear, iban haciendo sombra las piedras de guijarro sobre una tierra preñada de atardeceres con fecha de caducidad en las vidas..., vidas que van ineludiblemente pardeando hacia el ocaso último, esperando a que el tiempo, ese impostor implacable, les marque la caída final de la tarde.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS

sábado, 28 de marzo de 2015

Paraíso en la tierra



La primavera llegaba con toda su carga de colores y olores imposibles de expresar; sensaciones que nos marcaron para siempre, infinitamente superiores al mundo virtual que ahora se nos ofrece a cambio de dinero.

La vida de los niños en aquellos pueblos se desarrollaba en total contacto con el medio. Tal vez en primavera era cuando más frecuentábamos las salidas al campo, que teníamos a dos patadas de casa. Allí, en aquel entorno silvestre, vivíamos en perfecta comunión con la naturaleza. Parte de nuestros juegos y enredos transcurrían entre canchos y andurriales próximos al pueblo. Nos echábamos en los verdes forrajales, en un silencio de insectos y olor a margaritas, oyendo el trino de los pájaros, contemplando el vuelo de las mariposas, o viendo las bandadas de aves trazando un arco en el cielo, que acababa transformándose en una uve de victoria. Quedábamos quietos, hipnotizados, sintiéndonos, sin saberlo, burladores del mundo y del espacio-tiempo, hasta que las campanas del pueblo nos devolvían a la realidad..., que ni malditas las ganas de volver a ella.

Jugábamos por los campos al Capitán Trueno, o al Jabato. Todos los niños, lógicamente, queríamos ser el Capitán Trueno, o en todo caso Crispín, pero nunca el gordinflón de Goliath. Lo mismo pasaba con el Jabato, donde nadie quería ser el orondo Taurus ni el flacucho y melindroso poeta griego Fideo. Cuando no había consenso, se pasaba a jugar, por ejemplo, a los mosqueteros, y el problema volvía, una vez más, cuando todos pugnábamos por ser D´Artagnan, aunque alguno se conformaba con Athos o Aramis. La astucia, en estos casos, consistía en pedir raudo y veloz el personaje…; claro que el truco verdadero era proponer tú mismo el juego, y en décimas de segundo pronunciar el nombre deseado. Con estas cosas pasábamos largas tardes primaverales, con espadas de vardascas de olivo metidas por la presilla de las “calzonas cortas”. En lo más alto de los canchos se veían nuestras largas siluetas, entre revoloteo de gorriones y el sol desapareciendo tímidamente tras los collados poblados de encinas.

Cuando ibas al campo con tu abuelo, sin compañero de aventuras, uno de los recursos era jugar a Tarzán, y lanzar el famoso grito en forma de alarido esperpéntico, que a veces te devolvía el eco de los campos, y otras ocasiones, simplemente, espantaba a los pájaros de los árboles y zarzales cercanos, o a las ovejas del cortinal más próximo. Tu abuelo acababa llamándote al orden y pidiéndote una cierta calma, que duraba tan poco como el tiempo de regresar tu abuelo nuevamente a sus asuntos.

Los arroyos corrían entre jolgorio de pájaros y cielos aborregados. Desde lo alto de los cerros, podíamos ver a los campesinos en las hondonadas, como pequeños puntos negros sobre un manto policromo, con un fondo de montañas nevadas, a la par que un solitario Renault Cuatro Latas pasaba por alguna estrecha carretera, casi integrada en el paisaje, con las cunetas rebosantes de maleza. En el silencio tan sólo escuchábamos, como una voz antigua perdida en el vacío, uno de aquellos gritos arrieros que de niños oímos hasta la saciedad: ¡¡Burruuuu aquíííí!!

Los olores primaverales se mezclaban con el olor a cirio de las procesiones, donde se cantaban saetas desde lugares ocultos e insólitos. Me contaron de dos mozos voluntariosos, en los años cuarenta, de escasas dotes para el canto, que se atrevieron con una saeta desde la ventanilla de una troje, desentonando y provocando las risas contenidas al paso de la procesión..., o de un hombre de voz aflautada, escondido en un bidón de obra, que año tras año sorprendía con su estilo tiritón y aflamencado.

Los chavales de ciudad nos llegaban por Semana Santa, perfectamente pulidos, con una piel de porcelana nada habitual en aquellos lares curtidos de soles y cierzos inmisericordes. Por ahí salimos en algunas fotos con ellos, fotos que nos hacían sus padres (portadores de las únicas cámaras de la época), donde aparecemos siempre con gesto tímido y actitud retraída, como niños de una tribu rural subordinada.

Cuando estos chavales nos acompañaban por el pueblo, siempre había alguna mujer mayor que les preguntaba: “¿Poh y tú de quién erih, bonitu?”, y una vez enterada del linaje, volvía a la carga, con voz de asombro: “¡Uyyyy, poh si no te conocía... cómu hah envernecíuuuu...!; ya me diju tu agüela que llegabaih ehta tardi…”. El chaval se limitaba a asentir con la cabeza y a poner cara de circunstancias, mientras continuaba con nosotros hacia el parque de atracciones primaverales, a correr por ahí, con los demás, entre canchales rodeados de amapolas..., o quizá junto a las ruinas de lagares de aceite abandonados y cargados de misterio, que dejaban intrigados a los infantes advenedizos.

Y luego llegaba mayo…, “que por mayo era por mayo, cuando hacía la calor…”, cargado ya de flores y ríos de deshielo que ofrecían bondadosos sus aguas..., aguas que luego desembocaban en otros ríos mayores, labrando onduladas esculturas en la piedra, como un Gaudí milenario, de paciencia infinita, que hubiese modelado el granito hacia formas de otros mundos, tal vez formas de mágicas ciudades olvidadas. Aquellos parajes de las obras artísticas del agua, recibían nombres locales como “Las Potras” y cosas por el estilo; nombres toscos y adaptados a la recia existencia campesina.

Todo en aquel entorno estaba presto al deleite de los sentidos: mariquitas que revoloteaban desde la palma de las manos; mariposas blancas de la buena suerte; margaritas del sí y el no, que alentaban ilusiones; la flor de la escoba con su olor inconfundible; el olor a hierba recién segada; los caños abundantes de las fuentes; los jarales florecidos, y las grandes extensiones de agua del pantano de Gabriel y Galán, que veíamos como un Lago de Tiberíades autóctono, con fondo de montañas hurdanas y salmantinas... Todo en una paz y un sosiego que no se pagan con dinero. Quizá el paraíso del que hablan algunas profecías, tenga cosas en común con los momentos vividos en aquellas primaveras.

Las niñas se afanaban en recoger amapolas y margaritas para confeccionar los ramos a la Virgen. No faltaba tampoco el jardín de alguna maestra o señora de postín rural, donde se cultivaban claveles y rosas de pasión, dando lugar a ramos para las niñas más allegadas. Y luego allí, en la iglesia, en la tarde de las comuniones, las niñas se mostraban nerviosas, en la antesala de lo que iba a ser su efímera tarde de gloria. Y comenzaba el recital, con gestos histriónicos y lastimeros, que hacían llorar a las mujeres asistentes. En aquellos versos de mayo, siempre se escuchaba el mismo sonsonete, heredado de generación en generación: “Nino nino nonino nonino, nino nino nonino noní…”.

Por mayo llegaba también El Corpus, con altares de fabricación casera repartidos por los barrios, repletos de ornamentos naturales, con macetas de geranios, tomillo y junco por el suelo; flores en tarros de cristal, colchas bordadas, y alguna imagen del Sagrado Corazón que la gente tenía en sus casas. Las sábanas blancas colgadas de las cuerdas, formaban tabiques casi imaginarios, que daban cierre a un surrealista escenario callejero, de un abigarrado e improvisado plateresco extremeño.

Tan pronto hacía sol como tan pronto aparecían las nubes, salidas de la nada, y se ponía a llover con profusión, o a “chuceal” (lluvia fuerte), dando lugar a una de las estampas más habituales de la primavera, que eran los hombres regresando del campo con manojos de espárragos atados con cuerdas. Aún recuerdo a mi abuelo volviendo sonriente de esta guisa.

Los trigales eran objeto de pequeños hurtos infantiles, más por juego y travesura que por hacer verdaderamente daño. La espiga en la mano de los niños era todo un clásico; eran las chuches naturales que daba la tierra, infinitamente más sanas que las de ahora. Comíamos las espigas con cuidado de no “añurgarnos” (atragantarnos) con ellas, y chupábamos las campanillas dulces que encontrábamos al paso por los caminos. Las inocentes niñas de generaciones pasadas, apenas se atrevían a tocar las espigas. Cuenta mi madre, que siendo niña, ella y una íntima amiga, decidieron, no sin grandes dudas, coger cuatro espigas que se mostraban sugerentes tras las paredes de un camino. Al poco tiempo el remordimiento las hizo ir raudas a confesarse, y habiendo escuchado al cura decir que lo robado sólo se restituye devolviéndolo a su dueño, tuvieron la ocurrencia de cortar cuatro espigas de un trigal propio, y lanzarlas al trigal perjudicado, para calmar sus afligidas conciencias. Semejante acto de nobleza y candidez, sería objeto de mofa en este tiempo, algo inconcebible a día de hoy, donde la mentira y el latrocinio son “activos” imprescindibles para el medraje...

Los niños setenteros tuvimos el privilegio de jugar y gozar por los campos paradisíacos, algo que apenas disfrutaron aquellos otros niños flacos y desnutridos de posguerra, que fueron nuestros mayores, para los cuales el campo era sinónimo de trabajo. Aquellas sufridas criaturas, sí, que sacaron los cerdos al campo, oxearon pájaros, comieron tajadas de tocino y fueron “arreciando” a golpe de Ceregumil.

Ante aquella explosión de vida y naturaleza, de la que apenas éramos conscientes, vivíamos, en cambio, con total sencillez, sabedores de nuestras limitaciones, que no eran tan distintas a las de ahora. Estábamos aún muy lejos de alcanzar este mundo de petulancias, que nos otorga un protagonismo bastardo, para luego rebajarnos a la mínima expresión humana.

Fueron abriles y mayos que vimos desde la mirada asombrada del niño que fuimos, rodeados de vida a borbotones, en un tiempo mágico de trigales y amapolas, de campos tornasolados y flores a porfía. Paisajes y verdores de un regalo caído del cielo, que nos brindó un trozo de paraíso en la tierra, y una impronta en el alma que llevaremos de por vida. Mientras tanto, seguimos esperando, como aquel olmo herido por el rayo, otro milagro de la primavera.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS

sábado, 7 de marzo de 2015

Ropa de domingo



En los baúles de lata y madera, o en los armarios de lunas de cristal y patas carcomidas, dormían las ropas reservadas para momentos especiales, como el día del patrón, alguna boda cercana o importantes fiestas de guardar. Descansaban en un letargo de oscuridad y naftalina, librando, con la mayor de las dignidades, la alocada carrera consumista de un sistema que vendría más tarde a idiotizarnos, y a marcarnos con el sello de una bestia apocalíptica que nos reduce al mundo feliz y programado que atisbase Huxley en su célebre novela.

Los viejos se vestían para la ocasión con pantalones de pana casi hasta los sobacos, “correína” de material, "chalequino" negro sobre camisa blanca almidonada (con pechera y sin cuello), sombrero de paño y botines negros perfectamente embetunados. Todo con un añejo olor a baúl, que hasta el papel del caramelo que nos daban a los niños, despedía un plomizo aroma a alcanfor.

No podía faltar, tampoco, la “vardasca” (vara fina) de olivo en la mano, y la "ramina" de poleo en la boca. La vardasca era como el cordón umbilical que unía a los aldeanos con la tierra; era como una forma de salvar el vértigo que producían las cosas mundanas, permitiendo al campesino sentir el contacto ancestral con el medio en cualquier momento incómodo. De esta forma, la vara de olivo, los mantenía aferrados a su natural elemento, pues era gente muy sacada a trabajar y poco habituada a recesos. La fiesta era algo ocasional, y tal vez un lujo que a veces provocaba sarpullidos en la conciencia.

En aquellas tardes festivas, veíamos las figuras de los hombres en las zonas de tierra, jugando a “la rayuela”, con las camisas blancas arremangadas y la frente limpia de sudor. Con una mano lanzaban el chavo a la navaja, y con los dedos amarillentos de la otra, sujetaban el cigarro sin boquilla. Los demás permanecían mirando, hieráticos y firmes, como bíblicas estatuas de sal. No era de lo más frecuente ver a aquellos hombres de recio temperamento y nervio a flor de piel, en actitud relajada y placentera.

El aire frío del atardecer deshacía las partidas de rayuela y demás encuentros sociales, poniendo fin al pequeño paréntesis dominical, con frases como: “Habrá que ilsi recogiendu ya, que vieni un airi que afeita…”. Y así, hasta el próximo domingo, pues no había sábados libres, ni se manejaban los modernos términos, como “puente” o “fin de semana”.

En los pueblos, nos “remuábamos” para la fiesta. “Remualsi”, o remudarse, podía significar dos cosas: cambiarse de muda (ropa interior), o ponerse la ropa de domingo, que a veces todo era una misma cosa a la vez. Esta dilatación entre muda y muda, hacía que algunas personas mayores no entendiesen posteriormente ciertas bromas televisivas, como aquel chiste de Eugenio, del picapedrero y el paquete de siete calzoncillos para los siete días de la semana.

La pelliza era la prenda de invierno masculina más usada. Cuando el sombrero de paño y la pelliza dejaban de ser aptos para “remuarse”, se colgaban en cualquier percha de la casa de los abuelos, proyectando con el candil figuras tenebrosas de tíos del sebo que desataban los miedos infantiles.

Las mujeres mayores vestían un variado muestrario de sayas, que servían para casi todo, y a falta de Mantón de Manila, usaban “pañuelos de cien colores”, que eran un sucedáneo más adaptado al exiguo poder adquisitivo de aquella España rural sembrada de guerras y estrecheces.

Me cuentan que las mozas de otros tiempos, tenían tres trajes reservados, independientemente de la época del año: el de domingo, el de “ante bueno” (de mayor nivel), y un tercer traje, considerado el mejor, para días verdaderamente especiales. Así aparecen ellas, tan sonrientes y ufanas en esas fotos cincuenteras, con algún puente romano en lontananza.

Eran telas guardadas que pasaban todo el año compartiendo baúl con la colcha bordada de la bisabuela, y después de un par de décadas de vida limpia y placentera, acababan sirviendo como ropa de faena, entregándose a los fieros sudores de los campos extremeños.

Sobre finales de los sesenta empezaron a llegar las modas capitalinas, con pantalones de campana, camisas ajustadas de gran solapa (al estilo de Los Brincos y otros grupos yé yés del momento), zapatos y botas de tacón..., minifaldas atrevidas..., collares y medallones de quincalla..., cabellos largos “despelujaos” (despeinados)..., y aquellos grandes cinturones macarrillas con el busto de un caballo en la hebilla. Estos excéntricos atuendos vinieron a poner fin a toda la indumentaria precedente, que había sido innegociable durante muchas décadas.

Los niños sesenteros y setenteros vestían ropas recortadas, como si hubieran encogido en un lavado en frío, o más bien hubiesen sido aprovechadas en exceso, ignorando el crecimiento de sus beneficiarios. Nos peinaban con flequillo, o con la raya perfectamente marcada con un peine que alguien compró en el mercado de Ahigal, mojando el peine con agua de pozo, previamente echada en el palanganero. Era la estética infantil que podemos ver en esas fotos de procesiones que tanto abundan por ahí, con niños lígrimos y fibrosos, muy distantes de la obesidad infantil de nuestros días, a base de comida basura y pseudocultura del mismo nombre.

Los chavales, por inercia, seguíamos jugando a las mismas cosas de cada día, sin reparar en la ropa que llevásemos puesta. Luego llegaba la bronca al regresar a casa, con la ropa manchada de saltar a "pídola", o de sentarnos en cualquier parte... “¡¡Uyyy cómu trai loh pantalonih..., ondi habrá ehtáu metíuuuu..., tira por ahí p’allá que te que te...!!”.

El pantalón corto infantil recibía el nombre de “calzonas cortas”, que se usaban incluso en los meses de otoño y primavera, sujetas, en algunos casos, por tirantes.

Cuando llegaban los señoritos de los madriles, se distinguían por sus atuendos innovadores. Los propios niños de ciudad también eran portadores de otros ropajes distintos y más actuales que los locales. Los niños de los pueblos se acercaban con sus humildes ropas recién planchadas, como aquel niño pobre del poema de Juan Ramón Jiménez, al que la madre arreglaba con ilusión, y le decía, en un gesto de orgullo contenido: “Ea, pareces un ñiño rico…”.

Entre las prendas de entretiempo, la rebeca era la prenda femenina por excelencia, y se usaba con algún zapato formal de medio tacón, que permanecía gran parte del año en la misma caja de cartón que trajo del comercio. Las mujeres, después de El Viacrucis, paseaban por las inmediaciones de las ermitas, cogidas del brazo, entre olor a escoba primaveral y la presencia de alguna monja novicia que vino a visitar a la familia.

El traje de comunión era el summum de las vestimentas, y suponía un gran esfuerzo económico para la mayoría de las casas. La temática era recurrente: para los niños, traje de marinero, blanco o azul marino, o en todo caso gris marengo, más acorde al gris de la tierra. Las niñas iban de blancores deslumbrantes, como pequeñas hadas extremeñas, resueltas y vivarachas. Desfilábamos en una especie de paseíllo taurino, mientras un fotógrafo único y multidisciplinar, tiraba una instantánea, pillando el destello de los zapatos de charol, al tiempo que las madres y abuelas mostraban la mayor cara de felicidad que se puede llegar a tener, cuando las pequeñas cosas se convierten en lo verdaderamente importante de la vida.

La atmósfera del domingo era distinta. De repente el ritmo se tornaba plácido y cansino, y hasta las golondrinas revoloteaban descuidadas y sabedoras, quizá, de que en aquel ambiente habitualmente hostil, de manera tácita, se firmaba un extraño armisticio en las tardes dominicales.

A falta de imaginación, ni tiempo para tenerla, la gente se limitaba a replicar las mismas costumbres de siempre. Lo más novedoso pudiera ser alguna escena de dos o tres hombres alrededor de un transistor, con la quiniela en la mano, sentados sobre cajas de cerveza. Las imágenes rurales del domingo eran pobres y limitadas, lejos de esas estampas impresionistas que podíamos ver en los parques de las ciudades.

Los niños hacíamos cola frente a una mujer sentada junto a una pared, que en cada pueblo se encargaba de vender las chucherías, con su humilde cesta llena de colorido y dulzores. A veces la camisa regresaba a casa manchada de chupa chups de fresa.

La cultura de los vinos después de misa, fue en auge, hasta llegar a la máxima cota de popularidad en los ochenta, incorporándose las tapas y pinchos en los bares, con nuevas manchas y lamparones que añadir a las glamurosas ropas festivas.

Al atardecer del domingo, con la temperatura benevolente de junio, y sin cambiarse de ropa, los hombres llevaban el burro al cortinal, como única actividad del día; luego se paraban a hablar por los caminos, cuando ya el crepúsculo de sangre marcaba los estertores dominicales.

La tarde festiva tocaba a su fin, con gritos de niños jugando a “Tres marinos a la mar” y niñas saltando a la teja con el lazo del vestido ya suelto. Así fuimos agotando los domingos, para dar paso a un mundo lleno de modas con fecha de caducidad reducida, ropajes espurios y cachivaches obsolescentes, con los que, los ingenieros sociales del tercer milenio, intentan dar carpetazo a lo poco de humano que nos va quedando, para acercarnos al hombre masa orteguiano, que una vez despojado de espiritualidad, se dedica a consumir sin medida y a competir ferozmente contra todos..., y tristemente, sin saberlo, contra sí mismo.

Y luego llegaba el lunes, sí..., el implacable lunes..., “lo tan real, hoy lunes”, que escribiese Jorge Guillén.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS

domingo, 15 de febrero de 2015

Aguas pasadas



Desde la casa de su abuela, una niña miraba la lluvia a través de la vieja ventana; los canalones vertían a raudales un agua generosa que regaba los campos y traía noticias de verdores y nuevas alegrías. Un momento atrás, la abuela había hecho unas “plingás” de pan con aceite, y habían cantado juntas: Don Militón tenía tres gatos, que los hacía bailar en un plato... Por los cristales empañados se apreciaban difusas las figuras de los burros al pasar, y los cielos enmarañados reflejaban su luz grisácea sobre la ventana, al tiempo que las calles eran ríos portadores de sueños y deseos cumplidos. La niña anhelaba salir con sus botas katiuskas a pisar charcos con los infantes de su tiempo..., y a poco que buscase por las calles, nos hallaría a todos por allí, juntos cantando la consabida y evocadora canción infantil de las lluvias: Que llueva, que llueva, la virgen de la cueva...

Era la lluvia complaciente que riega los campos y trae un regusto a promesa. La lluvia como único recurso a veces; la lluvia siempre esperada...; aguas y lluvias que han quedado presentes en el álbum de fotos de todos los que fuimos niños un día, y que tal vez lo seamos para siempre.

En aquellas tierras norteñas, el agua nunca llegaba con moderación. Cuando llovía copiosamente durante largo tiempo, podíamos oír hasta el hartazgo la frase recurrente: “Ehtámuh ya enguarchináuh de tanta agua…”. A veces, en cambio, la tierra esperaba con la paciencia de Penélope, pero la lluvia no llegaba. Era el momento de sacar los santos en procesión, hasta el punto, incluso, de asomar las imágenes a los pozos secos, y en no pocas ocasiones surtía efecto. Si la fe mueve montañas, con mayor facilidad podrá mover las nubes, pensaban algunos.

Los temporales, y los largos periodos de borrascas, se llamaban "invernáh" (invernadas), y podían suponer dos meses de lluvia constante, aguacero y hostigo impetuoso. Siempre que llueve escampa, nos decían, y así parecía ser. Pasada la lluvia, las calles recobraban su pulso, con un fragor de niños y perros, de vitalidad aldeana y algarabías tan propias de aquel tiempo.

Los niños construíamos balsas de barro y piedra, que se cerraban colocando una compuerta de pizarra. Era frecuente que algún cafre nos echara abajo todo el invento, o a veces, incluso, la balsa era pisoteada por nosotros mismos al marcharnos. Tal vez preferíamos demoler la propia obra de ingeniería, en un acto de autodestrucción y dignidad, antes de verla aniquilada por la bota de algún Gulliver malicioso, y evitar oír la risas trogloditas que se escuchaban siempre en estos casos. También hacíamos edificios de barro, y hasta incluso esculturas de animales, en una tendencia natural de los niños a modelar el barro y sentir el contacto directo de las cosas puras. Hasta el propio Jesús, siendo niño, junto a un arroyo, según cuenta el Evangelio Apócrifo de Santo Tomás, hizo doce gorriones de barro y dando una palmada los echó a volar.

Después de las lluvias invernales, las paredes de granito se colmaban de musgos, basilios y caracoles..., los campos se cubrían de hierbas altísimas..., los regatos corrían con profusión..., los humedales y charcas abundaban en el líquido elemento…; los arriates de los jardines rechazaban las aguas sobrantes..., y todo parecía apuntarse a la fiesta de la fertilidad.

Ya de noche, los sapos se arrastraban por los rollos de las calles, anunciando “demuación” (bajas presiones), y poco después llegaban las lluvias con toda su carga de prosperidad. Con las pompas de la lluvia sobre los charcos, aprendimos que el agua venia para quedarse, como un huésped bienvenido y bien hallado, aunque a veces repudiado si prolongaba en exceso su estancia.

Algunos arroyos aún pasaban por medio de los pueblos, y en las calles había pasarelas de granito para cruzar de un lado a otro, como rústicos puentecillos de aldeas medievales. Luego fueron canalizados, y algunos muchachos se colaban por los grandes tubos, en un incontenible afán aventurero. Se veía un túnel oscuro con una luz al fondo, como en el cuadro de “La subida al Empíreo”, de El Bosco, y los más intrépidos se atrevían a avanzar túnel adentro (calle arriba), y salían por el extremo opuesto, pasando al más allá (que no era otra cosa que el final de la calle), ante la admiración de los niños presentes, y ganando, por supuesto, un respeto entre los miembros de la tribu, subiendo un nivel más en el pobre escalafón de la supervivencia.

Los ancianos hacían sus sabias predicciones observando el cielo: “Menúa trifulca se ehtá preparandu...”; “Va a habel toca tamborih ehta tardi...”, o tal vez: “En oyéndusi lah campanah de Ahigal... agua segura…”.

Me cuentan cosas de otro tiempo, cuando los muchachos caminaban con zancos hechos de madera de encina, y se burlaban de charcos y barrizales, andando por todo el pueblo, un poco a caballo entre extraños mutantes del cine fantástico y escuálidos lazarillos de la novela picaresca. Estos eran los juguetes útiles y asequibles que daba la tierra, integrados en el entorno natural, fácilmente reciclables, garantizados de por vida y totalmente gratis..., quién da más.

Todo era verde: verdes las orillas de los caminos, verdes los impermeables de los ganaderos, verdes las botas de goma hasta las rodillas, verde el agua de las lagunas, verdes los verdes “yerbazales…”, todo, con la lluvia, parecía cubrirse de un verde esperanza.

Otro de los juegos propios de los meses lluviosos, eran las carreras de barcos de papel, o más bien de corcha, con mástiles de palo y velas de trapo. Recuerdo de muy niño haber seguido una cáscara de nuez, con una vela de papel que alguien me colocó, surcando entre guijarros por medio de la calle, hasta llegar a otro barrio de la zona baja del pueblo. Allí llegué a sentirme como un pequeño aventurero, arribando a tierras lejanas, con amazonas y caballeros andantes, donde quizá blandiese su espada el mismísimo Amadís de Gaula... Me quedé allí, atontado, sin saber casi dónde estaba, hasta que la voz dulce de una viejina me despertó del letargo: “¿Qué jacih pa quí tan lejuh, bonitu?”.

El ganado bebía en los abrevaderos, incluso dentro de los pueblos, o en lagunas y charcas, o tal vez en arroyos y regatos, que en aquellas largas invernadas corrían por doquier.

Capítulo aparte merecían las goteras. No había casa o corral que se preciase, que no tuviera sus dos o tres goteras, como formando parte del hogar, igual que el gato o la cabra. Eran como pequeños duendecillos de agua, que alteraban la paz, sin otro propósito que incomodar las vidas campesinas, ya de por sí plagadas de tribulaciones. Las tejas se recorrían solas, o se quebraban ya de viejas, o a través del impacto de piedras voladoras..., o a veces eran desplazadas por los gatos en sus nocturnas discrepancias.

Desde lo alto de algún cerro, podíamos ver la figura de un hombre montado en un mulo, deslizarse lentamente por un camino, con un enorme paraguas negro cubriéndolo todo. Aquellos grandes paraguas eran un híbrido entre paraguas y paracaídas, no en vano, los niños saltábamos con ellos desde lo alto de los pajares. Eran paraguas a prueba de bomba, que una vez rotos, los arreglaban los “alañaorih” (alañadores), aquellos artesanos ambulantes que de tarde en tarde recorrían las calles de los pueblos, repitiendo, como un viejo mantra, su reclamo triste y antiguo: “¡Eeeel alañaooool!”.

La lluvia nos traía días de mesa camilla y brasero de picón, o de lumbre y chimenea en casa de los abuelos, escuchando Radio Nacional. Todo se paralizaba en el momento de oír las señales horarias anunciando el comienzo de “El parte”: “Callálsuh, que van a dal el parti…”. Mientras tanto, el agua golpeaba incesante las tejas, y se escuchaba el ritmo cadencioso de la gota en el baño de la troje.

Los refranes sobre el tiempo, formaban parte de la vida cotidiana, y aunque para nada servían, al menos daban alivio y un plus de comunicación: Por San marcos se llenan los charcos... Marzo ventoso y abril lluvioso sacan a mayo florido y hermoso... Cuando marzo mayea, mayo marcea... Cielo aborregado, a los tres días mojado...

Había historias sobre los temporales, que parecían sacadas del surrealismo literario hispanoamericano, y que los más pequeños encajábamos con total inocencia. Nos contaban, por ejemplo, que a una mujer mayor, muchos años atrás, se la llevó un huracán por las grandes sayas que tenía, y voló tanto y tanto, que fue a parar a las afueras del pueblo. Es lo que tiene salir con grandes sayas los días de huracanes.

Algunas épocas eran más propicias para las lluvias; desde muy niño escuché aquello de: “Los carnavales son muy devotos de agua…”. Y así parecía confirmarse año tras año. Eran las estadísticas de la propia experiencia, bastante más fiables que algunas actuales.

Después de largo tiempo sin lluvia, la tierra recién mojada nos traía aquel olor característico, que en los pueblos llamaban “olor a sequío”; era ese olor tan propio de las tormentas, que tan grato recuerdo nos deja en la memoria.

Uno de los días inolvidables en la vida de un niño, es el encuentro majestuoso con el primer “arco iris”. El arco iris representaba la ilusión, la magia de las cosas imposibles. Lo veíamos allí arriba, como algo inalcanzable que nos llegaba del cielo..., como algo, no sé, que venía seguramente de Dios, y en ningún caso del averno, pues a este último lo intuíamos más cerca de nuestros pies.

Los niños quedábamos absortos ante aquella fantasía de colores. Veíamos el arco iris aparecer, secundado por pájaros, enmarcando los cercados y los prados verdes. Imaginábamos trepar a él, y "repicolgarnos" de los colores favoritos, al estilo Pipi Calzaslargas, y quedarnos allí jugando para siempre, mirando con lástima hacia el suelo, donde está la materia más densa, tan propia de los estados del alma donde tiene su morada el sufrimiento.

Lluvias imperecederas, lluvias arbitrarias, lluvias “moja bobos”..., lluvias, en fin, tan nuestras. Fueron aguas pasadas que ya no moverán molinos; aguas de nuestra infancia, que nos legaron un bello patrimonio de bucólicas imágenes; memorias de un tiempo que nos dejó para siempre un poso de dignidad. Son ya recuerdos descendidos a las zonas abisales, donde habitan las cosas verdaderas, aquellas que hunden sus raíces en lo más arcano y profundo de la felicidad.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS